relato por
Cristian Acevedo

H

oracio insiste con su venerado CD de Peggy Lee. Maneja el reproductor —track 1, volumen en 6— con los comandos del volante.

Recorre las pocas cuadras que lo separan de su casa: veredas de fresnos, chalets con ladrillos a la vista, rejas y enredaderas que se abrazan a las paredes.

El último sol de Vicente López centellea contra las tejas y el follaje de los balcones.

El registro contralto de la diva flota y se extiende en un jazz elegante y sereno que supera el zumbido de su Audi A3. Horacio busca refugiarse en esa voz y en la trompeta que la acompaña. Busca tranquilidad. Tranquilidad que necesita para desentenderse de la oficina. Black coffee, susurran los parlantes. Y él afloja los hombros, baja su ventanilla, sube el volumen.

Al carajo Montalván y la venta no concretada y los objetivos que no se cumplen. Al carajo. Horacio nada podrá hacer durante el fin de semana, ya verá el lunes cómo arregla todo.

Dobla en la última esquina y descubre a Cintia, que viene en sentido contrario. El uniforme de sierva le asoma del bolso. La pardita se detiene en medio de la vereda y lo saluda, cómplice, con sonrisa de pendeja inocente. Cómo sabe mover el orto, mi Dios.

Horacio analiza: subirla, llevarla al hotelucho. Pero están peligrosamente cerca de su casa, y los cordiales vecinos —los Ocampo, por ejemplo— no tardarían en chimentar, en llevarle el rumor a Aldana. Tal vez la agarra el lunes, en el baño o en el lavadero. O en la cocina, apenas la bruja se vaya al gym.

Ya en la entrada del garage, acciona el portón automático. Espera, con los dedos inquietos sobre el volante, a que la reja termine de abrirse. Arriba, recostado en una de las columnas, Hades se lame las patas, su pelaje de siamés camuflado bajo la sombra del fresno.

Horacio entra y cierra el portón con un nuevo clic. ¡Snap! El chasquido de dedos anuncia su canción favorita, Fever. No se bajará del auto hasta que la canción termine. Acompaña el ritmo con leves movimientos de cabeza. La voz de Peggy Lee se extingue, y él apaga el reproductor.

Sube su ventanilla, vacía la guantera: los papeles del auto, el blackberry, las llaves. Carga todo en el maletín de la notebook, como ha hecho el día anterior y todos los anteriores.

—Déjà vu —dice, echándose una última mirada en el retrovisor… y se nota la mirada preocupada, me cago en Montalbán.

Se baja y activa la alarma del Audi. Busca la llave del chalet en el bolsillo más pequeño del maletín. Recorre el pasillo de cantos rodados y jazmines. Las llaves tintinean en su llavero: la guinda celeste y blanca con el logo de Los Pumas.

El fresco y el perfume de las flores lo están aplacando: ya se siente mejor.

Cuando quiere calzar la llave en la cerradura, la llave no entra. La quita y la observa, con la esperanza de que sea la  equivocada, que Aldana no le haya hecho lo mismo, otra vez. No: la llave no es la equivocada.

Se arquea y arrima un ojo a la cerradura, resopla: la puerta está cerrada desde adentro.

¡Otra vez, la puta madre!

Comienza la rutina: golpea a la puerta, gira y vuelve a girar el picaporte, busca el celular en su bolsillo.

Una melodía, por así llamarla, le rompe los tímpanos: en ritmo latino de rallador y timbales, dos acordes que se repiten una y otra vez, que Aldana pone todo el día, en la casa, en el gym, en su 4×4.

Marca el número de aquella. Nada.

—¡Aldana y la puta que te parió!

Llama al fijo: el mismo resultado.

La rutina sigue: vuelve al auto, lo pone en contacto y se pega a la bocina. Se baja, de nuevo activa la alarma, se planta frente a la puerta otra vez y la golpea, la patea. La castiga como si esa plancha de algarrobo blindado fuera el tal Montalván que le cagó el día y el jugoso premio de fin de año.

Esa grasada de música se detiene. Por fin Aldana lo ha escuchado. Y él oye la voz cantarina de aquella petisa hija de puta:

—¡Ya voy, ya voy!

Un minuto que parece diez. Horacio respira, llena sus pulmones, sabe que pronto le dolerán el pecho, la cabeza.

Aldana se demora:

—Ya voy… ya estoy yendo.

—No podés ser tan hija de mil puta. ¡Abrime la puerta, querés!

La oye acercarse y pararse del otro lado. Pero… no abre. Disfruta demorándose, desafiándolo. Él lo sabe. Lo sabe y calla.

Ella abre la puerta de par en par. Envuelta en una toalla, vuelve por el camino de pies mojados: pisadas que se extienden por el parqué. Horacio la sigue por el pasillo.

—No te esperaba —Aldana abre la puerta del baño y se encierra.

—No me tenés que esperar —dice él con la puerta en la cara—. Lo único que tenés que hacer es sacar la puta llave de la cerradura.

—Los viernes te vas de trolas, querido —grita ella desde adentro—. No te esperaba tan temprano. ¿Qué pasó? ¿Tu putita está en esos días?

Horacio se muerde el labio, aprieta el puño y descarga un soplido que le duele en el pecho y en el estómago, pero que no alcanza a serenarlo. En la habitación, procura controlarse para no terminar estrellando el celular o la notebook contra la pared. No sería la primera vez.

—¿Te comieron la lengua los ratones, querido? Los gatos, diría yo… —Aldana sale del baño murmurando su canción, como si tal cosa. El pelo enroscado en una toalla, los hombros salpicados.

—¿Vos sos pelotuda? —dice Horacio, y le tiembla la voz de verla tan tranquila, tan superada—. ¿Todos los días me vas a hacer la misma mierda?

—Me tenés harta. Voy a ser feliz el día que no vuelvas.

Horacio levanta el dedo en señal de amenaza.

Aldana sonríe, resopla:

—El día que te mueras —agrega, poniendo los brazos en la cintura.

Él convierte el dedo en una garra, que estira hasta prenderse del cuello húmedo.

—¡Qué decís, qué dijiste! —le aplasta la garganta, se la estruja como escurriría un trapo mojado.

Pero ella sigue sonriendo. Sonríe aunque sus ojos refulgen, se ahogan. La toalla resbala y se despliega sobre la frente, los ojos, la nariz.

—Matame, hijo de puta. Matame.

Horacio se ayuda con la otra mano, los músculos tensos. Tiene los ojos cerrados, tanto como las tenazas de sus dedos en el cuello violeta. Presiona con las piernas, arremete como lo ha hecho en tantos scrums. No piensa soltarla: va a darle lo que ella quiere, lo que le pide.

—¡Ahí tenés, ahí tenés!

Lo asombra la poca resistencia, apenas un leve ajetreo. Pero no la suelta, y los brazos de ella se entumecen hasta colgar dóciles, ahora rendidos. Y Aldana se convierte en algo pesado y torpe.

Horacio se despierta de madrugada. De nada le ha servido el valium.

El cuerpo sigue ahí, despatarrado en medio del pasillo. Él se levanta, se despereza y esquiva las piernas entreabiertas, que obstruyen la entrada al baño. Puede que la ducha fría lo ayude a analizar la situación.

Y antes de cerrar la canilla, antes de secarse y de lavarse los dientes, ya sabe cómo resolverlo.

Enciende el split: 20 grados. Busca el edredón, que junta polvo en el caos del guardarropas. Lo extiende sobre la cama para envolver el cadáver.

Una hora y media le ha demandado el asunto —envolver, vestirse, arrastrar— hasta que pudo encajar el cuerpo en el baúl del Audi.

El Mitre ha seguido su marcha. Es raro que no se haya parado después del desastre. Mejor. Horacio se pregunta cuántas formaciones deberán pasar hasta que algún madrugador advierta ese amasijo de sangre y huesos.

Se le ocurre que Montalván podría correr la misma suerte. Un accidente más.

Enciende el motor y conduce de regreso.

El sol despunta detrás de los balcones y de los fresnos. El rocío se convierte en humedad, en viento caliente. En reinicio.

A tres cuadras de su casa, le llama la atención una joven que camina en dirección opuesta. Se aleja con movimientos veloces de cadera. Igual que…

Peggy Lee entona la canción favorita de Horacio: track 3, volumen en 6. Y su cabeza sigue el tempo pausado del contrabajo; los dedos chasquean, marcan el compás.

Hades le hace honor a la pereza felina: aplastado sobre la columna se acicala las patas con su lengua fosforescente. El portón automático se abre. Horacio sube su ventanilla. El espejo le devuelve un guiño involuntario. La canción termina, y él se baja y activa la alarma.

Recorre el perfumado pasillo. Gotas de rocío salpican los jazmines, de aroma más penetrante durante las primeras horas del día.

Horacio intenta calzar la llave, empuja, aprieta. Pero la llave choca, chasquea contra la cerradura bloqueada. Desde adentro le llega una insoportable melodía de timbales y trompetas chillonas.

Avanza un paso. Y, lentamente, se arquea, se arrima, escéptico. No puede ser.

Le echa un ojo a la cerradura: la puerta está cerrada desde adentro.

Otra vez, la puta madre.

 

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Cristian Acevedo. Autor argentino de treinta y tres años de edad. Fue finalista en la Convocatoria de Cuento Digital Itau 2012, con Fortaleza alemana; seleccionado para edición digital de FIN.ELALEPH.COM con El domingo en que por fin llovió y ganador del IV Concurso Literario de El Cuento del Dia, por Bien pulenta, (también seleccionado para edición digital de FIN.ELALEPH.COM). Su relato Noticias de domingo, será próximamente publicado en Revista Crónica.

Contactar con el autor: zonaacevedo [at] hotmail [dot] com

 

📸 Ilustración relato: Fotografía por Francisco Lozano ©
(Ver muestra de este autor, en Almiar)

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