relato por
Cecilia Ferreiroa

 

C

uando quise entrar al auto, las cosas que llevaba colgadas chocaron contra la puerta y me tiraron para atrás. Volví a intentarlo y reboté nuevamente. Francisco me sacó algunos bolsos del hombro y pude entrar.

Los padres de Francisco se habían mudado a un pueblo vecino y nos habían invitado a pasar el fin de semana en su nueva casa.

El camino era de tierra. Hacía muchos días que no llovía y el polvo volaba por todos lados.

—No entiendo por qué la municipalidad no riega los caminos para evitar esta polvareda —dijo Francisco.

El auto dejaba una nube de polvo detrás. Cuando veía un pozo, Francisco frenaba de golpe. Con cada frenada el polvo se venía hacia nosotros.

Al costado del camino había unos hombres caminando. Francisco pasó a toda velocidad al lado de ellos. Cuando los dejamos atrás ya no pudimos verlos. Quedaron sepultados en el polvo. Pasamos por un pozo que Francisco no había visto y el auto dio un golpe seco. En ese momento yo estaba escribiendo un mensajito de texto en mi celular. Por el efecto del golpe, mandé el mensaje sin terminar. Le estaba escribiendo a María. Estaba segura de que ella interpretaría esas palabras de alguna manera. Para ella todo en la vida tenía un sentido. A veces me quedaba callada porque tenía el cerebro adormecido y ella pensaba que el silencio se debía a algo. No era casualidad que se hubiera producido justo en ese momento y no en ningún otro. El problema es que las cosas siempre se producían en un momento y no en otro. Era muy difícil convencerla de que no era como ella pensaba. Si le decía que no tenía un sentido, entonces pensaba que tenía uno oculto para mí, y me lo revelaba. Un poco me aturdía. Por lo general para mí las cosas no querían decir nada. Ella decía que yo era demasiado simple. En su sistema eso parecía ser algo malo. Por más que yo me preguntara por las cosas no llegaba a ninguna idea y terminaba con dolor de cabeza.

El sol rebotaba en el camino y producía una visión borrosa que no dejaba ver los pozos que había.

—Este camino está en un pésimo estado —dijo Francisco con fastidio.

Odiaba los caminos de tierra.

Me puse a escribirle a María para explicarle mi mensaje anterior. Esta vez quería que la interpretación dependiera de mí.

Francisco tomó una curva a toda velocidad. El polvo se iba de costado. Pasamos por una zona arenosa y el auto patinó un poco. Íbamos demasiado rápido pero no le dije nada porque no le gustaban esos comentarios. A Francisco le gustaba la velocidad. Veía carreras de auto en la tele y cuando salíamos después de una carrera agarraba el volante con los brazos extendidos y daba las curvas sin frenar. Logró controlar el auto y llevarlo de nuevo al centro del camino. En esa parte había huellas de ruedas resecas que habían quedado de una lluvia anterior. Eran surcos duros. Golpeamos contra ellos y los cruzamos a los saltos. El auto pareció perder el control. Eso me hizo volver a enviarle el mensaje cortado a María. Había apretado el botón en una de las sacudidas. Francisco reencaminó el auto y apretó el acelerador. Lo que estaba enviando no tenía sentido. No sólo por haberlo cortado sino porque el movimiento del auto no me dejaba escribir bien y me equivocaba cada dos por tres de tecla. María podía llegar a interpretar cualquier cosa. Me daban un poco de miedo sus interpretaciones. En el fondo temía que ella tuviera la capacidad de ver el verdadero sentido de las cosas. Por lo general lo que me decía no me gustaba. Casi siempre yo había hecho las cosas para manipularla, o para no hacerme cargo de algo, o para criticarla de alguna manera.

La dirección del viento había cambiado y ahora el polvo entraba en el auto. Era difícil respirar. Justo me acababa de lavar el pelo y se me ensuciaría todo. Francisco aumentó la velocidad. Supongo que para ganarle al viento. En el camino había cuchillas transversales. Es algo muy común en los caminos de tierra seca por efecto del viento. El auto daba pequeños golpes al pasar por ellas.

—¿Cuándo van a asfaltar esta zona? —dijo Francisco con la voz deformada por el movimiento del auto.

Para calmarlo le dije que quizás pronto. Me miró y me dijo:

—¡Qué van a asfaltar!

Escuché un ruido. Pensé que una rueda había salido volando. Miré para atrás. No se veía nada más que polvo. Las cuchillas no paraban. Me costaba mantenerme en mi lugar. Iba rebotando en mi asiento. Los pocos árboles que había pasaban a toda velocidad. Todo iba quedando atrás. Aun así sorprendía la continuidad. Lo que pasaba por la ventanilla siempre era igual, parecía que teníamos adelante lo que habíamos dejado atrás, como si el camino se plegara.

Un auto se acercaba en dirección contraria. Cuando estuvo más o menos cerca de nosotros bajó la velocidad. El camino era lo suficientemente ancho como para que pasáramos los dos sin problemas. Habría bajado la velocidad para no levantar tanto polvo. Francisco no disminuyó la marcha y pasamos a la carrera. Cuando lo dejamos atrás, todo era una nube de polvo compacta. El auto no se veía.

Las vacas nos miraban pasar. Todas estaban con la cabeza levantada hacia nosotros. El auto hacía mucho ruido, parecía a punto de desarmarse. Me miraban a los ojos. No sabía qué decir de esa mirada pero me incomodaba.

De golpe Francisco se acercó a ellas porque el centro del camino estaba en muy malas condiciones. Íbamos pegados al alambrado. Las vacas salieron corriendo en estampida. La cercanía del alambrado me asustó también a mí y me agarré con fuerza del asiento como si eso me protegiera de un choque. A medida que pasábamos las vacas corrían para el otro lado. Lo raro era que huían sólo cuando estábamos a la altura de ellas. María me contó que comen la mayor parte del tiempo que están despiertas y que no duermen mucho porque la alimentación no les da suficiente energía para mantener sus funciones vitales. Seguramente esa corrida les restaría tiempo de sueño. Me sentí mal por perturbar su descanso.

Me puse a escribirle a María. Quise mandarle un mensajito para evitar que se pusiera a pensar cosas, a interpretar todo. Le envié: Mucha velocidad, ninguna intención. Tenía que hacerle ver que la causa había sido simple esta vez, que había sido algo accidental.

En un momento el auto voló. Habíamos pasado por una loma de burro a toda velocidad. Cuando caímos, el auto hizo un ruido seco y rebotó. Por suerte no cambió la dirección y seguimos hacia delante. Francisco dijo a los gritos que no podía ser que no pusieran un cartel.

—No, claro —dije bajito— pero se ve que ya empezaron las casas.

Estábamos claramente en una zona urbana. Había gente caminando a los lados. Algunos se daban vuelta advertidos por el ruido y se apartaban del camino a las corridas. Una mujer se tiró a un lado con los brazos extendidos.

Doblamos en la esquina y seguimos por esa calle hasta el fondo. Francisco se pasó. Frenó de golpe. Yo me fui hacia delante y me golpeé la cabeza contra el vidrio. Dio marcha atrás y tomó la calle que habíamos pasado. Llegamos a la casa de sus padres y paró el auto. Cargué los bolsos en el hombro. Francisco bajó ágil y sin demoras. Su madre ya lo estaba esperando en la puerta con una sonrisa.

 

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Cecilia Ferreiroa. Autora argentina, nacida en La Plata. Es Licenciada en Letras y Profesora en Letras por la Universidad de Buenos Aires y se desempeña como docente de lengua y literatura. Ha publicado algunos cuentos en diversos suplementos literarios. A su vez, su cuento La hija ha sido premiado en el Concurso Itaú de Cuento Digital y ha sido publicado en una antología digital. El mismo cuento ha sido publicado en diversas revistas o suplementos literarios: en el suplemento literario del diario El Liberal, de Santiago del Estero (elliberal.com.ar/ampliada.php?ID=102640) y en la Revista Letralia, (letralia.com/300/letras11.htm). Otro cuento, Las personas son importantes, fue publicado en la revista Sin Permiso. Unas crónicas, La oveja: una crónica y Zapatos fueron publicadas en la revista Argenpress cultural.

Contactar con la autora: ceciferreiroa [at] yahoo[dot]com

🖼️ Ilustración relato: These roads are dusty, by Keith Evans [CC BY-SA 2.0], via Wikimedia Commons.

 

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