relato por
Rubén-Carlos Freire Fernández

 

L

a nieve caía pausadamente y la policromía del otoño daba paso al repentino invierno que comenzaba a teñir con un precioso manto blanco el apacible pueblo. La vida transcurría tranquila para sus vecinos. No se trataba de un pueblo grande sino todo lo contrario. La plaza mayor estaba presidida por una coqueta iglesia románica del Siglo XII considerada como una joya artística y que constituía un reclamo turístico. La plaza estaba rodeada por pequeñas casas de dos alturas construidas en madera con sus preciosas y típicas galerías. De la plaza partían dos calles. La primera de ellas se dirigía hacia la parte inferior del pueblo donde se encontraba el pequeño río que abastecía de agua a la población. De la parte superior de la plaza salía la segunda calle del pueblo, que lo unía con la capital y que atravesaba un frondoso bosque que se conocía como el Bosque del Engaño. El nombre provenía de una vieja leyenda sobre una pareja de enamorados. Todo había comenzado una noche invernal del año de Nuestro Señor de 1872…

…podría ser una tarde de cualquier domingo de un invierno típico gallego. El día había amanecido claro, con un sol radiante pero el frío era intenso y la huella de la helada nocturna todavía permanecía visible y seguramente no desaparecería en lo que restaba de día. Como todas las festividades no laborables, la banda de música municipal deleitaba a partir de la una del mediodía, tras la celebración de la misa, con un concierto a los vecinos del pueblo y sus alrededores. Alexandra y Sergio habían disfrutado del recital bailando algunas piezas con el ánimo de divertirse y entrar en calor al mismo tiempo. Como en toda localidad del interior de Galicia, y más en aquellos tiempos, en las tardes dominicales o festivas no había muchas actividades lúdicas con las que divertirse, así que la pareja de enamorados decidió, tras la comida, salir a dar un paseo por los alrededores del pueblo. Las horas pasaron rápidamente entre risas, besos, caricias y múltiples promesas de enamorados. Cuando se dieron cuenta, la noche se les había echado encima y una densa niebla había cubierto el lugar. La espesura de la niebla era enorme y a duras penas si podía distinguirse nada a pocos metros de distancia.

—Sergio, es imposible ver nada —dijo Alexandra.

—Cierto —contestó el chico—. Creo que tengo unas cerillas aquí en el bolsillo.

Sergio prendió un fósforo y luego varios más, pero pronto se dieron cuenta de que era inútil hacerlo. No se distinguía nada debido a la oscuridad y la niebla.

—Creo que podré orientarme sin problemas, Alexandra. Hemos subido desde el pueblo sin desviarnos prácticamente, así que si volvemos sobre nuestros pasos no deberíamos tener problema para regresar —dijo Sergio.

La pareja se encaminó hacia el pueblo lentamente, con cuidado de no tropezar con las piedras o raíces de los árboles que decoraban el escarpado camino hacia la villa. Llevarían más de una hora de camino cuando Alexandra, ya cansada y con un terrible dolor de pies, le pidió a Sergio tomar un descanso.

—Cariño, llevamos más de una hora andando y no hemos llegado al pueblo. Ya deberíamos haberlo hecho, creo que nos hemos perdido —dijo asustada la chica.

—No te preocupes, Alexandra. Sé que estamos cerca, no puede faltar mucho. Fíjate, se escuchan aullidos de perros, así que no debemos encontrarnos muy lejos —contestó Sergio.

—¿Y no podríamos descansar un rato? Estoy agotada y el frío me ha congelado los pies —preguntó ella.

—De acuerdo, pero sólo un instante porque la noche se nos ha echado totalmente encima. El frío es intenso y podríamos morir congelados. Encenderé un pequeño fuego para que entres en calor y podamos reanudar la marcha rápidamente —señaló Sergio.

Cogió la poca leña seca que pudo vislumbrar rodeado de aquélla terrible oscuridad y prendió una pequeña hoguera con una de las últimas cerillas que todavía le quedaban. Ambos enamorados se acurrucaron fuerte el uno contra el otro tratando de darse calor mutuamente y calentarse con el fuego. Mas el día había sido agotador, y el cansancio hizo presa de la pareja que no pudo evitar quedarse profundamente dormida.

El frío de la noche despertó a Sergio, que aprovechó el tenue fuego que todavía chisporroteaba para avivarlo con la poca leña que les quedaba. Alexandra dormía profundamente y el cansancio se reflejaba en su rostro. Sergio la miraba amorosamente mientras trataba de buscar una solución para volver al pueblo. Mientras se encontraba absorto en sus pensamientos, le pareció escuchar un leve murmullo que parecía proceder de algún lugar cercano. El chico se levantó rápidamente, cubrió a la joven con su abrigo y se encaminó hacia el lugar del que parecía venir el murmullo. Caminaba lentamente, con sigilo y cautela puesto que no sabía con qué se iba a encontrar. La niebla no se había disipado todavía e incluso parecía que se hubiera hecho más espesa. El murmullo parecía acercarse lentamente y el joven creyó ver una pequeña luz. Una leve sonrisa apareció en su rostro. Se habrían detenido muy cerca del pueblo sin haberse dado cuenta. Seguramente sus familiares habrían salido en su busca al ver que no habían regresado a sus casas aquella tarde. Apresuró el paso y a punto estuvo de caer al tropezar con algo que, después de palparlo, descubrió que era una raíz. Notaba cada vez más cerca el murmullo y la luz se había convertido en un conjunto de luces que se acercaban hacia el lugar donde se encontraba Sergio.

—¡Aquí, socorro! —gritó desesperado esperando que le escuchasen.

Sin embargo, no recibió ninguna contestación a sus ruegos, solamente el mismo murmullo sordo. Sergio no aguantaba ya los nervios y comenzó a correr hacia las luces. Pero cuando ya las tenía cerca, se detuvo en seco. Paró repentinamente mientras en su rostro el gesto de alegría se tornaba en horror. Sus ojos parecían querer salirse de sus órbitas y aunque trataba de escapar lo más rápidamente posible de aquel lugar sus piernas no le respondían y se negaban a moverse ni un ápice.

La visión era horripilante. Hacia él se dirigía una comitiva fantasmagórica. Estaba compuesta por dos filas de seres espectrales. Llevaban una especie de sudario blanco con una capucha que impedía verles el rostro. Las únicas partes del cuerpo que se les veía eran los pies descalzos y unas huesudas manos que sostenían unos enormes cirios encendidos con una especial luz. No se trataba de un fuego propiamente dicho, sino más bien una especie de fuego fatuo con una excepcional luminosidad. Formaban estas criaturas fantasmales dos filas yendo al frente de la misma una persona que no vestía del mimo modo que el resto. Llevaba el rostro descubierto, ropa raída, sucia y unos zapatos muy desgastados, incluso rotos en alguna de sus partes. Portaba una enorme cruz y un caldero con agua. Su rostro estaba demacrado y reflejaba el aspecto de un ser moribundo. Sergio comenzó a notar algo de lo que hasta ese momento no se había dado cuenta. Un horroroso olor a cera impregnaba el ambiente. El murmullo se convirtió en un rezo y vislumbró que la campana que había escuchado la tocaba el último espectro de la procesión.

La faz de Sergio mostraba cada vez un mayor temor. Un insufrible calor le quemaba el rostro. Notaba un horrible dolor de cabeza y sus piernas continuaban sin responderle. Su miedo se convirtió en pavor en el momento en que la persona que encabezaba la procesión descubrió su presencia y sin mediar palabra ni darle tiempo a reaccionar puso en sus manos la cruz y el cubo con agua. Seguidamente salió corriendo camino abajo como alma que lleva el diablo perdiéndose entre la densa niebla.

Sin poder oponer resistencia alguna, Sergio se vio presidiendo la espectral procesión y caminando toda la noche portando la cruz y el cubo de agua. Le sucedía ahora lo contrario que cuando pudo vislumbrar a los espectros. Intentaba denodadamente que sus piernas no se moviesen, o que se dirigieran hacia otra dirección y correr lo más rápidamente posible. Pero ni sus piernas le respondían ni los brazos tampoco cuando su cerebro les enviaba señales para tirar la cruz y el caldero. Al contrario de sus deseos, su cuerpo se sentía invadido por un irrefrenable deseo de presidir la procesión y acompañarla en su lento y fúnebre caminar. Así pasó toda la noche el malhadado joven hasta que llegó el alba y repentinamente se encontró al lado de Alexandra, abrazado a ella tal y como se habían quedado dormidos durante la noche. La niebla había desaparecido y un terrible frío asolaba el bosque. Despertó a la muchacha y emprendieron camino de vuelta al pueblo. Se dieron cuenta de que no se habían distanciado demasiado del camino que conducía hasta la villa. Se habían detenido y hecho noche al lado del antiguo cementerio, ahora abandonado desde la construcción del nuevo.

Los siguientes días transcurrieron como otro cualquiera. Sergio se ocupaba de sus labores agrícolas a pesar del terrible cansancio que notaba durante toda la jornada. Al finalizar sus labores visitaba a Alexandra en su casa y se retiraba a descansar. Sin embargo, a media noche comenzaba a escuchar de nuevo el mismo murmullo noche tras noche acercándose a su casa. Se levantaba corriendo y cerraba bien la puerta y las ventanas. Pero el murmullo seguía martilleándole los oídos a pesar de que se los tapaba con todas sus fuerzas. Sin saber cómo, Sergio se veía de nuevo presidiendo la procesión con la cruz y el caldero en sus manos. Así vagaba cada noche, a través de caminos, bosques, fragas… Presidiendo la fantasmagórica procesión visitaban casas y en todas ellas el resultado era el mismo. Pasaban cerca de ellas, entonando un canto y un rezo funerario, mientras que en el interior de las viviendas se escuchaban gritos desgarradores y una sombra espectral salía de ellas uniéndose a la procesión. Llegada el alba, el joven se despertaba en su cama, sin recordar nada, pero con un enorme cansancio como si no hubiera dormido en toda la noche.

El joven Sergio cada día que pasaba se iba consumiendo a pasos agigantados. Su aspecto era cada vez más pálido, su delgadez comenzaba a ser extrema, no conseguía descansar por las noches y su rostro reflejaba una tremenda extenuación.

Alexandra estaba enormemente preocupada por su amado. No sabía qué hacer viendo cómo el joven se agotaba y su salud mermaba cada día más. Consiguió convencer a Sergio para que visitase al doctor del pueblo, que achacó la enfermedad a la sobrecarga de trabajo a la que el joven se veía sometido diariamente. Sin embargo, Sergio no sólo no mejoraba, sino que empeoraba a un ritmo exagerado. La joven estaba tan desesperada que decidió acudir a pedir consejo a Basilisa, una anciana que vivía en una casa apartada del pueblo y que tenía fama de bruja.

Basilisa vivía en la última casa de la calle que comunicaba el pueblo con el Bosque del Engaño, aunque en aquella época no era conocido con ese nombre. Alexandra desconocía cuál era la vivienda pero suponía que no le resultaría difícil reconocerla. Le habían dicho que se trataba de una pequeña construcción de una altura situada justamente en el lugar en que la calle giraba a la izquierda. Comenzaba a una altura y a medida que la curva se iba cerrando la casa disminuía en tamaño. Así la joven se encaminó hacia la residencia de la anciana y rápidamente la distinguió a lo lejos. Era tal cual se la habían descrito. La muchacha estaba asustada, nunca se había imaginado tener que acudir a una persona como Basilisa, pero su desesperación no le había dejado otra opción. Nerviosamente tocó a la puerta pero nadie contestó. Volvió a tocar y esta vez se entornó levemente. Una tenue voz sonó desde dentro pidiéndole a Alexandra que entrase. La joven empujó la puerta y miedosamente entró en la casa. La oscuridad presidía la estancia, iluminada únicamente por un quinqué y el fuego que crepitaba en la chimenea.

—Pasa, hija, no tengas miedo —le dijo una voz procedente de un sillón situado al lado de la chimenea.

—¿Es usted Basilisa? —inquirió la moza.

—¿Es con ella con quien quieres hablar? —le contestó la voz.

—Pues sí, por eso he venido —contestó Alexandra.

—Entonces estás hablando con la persona adecuada. Sé a qué has venido. Noto tu desesperación —dijo la anciana.

—¡Perdone! —exclamó la joven—. ¿Cómo es posible que sepa a qué he venido si nunca nos habíamos visto antes? —preguntó la joven.

—Hija, sé a qué has venido. Has venido a solicitar mi ayuda —contestó Basilisa.

—Cierto —aseveró la joven—. Estoy desesperada, muy preocupada por Sergio, el joven con el cual me voy a casar. Desde hace unas semanas su salud se ha ido mermando, hasta el punto de que temo por su vida.

—¿Pues que le pasa al joven? —preguntó la vieja.

—Sinceramente no lo sé —aseveró Alexandra—. Todo comenzó la tarde en que nos perdimos hace unas cuantas semanas y no pudimos volver a casa hasta la mañana siguiente. La niebla y la oscuridad hicieron que nos perdiéramos en el bosque y tuvimos que pasar la noche al lado del viejo cementerio. Desde ese momento Sergio ha ido desmejorando día a día. No parece el mismo. Un enorme cansancio no lo abandona, su delgadez es extrema y su piel cetrina. Temo que la enfermedad que padece acabe con su vida.

La anciana escuchaba el relato de la joven sentada en su sillón frente a la chimenea asintiendo con la cabeza de vez en cuando, emitiendo leves aseveraciones que Alexandra no acertaba a entender. Cuando la joven finalizó su relato, la vieja simplemente le formuló dos preguntas.

—Jovencita —comenzó Basilisa—, ¿quieres a Sergio?

—¡Pues claro! —exclamó en un tono entre enfadado y extrañado Alexandra.

—¿Seguirás paso a paso todas mis recomendaciones? —preguntó la anciana.

—Pues claro, haré todo tal cual usted me indique —contestó la joven.

—Niña, tu prometido no está enfermo. Al menos no una enfermedad común como tú la entiendes. Se trata de una enfermedad del alma. La noche que os perdisteis le sucedió algo que puede que te resulte difícil de entender, pero que es tan real como que tú estás ahora aquí conmigo. El joven Sergio pasó a formar parte de la Santa Compaña. Actúa como estadea de la misma, es decir va presidiendo a la misma y abriéndole paso.

—¿Cómo dice? —preguntó indignada Alexandra—. Eso es imposible porque esa noche estuvimos juntos y no nos separamos. Nos despertamos juntos, abrazados.

—Jovencita —dijo la anciana—, sé que es difícil de creer, pero es la verdad. La Compaña no avisa de su llegada, te capta sin que te des cuenta prácticamente. Sergio seguramente escuchó un lejano murmullo y el sonido de una campana. Debió pensar que la gente del pueblo habría salido en vuestra busca al ver que os habíais perdido. La Santa Compaña suele pasar cerca de los cementerios y cruceiros, así que podría decirse que tu amado fue presa fácil. Suele presidir la procesión un mortal encargado de portar una cruz de madera y un caldero con agua bendita. El anterior mortal que la Compaña captó no dudó en traspasarle ese «honor» a Sergio. Y si el joven quiere dejar de salir noche tras noche con la procesión, deberá encontrar la manera de hacer lo mismo con otro incauto mortal. Te diré lo que le sucederá al chico si no le pones solución cuanto antes a lo que le está sucediendo. El mozo irá poco a poco perdiendo energía. No tendrá ganas de nada, ni de lavarse, ni de cambiarse de ropa, se quedará en su casa hasta media noche, momento en que no podrá evitar salir de nuevo con la Compaña. Se irá consumiendo diariamente, como una cerilla hasta que la enfermedad acabe por llevárselo.

—¡Nooo! —gritó exaltada Alexandra—. ¡Eso no es posible. No puede ser!

—Si no le pones solución así será —aseveró la anciana.

—Seguiré todas sus indicaciones —contestó desesperada la joven—, pero tiene que ayudarme.

—De acuerdo, pero quiero una contraprestación —pidió la anciana.

—¿Qué contraprestación? —inquirió la joven.

—Querida niña —comenzó diciendo la vieja bruja—, sabes que lo que voy a hacer por ti es algo muy importante. Significa que te ayudaré a recuperar no sólo tu vida, sino que conseguiré que tu futuro marido vuelva del mundo de los muertos, que resucite a su vida aunque nunca haya fallecido.

—Cierto —contestó Alexandra—. Eso lo sé y le estaré eternamente agradecida.

—¿Eternamente agradecida? Si ello es así, no te importará pagar un alto precio por mis favores, ¿verdad? —preguntó la anciana con un enigmático y escalofriante gesto en su rostro.

—Pues pagaré lo que usted me pida —contestó de nuevo la joven aunque ya su rostro denotaba la enorme preocupación que las palabras de Basilisa habían despertado en ella.

—Yo te ayudaré a recuperar a tu amado, pero deberás jurarme que me serás fiel, que tu alma y tu espíritu me pertenecerán dejando de ser de tu propiedad para el resto de tu vida —le pidió la anciana.

Alexandra no daba crédito a lo que Basilisa le estaba pidiendo. La anciana le ayudaría a liberar a Sergio de la terrible carga que se había visto obligado a aceptar, pero, por otro lado, perdería para siempre su capacidad de decisión, no sería dueña de sí misma y su vida con su prometido ya no tendría razón alguna de ser. Debía darle una respuesta a la anciana en aquél preciso momento. Se encontraba entre la espada y la pared, pero por amor hacia Sergio estaba dispuesta a renunciar a su propia existencia. Así que sin dudarlo ni un momento accedió a las pretensiones de Basilisa.

 —De acuerdo, anciana —contestó Alexandra—. ¿Cuándo y cómo me ayudará a liberar a Sergio de tan terrible tormento? —inquirió la joven.

—Ven dentro de dos días por aquí cuando falte media hora para la media noche, acompañada de la persona que tú elijas. Recuérdalo bien —le recordó la bruja—, antes de media noche y acompañada de una persona elegida por ti. Pero ten en cuenta una cosa, esa persona no deberá estar enterada en absoluto de lo que le ha sucedido a Sergio.

El camino de vuelta a su casa se le hizo eterno a la joven. No daba crédito a lo que le había sucedido. Su amor por Sergio estaba fuera de toda duda, no había pestañeado ni dudado un segundo en aceptar la propuesta de la bruja para salvar a su amado. Pero debería buscar una solución que le permitiese redimir a Sergio y, a la vez, liberarse a ella misma de su acuerdo con la anciana. La respuesta no era sencilla. Durante los siguientes días le dio mil vueltas a la cabeza, pensó cientos de maneras para lograr su doble objetivo, pero nada se le ocurría. Cuando creía haber encontrado una solución, se daba cuenta de que simplemente arreglaba una de las dos disyuntivas, quedando la otra totalmente abierta.

El tiempo se agotó y la hora estaba cercana. A Alexandra no le quedaba otra que enfrentarse ella sola a la encrucijada que el destino le tenía preparada. Salió de casa con tiempo suficiente para llegar a la de la anciana. Su cabeza era un hervidero de ideas disparatadas para lograr su objetivo, pero ninguna le satisfizo tampoco esta vez. Cuando llegó la vivienda de la bruja, Basilisa ya estaba fuera esperando con ella.

—¿Y dónde está la persona que debe acompañarte? —preguntó la anciana a Alexandra.

—Ahora vendrá —contestó la joven tratando de ganar tiempo buscando una solución—. Está esperando por nosotros al final de la calle.

—Niña, que venga una persona es muy importante para que puedas liberar a tu amado de la Compaña —aseveró Basilisa.

—No se preocupe usted, que esa persona vendrá —aseguró Alexandra sin saber todavía cómo iba a salir de aquél atolladero.

—Pues vamos entonces, niña. Se nos hace tarde y todavía tenemos que llegar a casa de ese joven —le dijo la anciana.

—¿Vamos a casa de Sergio? —preguntó la chica—. ¿Y eso por qué?

—Tiempo al tiempo, jovencita, no seas impaciente y lo verás —contestó la anciana.

—Ya hemos llegado al final y no veo a esa persona. ¿No me estarás intentando engañar, verdad niña?

—¡Nooo! —exclamó la joven—. Quiero demasiado a Sergio y de ninguna manera haría nada que pudiera malograr su liberación. Le aseguro que esa persona vendrá, nos irá siguiendo y cuando llegue el momento se dará a conocer —dijo Alexandra mintiéndole a la anciana.

El reloj de la torre de la iglesia anunció que solamente restaban quince minutos para la media noche. Debemos apresurarnos, dijo la bruja. Antes de la media noche tenemos que estar en la casa de Sergio, es básico que así sea. Las dos mujeres apuraron el paso y poco antes de la hora indicada se encontraban ya frente a la puerta de la casa del joven.

—Busquemos un lugar apartado desde donde podamos ver bien la puerta de entrada y desde el cual no podamos ser vistos —pidió la anciana a Alexandra.

—Hacia la parte de los establos es el sitio adecuado —contestó la joven—. Hay un pequeño pozo detrás del cual podremos escondernos y vigilar la puerta.

—Me parece bien, pero sigo sin ver a nadie más que a nosotros y el momento clave está a punto de llegar —le apuntó la anciana con enorme gesto de preocupación.

—No se preocupe, que esa persona está con nosotros ya aquí. Basta que usted me diga cuando debe aparecer y lo hará —contestó Alexandra nerviosa.  

De repente, un murmullo comenzó a escucharse a lo lejos. Los perros de los alrededores comenzaron a aullar desesperadamente, como si predijeran algún peligro. Alexandra se extrañó enormemente, puesto que los dos gatos que tenía Sergio, siempre dóciles y cariñosos, pasaron por su lado corriendo como alma que lleva el diablo y con gesto de furia en sus rostros. Alexandra no sabía qué estaba pasando. Miró fijamente al horizonte y se dio cuenta de que veía unas luces que se acercaban hacia el lugar donde estaban. El murmullo se hacía cada vez más perceptible y un terrible olor a cera comenzaba a producirle mareos.

—¿Qué está pasando? —le preguntó la joven a Basilisa.

—Ya  está  ahí,  está  acercándose  lentamente  y  el  momento  se acerca —contestó la anciana.

Las piernas comenzaban a flaquearle a la joven y un terrible dolor de cabeza se le estaba levantando como consecuencia del olor a cera. De repente, los ojos de Alexandra se abrieron de par en par, las piernas se le doblaron completamente y un grito sordo ahogado por una oportuna mano de la anciana sobre su boca no pudo salir de su garganta. La visión que estaba contemplando le heló la sangre. Sergio, demacrado, con enormes bolsas en los ojos, con la vista perdida como si una enfermedad mental lo hubiera enajenado, salía por la puerta de su casa cargando con una enorme cruz de madera y un caldero con agua. La Compaña apareció ante la puerta de la casa, no se sabe de dónde, ni cómo, pero allí estaba. Alexandra temblaba de pánico, no podía ni quería moverse de su escondite. Haciendo un enorme esfuerzo, miró hacia la casa y vio cómo Sergio se situaba al frente de la tétrica procesión que retomaba de nuevo su lúgubre caminar.

—¿Qué es eso? —preguntó temerosa Alexandra, aunque ya conocía la respuesta.

—Eso, querida niña, como ya te expliqué, es la Santa Compaña. Sergio tuvo la desgracia de toparse con ella el día que os perdisteis y el pobre mortal que la encabezaba no dudó en entregarle la cruz y el caldero, así que desde entonces cada noche el joven se ve avocado a encabezar la procesión en contra de su voluntad. No es dueño de la misma, ni su cuerpo ni su mente pueden luchar contra esa fuerza sobrenatural que lo impulsa a encabezar cada noche la procesión. Cada mañana se levanta sin recordar nada. Para él habrá sido una noche como otra cualquiera, sólo que no sabrá el porqué se levanta cada día más y más cansado —contestó la anciana.

—No quería creerlo, me resistía a hacerlo, pero veo que no mentía usted, que no me estaba engañando —aseveró la joven.

—Vamos,  tenemos  que  seguirles  rápidamente —le  apresuró  la anciana—. ¿Y  dónde  está  la  persona  que  tendría  que  venir  contigo? —preguntó de nuevo la anciana.

Y repentinamente, de detrás de un matorral apareció la figura de una joven, más o menos de la edad de Alexandra. Llevaba puesto un vestido blanco de gasa que le hacía una figura grácil, como si levitara. Su rostro reflejaba ternura, candidez, sosiego, paz…

—Me presentaré —dijo la invitada—. Soy Ángela.

Basilisa la miró con cierto recelo. No sabía por qué, pero un escalofrío le recorrió el cuerpo de arriba abajo. Una extraña sensación la invadía pero no podría explicar a qué se debía.

—¡Pues andando! —se apresuró a decir malhumorada la anciana bruja.

Las tres mujeres siguieron sigilosamente a la procesión durante un largo rato. Vieron cómo cruzaban ríos andando sobre las aguas, cómo visitaban diferentes casas anunciando la muerte a alguno de sus inquilinos…, los perros aullaban como si algo sobrenatural los hubiera poseído y ese tremendo olor a cera anunciaba la llegada de la fúnebre procesión. Al llegar al cruceiro que había en el camino que partía del antiguo cementerio, muy cerca del lugar donde habían hecho noche Alexandra y Sergio la fatídica tarde en que se perdieron, Basilisa se paró en seco.

—Esperaremos aquí —les comunicó a las dos jóvenes.

—¿Y  qué  haremos,  cómo  podremos  librar  a  Sergio  de  la Compaña? —inquirió Alexandra.

—De una sencilla manera —contestó la anciana—. Ángela deberá situarse aquí, junto al crucero y esperar a que aparezca la comitiva. En ese instante, cuando se acerque Sergio, Ángela deberá lanzar un conjuro que os diré ahora: «Fuerzas del averno, criaturas infernales, dejad libre a este mortal y su alma liberad».

—¿Y con eso bastará?, es decir, ¿Sergio quedará liberado y no tendrá que salir nunca más con esa terrible comitiva? —preguntó Alexandra.

—Te aseguro que con eso el joven quedará totalmente liberado de su horrible compromiso con la Santa Compaña —aseveró la bruja.

Y dicho eso comenzaron a escuchar los fúnebres cánticos de nuevo, señal de que la procesión se acercaba. Ángela se situó sobre uno de los escalones del cruceiro, mientras que Basilisa y Alexandra se escondieron tras un enorme árbol.

Al instante apareció la funesta comitiva con Sergio al frente. Su aspecto se había agravado todavía más. Su rostro reflejaba el de un moribundo a punto de abandonar este mundo puesto que la de la guadaña no podía aguardar más por él.

En el momento en que Sergio se acercó al Cruceiro, Ángela pronunció el conjuro que Basilisa le había recitado anteriormente. Sin embargo nada sucedió. Sergio continuaba al frente de la Compaña con su aspecto cetrino.

—Repítelo de nuevo —gritó Basilisa desde el lugar donde estaba escondida.

—Fuerzas del averno, criaturas infernales, dejad libre a este mortal y su alma liberad —repitió con más fuerza Ángela. Pero fue en vano puesto que nada cambió y todo permaneció igual.

De repente, con el rostro fuera de sí, hecha un basilisco, la anciana bruja salió de su escondrijo corriendo, lanzándole a Ángela toda clase de improperios ya que el conjuro no había dado sus frutos.

—Te enseñaré cómo se hace, incompetente —gritó de nuevo la enfurecida vieja, y con una enorme fuerza lanzó el conjuro que liberaría a Sergio—: Fuerzas del averno, criaturas infernales, dejad libre a este mortal y su alma liberad.

Súbitamente, los ojos de Sergio recuperaron su brillo, su cordura. Miró hacia Basilisa, le entregó la Cruz y el caldero mientras echaba a correr lo más rápido que pudo en dirección al árbol donde estaba escondida Alexandra.

A la anciana le cambió el semblante. Una expresión de horror apareció en su cara e irremediablemente se encontró encabezando a la Santa Compaña. En un instante, la fúnebre procesión se perdió en el horizonte como si de un mal sueño se hubiera tratado.

Ángela descendió del peldaño del Cruceiro y se dirigió hacia el lugar donde se encontraban ya Sergio y Alexandra. Al pasar por su lado, la joven se lanzó en los brazos de su amado besándolo con una enorme ternura.

—Gracias. Has salvado a Sergio, no sé cómo pagártelo porque no te conozco, jamás te había visto. Esta noche ha sido la primera vez. ¿Quién eres? —le preguntó Alexandra a la joven.

—Soy la respuesta a tus ruegos y oraciones. Durante estos días, mientras pensabas la manera de liberar a Sergio y librarte de tu acuerdo con la bruja, pediste con todas tus fuerzas a Dios que te enviase una señal, una respuesta que te ayudase a solucionar el terrible problema en el que te encontrabas inmersa. Soy Ángela, un ángel enviado por Dios para ayudarte —le dijo la criatura sobrenatural.

—¿Cómo?, ¿qué? ¿Un ángel? —tartamudeó la joven—. ¿Pero, cómo?

—Dios ha visto la pureza de vuestras almas, ha visto la sinceridad de vuestro amor, tu desesperación ante la posibilidad de perder a Sergio entregando tu alma a la bruja y ha querido ayudaros. Basilisa ha recibido el castigo que merecía. Intentó mediante artes oscuras apoderarse de lo más preciado que el ser humano posee, su alma, que es lo que nos diferencia del resto de los seres. Es creación directa de Dios y únicamente le pertenece a Él.

—¿Y cómo es posible que Sergio no te entregase la cruz y el caldero a ti y sí lo hizo a Basilisa si os pudo ver a ambas? —inquirió Alexandra.

—Soy un ángel, con lo cual Dios me protege contra todo mal que pueda existir en este mundo, recuérdalo —le dijo Ángela—. Basilisa al ver que nada sucedía se dejó llevar por la ira, su ansia por lograr hacerse con tu alma le nubló la mente y no vio más allá de lo que estaba sucediendo. Su alma, ese don tan preciado que Dios os ha entregado a los hombres, estaba corrompida por el diablo. Su único fin era hacer el mal. Su desesperación hizo que se olvidase de que si el mortal que guía a la Santa Compaña ve a otro, inmediatamente podrá entregarle la Cruz y el caldero, liberándose de una segura muerte al ir consumiéndose lentamente. Ahora deberá vagar noche tras noche por los caminos como castigo por su maléfica actitud durante todos estos años incluso después de su muerte —continuó diciendo el ángel.

—No sé cómo podré pagarte, cómo agradecer… —balbuceó Alexandra.

—Únicamente os encomiendo una cosa como agradecimiento, pero no a mí, sino a Dios. Durante el resto de vuestra vida, anualmente, tal noche como la de hoy, deberéis encomendar que se oficie una Misa en honor de las almas de los difuntos. Ello servirá para ayudarles a purificarse y que, de esa manera, logren la redención el día de la resurrección final.

Y con esto, Ángela se desvaneció entre los árboles.

Desde ese acontecimiento, anualmente y precisamente de noche, se oficia en la iglesia parroquial del pueblo una Santa Misa en honor de las ánimas de todos los difuntos. Y en el Bosque del Engaño, donde el bien venció al mal y en el que el amor puro fue premiado por el Altísimo, en el paraje donde tuvo lugar el fantástico hecho, se dice que cada año, a la exacta hora en que Basilisa fue captada por la Santa Compaña, se puede ver la fúnebre procesión encabezada por la anciana bruja…

 

trazos relato Rubén Carlos Freire Fernández

 

 Rubén Carlos Freire FernándezRubén Carlos Freire Fernández: «Nací en Vigo hace 40 años. Me licencié en Derecho pero pronto me di cuenta de que la abogacía no era mi camino sino que mi vocación era la escritura y el arte. Dentro del arte mi verdadera pasión es el románico, estilo del que afortunadamente podemos disfrutar en España de un riquísimo patrimonio. Desde hace unos meses soy administrador del blog romanicohispania.blogspot.com.es/ dedicado íntegramente a la divulgación del arte románico. Así mismo, en revistaiberica.com he publicado un artículo sobre la Iglesia Románica de Santa Mariña de Augas Santas, en Allariz (Orense). La escritura es otra de mis grandes pasiones pero nunca me había atrevido a compartir públicamente mis relatos. También desde hace unos meses me decidí a hacerlo, a plasmar negro sobre blanco todas esas historias que llevo dentro y mis más personales e íntimos pensamientos en el blog: grandesesperanzass.blogspot.com.es».

 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martinez ©

  Biblioteca relato Rubén Carlos Freire Fernández

TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

margencero-img Los burros, por Ivette Guevara. En Margen Cero (Cuentos 4 – 2003)
margencero-img El castillo de la Piedra Bermeja, por Pablo Sanz. En Margen Cero  (Novela y Relato largo – 2002)
margencero-img El mundo y la mariposa (hiperbreves), por Emanuel S. H. Marín. En Margen Cero (Relatos 6 – 2005)

Revista Almiarn.º 69 | mayo-junio de 2013MARGEN CERO™

 

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