relato por
David M. Antón García

 

«Tu desconfianza me inquieta y tu silencio me ofende».
(Miguel de Unamuno)

 

D

os llamadas perdidas y un mensaje de texto. El móvil vibró sobre su mesa y él lo volvió a sortear para alcanzar la cima de la montaña de facturas. Miró el reloj. Miró después hacia el despacho frente a su cubículo y la luz en el interior se apagó. Esbozó un gesto de amargura.

—Hasta mañana, Don Antonio —dijo él cuando la puerta se hubo abierto.

—¿Aún  está  usted  ahí?  ¿Es  que  no  tiene  a  nadie  que  le espere? —contestó Don Antonio a modo de chanza. La sombra, bajo el gabán, se despidió sin efusión camino del ascensor. Tras el ruido de pasos, la sala quedó en silencio y las dudas de él regresaron con más fuerza.

Ella apuraba a sorbos cada vez más cortos el café que había destinado a su amante. Era tan oscuro como los pedazos de tarde que se habían ido escapando por el ventanal de la cafetería; tan amargo como la conversación con la que pretendió forzar su encuentro. «Tenemos que hablar», fue su ultimátum. Bajo el aguacero, el tráfico parecía extrañamente ordenado en el exterior; «todo el mundo conoce su destino menos yo», se dijo. Un nuevo sorbo. Más pensamientos.

La otra no era ajena a lo que ocurría. Siempre supo de la existencia de ella, incluso antes de que él la hubiera conocido; pero el futuro nunca importa cuando el pasado te alcanza a cada momento, y pensar es un deporte de riesgo no apto para almas frágiles. Una copa de vino descansaba en la encimera de la cocina presta a ser utilizada cuantas veces hiciera falta.

«Tráfico lento hasta el km 15», rezaba el luminoso. El station wagon de segunda mano que él conducía no lograba parecerse al deportivo que siempre ansió, pero bajo la lluvia, y en mitad de un centenar de coches utilizando sus cláxones, la velocidad apenas importaba. Ni siquiera los sueños incumplidos. El teléfono sonó por tercera vez durante esa tarde, pero tampoco obtuvo respuesta en el interior del vehículo.

Ella guardó el móvil en su bolso y apagó su cigarro en un cenicero que rebosaba preguntas que nunca obtendrían respuesta. Después pagó el café de ambos y un tercero que había solicitado al camarero y que dejó marchitar sobre la mesa. Aún humeaba ligeramente cuando abandonó el local después de recoger la maleta que había permanecido acompañándola bajo sus pies. Al doblar la esquina de la calle, antes de perderse entre la turba que se dirigía hacia el metro, se enfundó la gabardina y ocultó sus lágrimas bajo el paraguas sabiéndose nuevamente la otra.

Al llegar a casa, él cerró la puerta tras de sí sin apenas hacer ruido y besó la mejilla de su esposa con tibieza. Ella fingió sorprenderse, pero continuó cocinando como si tal cosa.

—Te he dicho mil veces que no me des esos sustos —le reprochó aliviada—. Por cierto…, llegas tardísimo. ¿No te habrás quedado tú sólo en la oficina… como siempre?

—Esta vez no: una reunión —se excusó él despojándose de maletín, chaqueta y corbata.

—Te está esperando, ¿sabes?

—Sí, he visto los mensajes. ¿Aún no se ha dormido?

—No. Está nerviosa —ella se giró hacia él con una copa de vino en cada mano, pero él caminaba ya por el pasillo en dirección al dormitorio.

La niña cerró los ojos al asomar su padre por el quicio de la puerta, pero no pudo disimular la sonrisa y se giró descubriendo el flanco de las cosquillas. «¡Que se tiene que dormir!», se le escuchó decir a ella tras las primeras risas, pero la batalla continuó aún largo tiempo.

—¿Y cuál se te ha caído? —preguntó el padre durante la tregua. La cría iluminó su carita de ángel y sus ojos se rasgaron hasta el infinito. Él recordó la primera vez que se vieron en el orfanato, el largo viaje en compañía de su esposa y la creencia de que todo cambiaría con su presencia, aunque siempre pensara que jamás llegaría a quererla por no ser sangre de su sangre: «cariño, sí, pero nada más».

—Éste. ¿Lo ves?

—¡Pero si es un colmillo! —él se abalanzó sobre su hija cuál vampiro reanudándose las risas.

—¿Tú qué crees que me traerá el ratoncito? —preguntó la niña.

—Pues…  una  moneda,  ¿qué  si  no? —la  cría  torció  el gesto—. Anda, duérmete que si no tu madre me mata.

—¿Y no se le pueden pedir deseos?

—¡¿Como si fuera el genio de la lámpara?! —el padre no pudo contener la carcajada.

—No te rías, tonto —se quejó la niña cruzándose de brazos y dándole la espalda.

—Vale, no me río —dijo él recomponiendo el gesto—. ¿Y qué ibas a pedirle? —preguntó intrigado—. Espera… ¡no me lo digas!, que entonces no se cumplirá. Venga, duérmete —le dijo sonriendo.

—Vale, pero cuéntame un cuento primero.

—No, que es tarde —dijo él mientras le arropaba otra vez.

—Pues volveré a reírme y mamá se enfadará contigo —él la miró y dejó de sonreír. Después se levanto de la cama y apagó la luz antes de abandonar la habitación.

—Hasta mañana, Jun.

—Hasta mañana, papá.

La niña aguantó su desesperanza apenas dos segundos.

—¿Papá?

—¿Qué? —dijo él volviendo sobre sus pasos y encendiendo de nuevo la luz.

—¿Te has enfadado?

—No.

—Sí. Te has enfadado —se dijo la niña cabizbaja.

—Te he dicho que no me he enfadado. Estoy… un poco triste, nada más  —le dijo él acercándose nuevamente a la cama.

—¿Y por qué estás triste?

—Cosas de mayores.

—¡Ya sé! —dijo Jun—, te daré mi diente para que lo guardes tú bajo la almohada y le pidas el deseo al ratoncito Pérez.

Ella había escuchado toda la conversación desde el pasillo y no pudo contener su incertidumbre.

—¿Y qué vas a pedir? —le preguntó a él mientras se acercaba hacia la puerta. Ambos paladearon sus reflexiones como tantas noches habían hecho en el interior de su cama, espalda contra espalda: ella perdida en el norte, él confuso en el sur. Pero esta vez se miraron, durante largos y silenciosos segundos hasta que Jun les interrumpió, abrazada a su oso de peluche y frotándose somnolienta los ojos mientras se acercaba hacia la cama para hacerse hueco.

—No puede decirlo, mamá, o no se cumplirá.

 

arabesco párrafo relato David M. Antón García

 

🕸️ Web del autor: Midas DeVose (http://midasdevose.blogspot.com.es/)
 Ilustración relato: Fotografía (detalle) por Foundry / Pixabay [CCO dominio público]

 

Relato David M. Antón

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