relato por
Ramón Campanero Fernández

 

Y entonces me sentí libre y seguro
en mi locura: la libertad de la soledad
y la seguridad de nunca ser comprendido,
pues quienes nos comprenden
nos convierten en esclavos.

GIBRAN KAHLIL GIBRAN, El loco.

 

E

ra la víspera de Nochebuena del año pasado cuando, en una de las calles más angostas y abandonadas de la ciudad de Valladolid, un muchacho esperaba a que el reloj diese las siete de la tarde. Este joven, que no llegaba a los veinte años, no podía presumir de altura, aun sin ser bajo del todo; era ancho de espaldas y robusto de barriga, pues tanto le gustaba levantar peso en el gimnasio como zampar; sus movimientos, rígidos, torpes y nada flexibles; en su cabeza sus ojos castaños y su afilada nariz se las apañaban como buenamente podían para sobresalir entre tanto pelo, pues el chico, que ya de por sí era velludo, lucía un flequillo negro y una barba voluminosa que le nacía a pocos centímetros de sus párpados inferiores. Este pintoresco chaval esperaba, como ya hemos dicho, a que diesen las siete de la tarde, y lo hacía con visible estrés, dando nerviosos golpes de tacón al suelo y mordiéndose las uñas; en verdad estaba angustiado.

A las siete apareció en la calle una muchacha rubia tan alta, tan ancha y tan robusta como él, una joven presumida que, a pesar de asemejarse a un fortachón barbudo, se tenía a sí misma como a la diosa Venus. El chico, al verla, fue a reunirse con ella, y no se separaron hasta media hora después. En ese breve intervalo tuvo lugar una acalorada discusión: ambos se tenían ganas, ambos ardían en deseos de proferirse puñetazos y patadas dialécticas, de desahogar en las palabras todas las pestes que habían sufrido el uno a manos del otro. Resultado de ello fue que se despidieron, entre insultos, como expareja. Media hora les había bastado a aquel chico y a aquella chica para terminar con una relación de dos años de duración. Al marcharse él, y no sin dificultad, pues sus piernas temblaban como flanes, no pudo menos que preguntarse si tan dulce relación había sido merecedora de tan amargo final. Pero como no le gustaba atorarse con preguntas ciertamente complejas, acabó por responderse, habiendo reflexionado lo más mínimo, que así tenía que acabar.

No narraría este agrio episodio si no fuese relevante para el asunto que nos cierne. Este joven, al que llamaré Calisto para preservar su identidad ―escojo este nombre porque desde la lectura de la obra de Rojas he deseado llamar así a algún personaje―, me telefoneó para comunicarme la desgracia una vez ocurrió. A las nueve y media de la tarde, y con el estómago alimentado por la cena, pues el disgusto no había saciado su apetito, Calisto vino a reunirse conmigo en una cervecería donde servían cerveza de trigo alemana, una taberna que, dada su proximidad a nuestros domicilios particulares, frecuentábamos a menudo.

―Y bien, ¿cómo ocurrió? ―le pregunté a Calisto.

―Fue horrible. Nos dijimos cosas espantosas. Parecíamos salvajes empleando los términos más aborrecibles del diccionario. Nos tenías que haber visto. La tenías que haber visto a ella, Román, escupiendo serpientes con los ojos desorbitados. Su cara roja de la rabia, y al despedirnos, ¡ay!, me maldijo… ¡y rió! ¡Y qué risa tan terrible!

Se hizo un silencio. Mi buen amigo Calisto había dicho estas palabras con enorme dificultad. Su voz temblaba y vacilaba. ¿Por qué temblaba su voz? No sabría decir exactamente. Se le veía impresionado, al borde del abismo. Parecía estar a punto de romper en llanto.

Conocí a Calisto a mis quince años, el momento en el que la flor llamada adolescencia presume de los colores más radiantes y de las fragancias más dulces. Era la edad en la que el mundo se abría ante nosotros, y nosotros deseábamos probar su sabor. Era edad para descubrir.

La inmensa cantidad de afinidades que había entre nosotros nos unió. Compartíamos gustos y, sobre todo, compartíamos ambiciones. Desde que nos conocimos, nuestras vidas siguieron sendas paralelas, protagonizando historias de desenfreno con alcohol, drogas y sexo ―si entendemos por «alcohol» dos botellines de cerveza, por «drogas» un paquete de tabaco y por «sexo» miradas lascivas―. Nos sostuvimos en momentos de dificultad y nos realzamos en tiempos de alegría. Nuestra muy intensa amistad había perdurado hasta las puertas de la veintena, hasta nuestros diecinueve años.

¿Qué se podría decir sobre mí? Yo era un chico alto y de espaldas anchas, aunque de caderas anchas también; lucía una discreta barba que me preocupaba en arreglar; mis largas patas finalizaban en largos pies; acusaba una alopecia tan galopante como precoz que no traté de combatir o disimular, aceptándola con la mayor de las naturalidades; sobre mi atractivo físico no había nada establecido, pues mientras unas me consideraban guapo y otras veían en mí un crimen contra la vista, las más permanecían indiferentes. Era una persona, como me dijeron muchas veces, muy sensible, aunque de ánimo generalmente alegre; yo creía, sin embargo, que no adolecía propiamente de una sensibilidad muy desarrollada, sino que no ocultaba lo que otros escondían. Adoraba las montañas y los mares, los ríos y las playas, los bosques y las llanuras; como Goethe, veía en la Naturaleza la mejor obra de arte.

A medida que Calisto y yo habíamos perdurado nuestra amistad en el tiempo, había advertido que, aun creyéndonos tan semejantes, ciertas diferencias iban brotando entre ambos. Poco a poco se me hizo evidente que a pesar del paralelismo que había entre nuestras vidas, no dejaban por ello de ser vidas distintas. Él seguía su camino y yo seguía el mío, y aun por próximos que pudiesen parecer eran caminos diferentes. Esas diferencias que brotaban entre nosotros se debían al modo en que caminábamos nuestro camino, la manera en que vivíamos nuestra vida, y constituían las fronteras de nuestra personalidad.

Quiero recordar que nos encontramos en la víspera de Nochebuena, en el mes de diciembre. Unos meses antes, a comienzos de septiembre, Calisto y yo vivimos la que muy seguramente fue la época más armoniosa de nuestra amistad, rebosante de plenitud. En cuanto a la familia, todo estaba en orden; respecto a la economía, no podíamos quejarnos del estado de nuestras huchas; en lo que a la amistad se refiere, Calisto y yo formábamos parte de un grupo de amigos un par de años mayores que nosotros con los que nos divertíamos muchísimo; y, por último, nuestra situación amorosa irradiaba felicidad, pues ambos nos encontrábamos saliendo con las que entonces eran las chicas de nuestros sueños.

Esta época de plenitud resultó ser un espejismo. Sí, es cierto que, mientras la ilusión duró, el regocijo fue inmenso. Pero no fue más que eso, una ilusión. Yo, que jamás rehusé en seguir mi camino, fingiendo falsas alternativas, empecé a ver cómo me distanciaba de todas estas cosas. Pero lo analizaré más adelante.

Ahora estaba en aquella cervecería con mi amigo Calisto, que me había detallado los pormenores de su ruptura. Como decía antes, le veía al borde del abismo, acechado por penumbras, temeroso, quizás, del porvenir. Me había pintado el suceso con colores funestos. Sin embargo, yo creía que las sombras que oscurecían su rostro no se debían a la ruptura con su novia, o al menos no de manera directa. En un punto de la conversación, me dijo:

―Uno está acostumbrado a follar día sí y día también, y ahora va a tocar apañarse con la diestra.

Estas palabras, aun por triviales que pudiesen parecer, vinieron a confirmar cierta sospecha que yo tenía. Para entenderme conviene recordar algo que ya he dicho: entre Calisto y yo cada vez brotaban más diferencias, y si yo, por mi parte, no rehuía mi camino, aquellas palabras se me antojaron una ofensa contra sí mismo, lo que me situó, de manera inmediata, a dos pasos de él, provocando que lo mirase con una repulsión involuntaria. Mi sospecha, ya confirmada, era la siguiente: Calisto temía la soledad.

Ni una vez lo había visto solo: siempre estaba colgado de los pétalos de alguna rosa. Pero una vez conoció a su novia ―ya expareja― las conquistas y los flirteos cesaron. Por eso, al no tener a quien aferrarse, Calisto se vio arrojado a las frías aguas de la soledad y, como no sabía nadar en estas aguas, temió ahogarse. Lo que a mí me parecía una ofensa contra sí mismo era precisamente esto, pues su miedo a la soledad caminaba de la mano de un autodesprecio que lo cegaba, impidiéndole ver que podía encontrar en sí mismo el mejor apoyo. Consecuencia de este miedo fue que la relación de Calisto consigo mismo se concibiese en términos de repugnancia y aborrecimiento. Temiendo la soledad no hacía sino temerse a sí mismo, y, por tanto, huyendo de la soledad no hacía sino huirse a sí mismo.

Poco más nos dijimos aquella tarde en la cervecería. Al despedirnos, acordamos vernos al día siguiente, cuando saliésemos de fiesta con los demás compañeros de nuestro grupo. Luego nos separamos, y regresé a mi casa con gesto contrariado. Notaba una doble repulsión: por un lado, contra Calisto, por lo ya dicho; y, por otro lado, contra mí mismo, por sentir repulsión contra mi buen amigo. Era consciente de la sarcástica paradoja que ocupaba lugar en mi fuero interno.

El sentimiento de repulsión contra mí mismo me dio mucho que pensar. Sentía que debía sincerarme con él, pero sabía que si le confesaba a mi amigo mi sentimiento se impresionaría, nos distanciaríamos y me juzgaría moralmente mezquino. Quise acordarme entonces de Oscar Wilde, cuya lectura había envenenado mi pensamiento. Wilde decía: «Ser bueno consiste en estar en armonía consigo mismo. Y no serlo es verse forzado a estar en armonía con los demás». Esto era precioso, fantástico, maravilloso. Sin embargo, ¿cómo puede uno estar en armonía consigo mismo cuando se está siendo constantemente observado y juzgado por los demás? ¿Cómo puede uno no verse forzado a estar en armonía con todos aquellos sin los que no puede vivir, una sociedad de la que no puede prescindir?

Al día siguiente, por la mañana, sentí ganas de practicar deporte. Tras debatirme entre ir al gimnasio o salir a correr por la calle, me decidí por lo segundo. Quería distraerme, y sabía que en el gimnasio esa distracción no me era posible, pues podía encontrarme a varios conocidos míos.

Al gimnasio me había apuntado hacía tres años, junto a Calisto y otros dos amigos de nuestro grupo. Buscábamos por entonces la definición de los músculos, pues veíamos en un abdomen trabajado y unos brazos voluminosos las claves para adueñarnos del mundo. Pero a día de hoy sólo permanecía yo, pues los otros se habían ido borrando.

Cuando regresé de la carrera, mi madre me preguntó:

―¿Volverás algún día al gimnasio?

Esta pregunta, tan aparentemente inocente, tenía mucho trasfondo. A mi madre no le interesaba lo más mínimo el aspecto de mis bíceps. A mi madre le preocupaba estar pagando a lo bobo la cuota del gimnasio, y le preocupaba con razón, pues, sin darme cuenta, hacía dos semanas que no lo pisaba.

―Mañana iré ―mentí.

Poco después, cuando, habiéndome duchado y limpiado de sudor ya, me encontraba relajándome mientras escuchaba música, el teléfono sonó. Es hora de hablar de Josefina, aunque este nombre no sea sino el pseudónimo que me permitirá presentar a mi novia sin delatar su identidad.

Josefina era una chica menuda, cabello oscuro, ojos feúchos, mirada malvada por momentos, sonrisa de oro y carcajada de gatillo fácil. Unas veces pecaba de ingenua y otras se me antojaba sumamente retorcida. A pesar de lo soñadora que era y las metas a las que aspiraba, actuaba siempre según el qué dirán. Era presumida hasta la saciedad y estaba enfermizamente obsesionada con su aspecto físico. Consideraba que la elegancia era algo que había que comprar, y veía en su cuerpo un complemento más de la moda; aunque no la culpo, pues su madre competía con ella por ver quién aparentaba ser más joven.

No sé qué diligencias del destino nos llevaron a dos personas tan diferentes a conocernos, pero tanto se encabritó la providencia que nos acabó por juntar. Nos presentó una amiga común tres años antes. No nos enamoramos inmediatamente; o eso creímos. Durante un año escaso mantuvimos una estrecha amistad. Luego, comenzamos a sentir afectos muy superiores a ese compañerismo. Nos aventuramos juntos hacia la pasión, y durante todo un año mantuvimos un noviazgo en estricto secreto. Al tercer año dimos a conocer públicamente nuestro amor, lo que no dejó indiferente a nadie. He aquí, además, una muestra más del enorme paralelismo que había entre Calisto y yo, y que no conviene dejar de recalcar: hacía dos años que Josefina y yo estábamos enamorados, justo el tiempo que mi amigo y su novia llevaban juntos hasta su ruptura el día anterior.

Cuando descolgué el teléfono y escuché la voz de mi novia, intuí que me enfrentaba a una insípida conversación de al menos media hora, una de esas conversaciones sosas y desprovistas de interés que, desde hacía varios días, formaba parte del único tipo de coloquios que sabíamos mantener. A mí esto me inquietaba y me preocupaba. Me preguntaba cómo habíamos podido caer en ese pozo de aburrimiento, cómo había sido posible tal pérdida de interés. ¿Habíamos sido presa de la monotonía; se había apagado, acaso, la llama de nuestra pasión? Y si las respuestas a estas cuestiones eran afirmativas, ¿adónde había ido a parar nuestro amor? ¿Habíamos dejado de amarnos, o nos amábamos pero de manera diferente?

A estos interrogantes me enfrentaba yo diariamente. Josefina, por su parte, aceptaba nuestra situación como algo puramente normal. Era natural, solía decir, pues la pasión no dura para siempre. Sin embargo, lo que a mí me incomodaba era que la pasión no fuese la única parte afectada. Yo, recelando de nuestra situación, iba más allá y me cuestionaba por la salud de nuestro amor.

Pero en estos océanos de enigmas buceaba yo solo, pues Josefina me observaba desde la orilla de la indiferencia. Y esta indiferencia, ¡ay!, me hacía verme a mí mismo como a un pobre desamparado, un bobo marginado, ¡y conseguía hacerme sentir solo en el mundo! ¡Ah, es tan terrible la soledad cuando se la infunden a uno! A mí, he de decir, no me atemorizaba la soledad, al contrario que Calisto, siempre y cuando esa soledad hubiese sido libremente escogida por mi propia mano. Pero el pasotismo de Josefina me hacía sentir solo, y me veía atormentado por una soledad a la que no había recurrido.

En aquellos momentos de reflexión solitaria en los que me preguntaba si los vientos del amor seguían soplando y guiando al navío de nuestra relación, o si, por el contrario, íbamos a la deriva, arrastrados por los abismos de la fatalidad, recordaba a menudo, con triste nostalgia, los días en los que nuestro amor aún gateaba. Eran frecuentes en nosotros dulzuras a día de hoy desaparecidas. Recordaba cómo, cuando nos ocultábamos ante el mundo, nos inspiraba cierto vértigo el mero hecho de caminar juntos por la calle, buscando siempre los momentos y los lugares en los que nos podíamos querer a escondidas y sin peligro de ser descubiertos. Recordaba las noches en vela que pasé escribiéndole versos a su sonrisa, y la graciosa manera en que sus mofletes se incendiaban al leerlos. Recordaba el estremecimiento que sentí cuando nos besamos por primera vez, y recordaba, sobretodo, cuando le confesé mi amor, pues mi vida pendía entonces de su respuesta.

El carácter pretérito de todas esas mieles no era lo que me inspiraba tristeza, sino el haberlas desterrado de nuestro día a día. Josefina seguía obrando con la mayor de las naturalidades, siendo irónico que esta naturalidad consistía en una veneración a la superficialidad. Ya no hablábamos sino de asuntos fugaces, banales y vulgares, a los que concedíamos una importancia inmerecida. Apenas si manteníamos alguna conversación interesante, y mientras a mí se me antojaba evidente el distanciamiento entre ambos, ella no parecía advertir el naufragio de nuestro amor.

Como andaba diciendo antes, descolgué el teléfono e identifiqué la voz de mi novia. Tras saludarme y comunicarme, de la forma más corriente y anodina imaginable, lo mucho que me quería, se entusiasmó sobremanera cuando empezó a hablar de los rumores más frescos.

―¿Sabes que Fulano y Mengana se han enrollado? ¡Sí, sí! No te lo crees, ¿verdad? Yo tampoco me lo creía cuando me lo contaron. ¡Es tan fuerte! ¡No pegan nada! Es decir, o sea, son tan diferentes: él viste tal y ella viste cual…

Pero no nos interesa conocer estos detalles. Después de los cotilleos, Josefina me preguntó:

―¿Esta noche sales?

―Sí. Iré a dar una vuelta y a tomar algo con los de siempre.

—¡Perfecto! Pues esta noche nos vemos, que yo también salgo a dar una vuelta y tomar algo con las de siempre.

Entre unas cosas y otras la noche cayó. Me duché, me aseé, me perfumé y me vestí una ropa que conjugase el buen ver con la calidez, pues no olvidemos que nos encontramos en diciembre y las horas sin sol son, cuanto menos, difíciles. Luego salí a la calle y me dirigí al punto de encuentro que mis amigos y yo habíamos establecido. El primero en aparecer fue, como siempre, Calisto. Al verlo recordé nuestra última conversación, y me sorprendí observándole desde cierta lejanía. Aquello me impresionó, pues era la primera vez que me ocurría. Lo contemplaba con ánimo juzgador, acusador y, sobre todo, desacreditador.

En ese momento, noté cómo mi alma se agitó en una suerte de estremecimiento: supe clarísimamente que trataba de comunicarme algo; pero qué quería decirme, esto pertenecía al vasto terreno de mi amplia ignorancia.

El resto de mis compañeros terminaron por llegar, fieles a su habitual impuntualidad; debían de tener los relojes a deshora, los pobres. Después de los saludos y de algunas bromas, fuimos directos a un primer tugurio a empinar el codo.

Formaba parte de este círculo de amigos desde hacía poco más de dos años. En un primer instante, conocí a uno de los integrantes, Cándido, e hice muy buenas migas con él. Fue Cándido quien comenzó a introducirme entre sus amigos del círculo, y no tardé en ser uno más de ellos. Calisto se adhirió conmigo, debido a nuestra estrecha vinculación. Los miembros del grupo, a pesar de ser dos años mayores que nosotros, eran sumamente agradables y divertidos, y viví muy buenos momentos con ellos.

Pero aquella noche fue diferente. Me sentí enajenado en todo momento. Una vez estuvimos todos reunidos, las conversaciones que se mantuvieron me resultaron extrañas y anodinas, y consecuencia de ello fue mi poca participación en los coloquios. Una vez más, mi alma se agitó; una vez más, no logré comprender a mi alma.

De un antro mediocre pasamos a un antro malo, y de un antro malo, a uno peor. Esa noche el jolgorio imperante se me resistía. Observaba, sin embargo, la diversión de mis amigos desde una posición escudriñadora. Me interesaba comprender su manera de comportarse, regidos por la ebria felicidad del sábado por la noche, y advertí en ellos aspectos en los que antes no había reparado.

Denuncié que los jóvenes de mi edad concebían el valor de una persona en términos de fama; y era esta una fama conquistada a partir de apariencias; así, todos se esforzaban en engordar su fama para ver crecer su valor, y para ello mentían todo lo que hiciera falta. Veía a mis amigos saludando de muy buena gana a todo aquel con quien se cruzaban. Era una competición por ver quién saludaba a más gente y quién era saludado más veces. Dado un momento durante la noche, Tolomeo, el más cansino de entre mis amigos, me abordó y me dijo:

―¿Has visto cuánta gente me conoce? ¿No soy yo el jefe de este grupo, no soy yo el líder? ¿No soy yo, acaso, quien la tiene más grande?

―No sé si eres el rabo más grande o no, Tolomeo, querido, pero sí sé que eres el más feo y que tu aliento apesta ―le respondí con sinceridad y él, debido a la cogorza, se lo tomó a chiste.

Así, para lograr fama, o valor, había que ganarse la simpatía de los demás, y como uno no podía llevarse bien con todo el mundo siendo honesto, esto se hacía posible desde un juego de apariencias unánimemente aceptado. Al ver a los chicos, revestidos y remilgados, y a las chicas, repeinadas y maquilladas, no veía sino artificios: sonrisas de plástico, ojos sin luz, miradas inertes y demás sacrificios realizados en pro de una cierta belleza de garrafón.

¡Ah, no aguantaba más! No sabía qué me sucedía en aquel momento, por qué sentía tanto tedio y tanta repugnancia, pero acabé por ceder. Telefoneé a mi novia, esperanzado en que ella supiese calmarme. Me dijo que me acercase al tugurio de nombre tal, pues era allí donde se encontraba.

Al llegar la vi, junto a dos amigas más, colgada del musculoso brazo de un rubio que, lo prometo desde mi más noble sinceridad, era poseedor de la mirada más estúpida que vi nunca. Josefina y sus amigas estaban fotografiándose con él. Aquello no me ponía celoso, pues todos los jóvenes de rostro más o menos corriente solían arrimarse, en mayor o menor medida, a gente de cara bonita, y presumir luego de ello, generalmente en redes sociales; la belleza de garrafón, una vez más.

Al verme aparecer, Josefina se me acercó y, palpándome el brazo, me dijo:

―Ya podría ser tu bíceps como el de ese rubio.

Esas palabras fueron la guinda sobre el pastel aquella noche.

Mi alma se agitó nuevamente, pero con una ferocidad tal en esta ocasión que comprendí al fin lo que trataba de decirme: ¡me rogaba que saliese de aquel circo, que me alejase de toda aquella parafernalia! ¡Me suplicaba encarecidamente que les diese la espalda a todos esos actores que, embadurnados en un disfraz, representaban un papel! Me vi de pronto en una encrucijada: ¿a quién debía yo obedecer: a mi alma o a mis jueces? ¿Era preferible atender a las voces de mi interior o a las recomendaciones del exterior? ¿Cuál era, a fin de cuentas, el camino más directo a la locura y cuál el que daba un mayor rodeo? Pues veía que ambas opciones concluían en la insania: en un caso se trataba de una locura de redil, un loco entre locos; y, en el otro caso, un loco juzgado demente por demás pirados. ¡Ah!, ¿por qué el destino no habría de reservarme a mí también una máscara que lucir en semejante carnaval?

Así, pues, las palabras de Josefina se me antojaron tan esclarecedoras como desafortunadas, y, encolerizado, le grité:

―Ya podrías tú ser como tú misma y no como un simple maniquí, el pelele de una pantomima estúpida e irreflexiva.

Fue gracioso que Josefina, impresionada por lo enérgico de mi respuesta, se ofendiese y, retrocediendo dos pasos, me dedicase una mirada llena de desprecio con unos ojos humedecidos en lágrimas de orgullo. Pero más gracioso fue lo que ocurrió a continuación: el rubio de brazos de hierro y cuello de toro se acercó hasta nosotros y se colocó entre ambos; había escuchado mis gritos y había atisbado lágrimas en Josefina; y, finalmente, echando la cabeza hacia atrás, mirándome con aire desafiante, me preguntó:

―¿Está todo en orden?

―Sí, por supuesto ―respondí, y añadí―: Yo ya me iba.

Al marcharme, observé a mi novia dirigirme una mirada de asco mientras se escudaba en los brazos de aquel tipo de músculos desarrollados y cerebro extraviado.

Vagué errante durante toda una hora por las calles y los rincones que solía frecuentar en los días de fiesta, reflexionando en todo lo que me había pasado aquella noche. ¿Cómo había llegado a esa situación? Algo había quebrado. Advertía, de alguna manera u otra, que las formas en las que lograba divertirme antes, el alcohol y los bailes, mis compañías, tanto Calisto como mi grupo de amigos, y mi gran amor, Josefina, quedaban situados ahora muy lejos de mi vera, que los puentes que había construidos entre todo eso y yo habían sido derribados. Me sentía en un mundo completamente diferente; mas ¿qué mundo era éste? ¿Dónde me encontraba yo ahora?

Atorado, me dejé caer en las escaleras de un portal. Delante de mí, el estridente y agobiante ruido que se escapaba de un local me había arrancado de mis pensamientos. Era algo horrible la música de aquel sitio: denigrantes letras cantadas en ritmos latinos donde yo veía la derrota de la cultura y la degradación de todo cuanto de elevado hay en el hombre.

Un individuo, un anciano espigado y trajeado, de cabellos grises y ojos brillantes, volvía paseando hasta su casa, en cuyo portal me encontraba yo sentado. Al verme, debió leer en mi expresión las contiendas de mi interior, pues sólo así se explica lo que me dijo:

―Mi padre, que en paz descansa, fue testigo en su juventud de un invento que él consideraba artilugio del diablo: el jazz. Mi padre, que acudía a las salas públicas a escuchar las genialidades de Mozart o Liszt, veía en el jazz algo horrible. Creía que esa música despreciaba la divinidad del hombre. ¡Qué sorpresa se llevaría de escuchar esta nueva música, el reggaetón, y de comprobar que hoy el jazz es un género de minorías, considerado culto! ¡Je, je, ji!

Abatido, regresé a mi casa. Sin embargo, al acostarme entre mis sábanas, advertí un relampagueante destello de esperanza: me sentía abatido, vencido y derrotado, pero me sentía también incalculablemente motivado para revertir la situación.

En los días siguientes, la literatura resultó ser la Estrella Polar de mi vida. Los libros y las inmortales enseñanzas de los escritores jugaron un papel tan protagonista como fundamental. Le dediqué tal cantidad de horas a la lectura que el típico y agradable olor a página desgastada se adhirió por completo a mí, confundiéndose con mi aroma personal.

Tanto tiempo de dedicación no fue en vano, pues me sirvió para aprender valiosísimas lecciones que jamás olvidaría. Aprendí, de manera directa, guías e instrucciones para poder seguir mi camino sin perderme; y aprendí, de manera indirecta, técnicas para juzgar y evaluar todo cuanto se presentase ante mí. Pero los libros me enseñaron, sobre todo, la imperante mediocridad con que están empedradas las calles.

Poco a poco fue tomando lugar la transición entre lo que había sido hasta entonces mi mundo, mi manera de vivir, y el nuevo horizonte que se abría ante mis ojos. Los primeros pasos de esta transición estuvieron marcados por cierta desazón: contemplaba, descorazonado, todo aquello que dejaba atrás, y en lo venidero no veía sino tinieblas y oscuros nubarrones de incertidumbres. Pero a medida que avanzaba, acompañado por las impagables enseñanzas de la literatura, dejé progresivamente de mirar al pasado y afronté la aventura del nuevo mundo con decisión, coraje y, ante todo, ilusión. Ahora miraba hacia delante con el corazón rebosante de esperanza. Había depositado grandes expectativas en la expedición y la exploración de los senderos que se extendían ante mí, pero no tanto por la calidad de los mismos y las dichas o desdichas que me podía encontrar en ellos, pues intuía que esto era ajeno a mí y que cualquier esfuerzo por dominarlo resultaría estéril, sino porque me sentía más dueño de mis propios pasos que nunca; es verdad que había camino, pero era yo quien caminaba.

El primer gran cambio que experimenté tuvo que ver con Josefina, mi novia. Nunca habíamos peleado de la manera en que discutimos en el episodio que he narrado unas líneas más arriba. Ella no logró olvidar la ofensa de aquella noche, recriminándome ya no sólo mis palabras  sino el hecho de que jamás me disculpé.

―Que sepas que el rubio mazado aquél se portó genial conmigo esa noche, preocupándose por mí sin apenas conocerme, mientras que tú, o sea, mi novio, te marchaste sin pedir perdón. Estuve a punto de enrollarme con él, y deberías agradecerme que no lo hiciese ―me observó Josefina en cierta ocasión.

―Mi amor, me siento agradecido, incluso bendecido, cuando contemplo una bella puesta de sol, no por esto que me dices ―le repliqué.

Si nuestra relación, antes de esa fatídica noche, ya atravesaba un momento crítico, ahora, lejos de haber mejorado, cayó en un pozo tan profundo del que no parecía haber vuelta atrás. Reinó en nosotros la discordia, y allí donde antes había afectuosas ternuras había ahora miserables hostilidades. Advirtiendo este estancamiento, creí que ya no había tirita alguna capaz de curar heridas tan irreparables. Así, pues, mientras mi novia seguía obrando como la compañera sentimental modelo de cara al público, a pesar de que cargaba con veneno los dardos que me lanzaba cuando nos hallábamos en intimidad, yo opté por el adiós como mejor resolución.

Fue una decisión muy difícil de tomar. Sabía que, al desprenderme de su lado, me estaba separando de una gran cantidad de recuerdos y también de costumbres, y, por lo tanto, de una parte de mi propio ser.

La firmeza con la que tomé esta decisión y la serenidad con la que afronté sus consecuencias fueron puestas únicamente de mi parte. Josefina, a pesar de haber adoptado un trato áspero y arisco para conmigo, fue presa de un miedo irracional cuando previó el punto y final de nuestra historia. Aferrándose a la nostalgia, apeló a nuestras más bellas memorias para evitar la debacle.

Pero no le funcionó.

Al verla marchar, pude ver claramente cómo caminaba a su lado el fantasma de nuestra relación, el espectro de todo lo que vivimos juntos. Esto me horrorizó y me puso los pelos de punta, emocionándome hasta el punto de llorar. Aún hoy, en algunas noches de invierno, cuando el viento ruge, los árboles murmullan y la luna gobierna en el exterior, y el fuego de la chimenea crepita en el silencio sepulcral de la habitación, sigo recibiendo las visitas de este fantasma.

No sé qué fue de ella. Se marchó de Valladolid, creo, aunque no sé muy bien adónde. Sus estudios la llevaron a otra ciudad, tal vez Barcelona o Salamanca, o incluso fuera del país, no lo sé, quizás Londres o quizás Chicago.

Cuando, al describir a Josefina, afirmé que poseía grandes sueños, era verdad; pero no era menos cierto otra cosa que dije: que actuaba según el qué dirán. Así, aun por bonito que pudiera parecer su traslado de ciudad, persiguiendo de esta manera sus sueños, yo siempre creí que se marchó principalmente no por estudios sino por cobardía. Nuestra ruptura fue, a ojos de los demás, un acontecimiento inesperado, pues ella, como ya hemos dicho, se esforzaba por pintar nuestra relación con los colores más perfectos, fingiendo una normalidad que no existía; es por eso que, al romper, ella se convirtió en la comidilla de todos aquellos a quienes engañaba, y le tocó sufrir mucho más de lo que podía aguantar.

Es bien sabido que el tiempo pone a cada uno en su sitio. Ahora bien, esta es una verdad a medias. No es el tiempo lo que nos sienta en los tronos que nos merecemos sino nuestras propias decisiones, todo lo que elegimos y todo lo que dejamos de elegir. El tiempo es el medio que permite que esto ocurra. Dicho de otro modo: cada uno recoge los frutos de lo que siembra. Algo así le ocurrió a Josefina.

Pero mi novia no fue el único gran cambio que experimenté en aquella sustitución de paradigmas.

Tenía las horas contadas como integrante del círculo de amistad con el que había pasado tan buenos momentos. Me aburría su simplicidad: frecuentábamos siempre los mismos antros, quedábamos siempre a la misma hora, jugábamos siempre a los mismos juegos, hablábamos siempre de los mismos temas, reíamos siempre las mismas bromas, nos narrábamos siempre las mismas anécdotas… Es cierto que esta repetitividad me agotaba, pero fue su incansable afán por esta monotonía lo que me acabó por separar de ellos: seguían adorando hacer lo mismo una y otra y otra y otra vez.

Cándido fue la rama más resistente en la poda de este árbol. Había sido él, como creo haber dicho en otro momento, el primer miembro del grupo al que había conocido, y siempre fue con el que tuve mayores confianzas. Solíamos quedar y dar paseos o tomar café para ponernos al día en nuestros asuntos o confesarnos nuestras preocupaciones. Fue él, de hecho, el único compañero del grupo al que vi de manera aislada.

Pero cuando comencé a dedicarle a la literatura horas y horas diarias de tiempo, me despreocupé en cuidar nuestra amistad. Las pocas veces que hablábamos surgían de su iniciativa propia, y en esas conversaciones me pedía ayudas y consejos a los que yo, debido a mi distracción, no supe corresponder.

Una vez coincidimos por la calle. Él paseaba del brazo de una chica, algo desgraciada de aspecto la pobre, aunque de seguro buen corazón, chica a la que le regalaba mientras caminaban unas ternuras muy empalagosas. Al verme, me saludó con mucho énfasis:

―¡Ah, Román, hace mucho que no sé de ti! ¿Qué tal te va todo? ¿Dónde andas escondido estos días? Mira, te presento a Fredegisia, ¡mi novia! Es encantadora. Pero chico, ¡qué alegría volver a verte! ¿Qué estás estudiando?

―Humanidades ―respondí.

―¡Oh, fantástico, precioso! ¡Di que sí, que las Humanidades son indispensables para todos! En fin, muchacho, te veo genial.

Algún tiempo después, y por vías que me son imposibles de adivinar, llegaron a mis oídos las palabras que Cándido le dirigió a Fredegisia una vez nos separamos:

―¿Humanidades? ¡Bah, me río yo de las Humanidades! ¡Valiente bobo! Las Humanidades son inútiles, no hacen riqueza ni tienen salidas al mercado laboral. ¡Humanidades, pero a quién se le ocurre…! ¿Y te has fijado en lo demacrado que estaba? Más feo, más gordo y más calvo…

Después de este encuentro fortuito ambos descuidamos por completo nuestra amistad, hasta que acabó por evaporarse.

En cierta ocasión, cuando ya había ocurrido todo lo que he narrado hasta ahora, me fijé en que mi reloj de muñeca se había parado. Llevaba puesto este reloj todos los días desde hacía cuatro años. El motivo: había sido el objeto con el que Calisto me obsequió en mi primer cumpleaños tras la fundación de nuestra amistad. Desde entonces ese reloj había adornado siempre mi muñeca izquierda, informándome con minuciosa precisión de la hora cada vez que miraba sus agujas. Pero ahora esas agujas se habían detenido y la pila del reloj se había agotado. ¿Y qué es un reloj sin su tic-tac? Poco menos que un cadáver.

¿Y qué es una amistad sin un sano y sincero interés? Poco menos que un reloj sin su tic-tac.

Una vez, mientras bebíamos cerveza alemana en la cervecería del comienzo del relato, Calisto me hizo la siguiente observación:

―Tu muñeca está desnuda. ¿Ya no llevas el reloj?

―Se agotó su pila y sus agujas se detuvieron.

―Bueno, pero le puedes cambiar la pila, ¿no es así?

―Sí, supongo que sí. Supongo que los relojes, a diferencia de otras muchas cosas en esta vida, tienen esa suerte: basta cambiar su pila cuando se estropean para que sigan funcionando ―dije estas palabras con un gesto meditabundo que Calisto no pasó por alto.

―¿A qué te refieres? ¿Ocurre algo?

―No, no es nada, no te preocupes ―sentencié.

Pero sí ocurría algo: ocurría que nuestras vidas, hasta ahora y desde hace cuatro años tan paralelas, comenzaban a bifurcarse.

Acabé por distanciarme de él de la misma manera que había ocurrido con Josefina, Cándido y el resto de mis compañeros, pero no tan inmediatamente. Seguíamos viéndonos y charlando bastante a menudo; al fin y al cabo, nuestra amistad fue un lazo muy especial y muy intenso. Pero estos encuentros resultaban ser tediosos y las conversaciones, insulsas. Yo no dejé de sentir cierta repulsión hacia él, y a esto se suma que, cuando estábamos juntos, mi alma se retorcía exigiéndome que me separase de él.

En ningún momento me he declarado un buen amigo, ni lo voy a hacer en las próximas líneas. Veía a Calisto pudrirse en oscuros abismos, lo veía seriamente atormentado por la soledad, y, aun así, me aparté de él. Creía que su sufrimiento se lo provocaba en realidad él mismo, en tanto que no dejaba de huirse ni de odiarse, y daba igual cuanto le pudiese decir para que se reconciliase consigo mismo, pues mis palabras le entraban por un oído y le salían por otro.

Una vez rompió con su novia, su primer impulso para evitar la soledad fue disfrazarse de Casanova los fines de semana por la noche, y me convenció para que lo acompañase de escudero. Pero no logró una sola conquista; yo, sin embargo, su escudero en estos romances de usar y tirar, me desperté en un par de ocasiones en camas que no eran la mía. Calisto, frustrado por sus fracasos y receloso de mis victorias, acabó por sumirse en una honda desesperación. Así, empezó a evocar muy frecuentemente su antiguo amor.

Estas evocaciones se producían, al principio, entre injurias y palabros. Se quejaba con sinceridad de lo muy dispares que eran sus gustos y de la intolerancia con que ella se dirigía hacia sus aficiones, y decía alegrarse de que todo eso se había acabado y de que era libre. Pero estas evocaciones, al principio hostiles, comenzaron a verse bañadas de nostalgia.

Pero ¿cuánto de real había en esa nostalgia? Sólo Calisto lo sabe. En los preámbulos de la ruptura con su novia, lo veía tremendamente asqueado por ella y por la forma en que vivían su relación. Admiré que tomase la resolución de cortar con ella y admiré la realización práctica de esta decisión. Yo temía que ahora, cuando la recordaba con nostalgia, no estuviese sino autoconvenciéndose, diciéndose a sí mismo que, bien considerado, ella no era peor que la soledad; temía que se hubiese decantado por una conformidad mediocre tras haber sido vencido por una situación que puso a prueba su valía.

Cuando nos encontrábamos juntos, solía ponerme la mano sobre el hombro mientras me decía unas palabras que pronunciaba como si fuesen las palabras más sabias jamás concebidas:

―Román ―me decía mirando al infinito y alargando las sílabas―, cuando toca apañarse con la diestra se echa de menos follar día sí y día también.

Huelga decir que jamás me confesó su miedo a la soledad. Cada vez que nos acercábamos a esta temida palabra, se servía de una serie de bromas que sonaban forzadas para redirigir la conversación a su antojo. Desconozco si a él le resultaba humillante confirmarme tal cosa o creía que yo no iba a lograr entenderlo; creo, sin embargo, que si nunca me confesó este pavor fue porque ni siquiera se lo había confesado a sí mismo.

Cierta tarde volvimos a vernos en la ya tantas veces mencionada cervecería. Todo transcurrió de manera tranquila y apacible. Si bien es cierto que los temas de conversación no fueron los más interesantes, la tarde estuvo muy lejos de resultarme desagradable. Habíamos quedado a una hora temprana porque yo tenía examen al día siguiente; nos hicimos servir café irlandés para que nos cobijase del frío de finales de enero; charlamos del tiempo, la terrible helada que se había cernido sobre Valladolid la noche anterior y la pulcritud del cielo; discutimos sobre fútbol y señalamos algún que otro par de piernas que juzgamos muy dignas de admiración. No mencionó a su exnovia en ninguna ocasión, y me fijé, además, en que sus ojos brillaban con especial fulgor, y creí, a causa de la vivacidad con que participó en las conversaciones, que se debía a una grata alegría.

Nos despedimos y regresé a mi casa, donde me encerré estudiando el resto del día. A última hora me encontraba exhausto y, confiado en saberme bien los contenidos del examen, me acosté pronto, no tardando en quedarme dormido.

Alrededor de las cuatro y cuarto de la madrugada, el escándalo que armó mi teléfono tuvo a bien despertarme; me estaban llamando. Sentí curiosidad y sorpresa por comprobar la identidad del que llamaba. Una sensación horrible me atravesó de arriba abajo cuando descubrí que era Calisto. Cuando descolgué, supe que había identificado mal la alegría en sus ojos aquella tarde: nada dijo, simplemente lloró, lloró y lloró, un llanto desconsolador, helador, trágico, desafortunado, melancólico, infeliz, desgarrador; y lloró y siguió llorando ininterrumpidamente por espacio de una hora.

Nunca intercambiamos una sola palabra sobre aquella noche. Cuando vi que Calisto aparentó la más serena de las actitudes la siguiente vez que nos vimos yo seguí su juego, reprimiendo las ganas que sentía por cuestionarle. Supuse que Calisto no quería una mente que comprendiese sus explicaciones, sino simplemente un hombro sobre el que llorar. Victor Hugo ya lo había advertido: «No preguntéis su nombre a quien os pide asilo. Precisamente, quien más necesidad tiene de asilo es el que más dificultad tiene en decir su nombre».

Comenté, al principio del relato, que a medida que Calisto y yo avanzábamos en nuestra amistad y nuestras vidas se acercaban, más palpables se me antojaban las diferencias entre ambos. Curiosamente, ahora que nuestra amistad degeneraba y nuestras vidas se distanciaban, yo no hacía sino reparar en nuestras semejanzas. Estos parecidos me recordaron a cuando empezábamos a conocernos, pues fueron los causantes de que nuestra amistad tuviese lugar. Ahora veía estas semejanzas desde una lejanía melancólica, pues contemplaba también el camino a mis espaldas deshaciéndose tras mis pasos; no había regreso posible.

A mediados de febrero, nuestro distanciamiento era ya bestial y nuestra separación estaba a punto de culminarse. Él seguía obrando de la misma manera conmigo. Seguía evitando el tabú de la soledad, y seguía siendo incapaz de aportar algo nuevo a nuestra amistad. Pero a pesar de esto, yo lo veía demasiado alegre, extrañamente contento para la situación en que se hallaba…

El diablo, adoptando la forma del destino, quiso que un día, mientras estaba yo bebiendo café y leyendo con distracción algunos aforismos de varios filósofos griegos en una cafetería del centro, me encontrase a la antigua novia de Calisto; pero fue un encuentro unilateral, pues ella a mí no me vio. Tan ruda como siempre, se había refugiado en un soportal para cubrirse de la incesante lluvia. Sucedió que Calisto no tardó en aparecer a su lado y, tras abrazarse a ella, mis ojos contemplaron alucinados cómo sus labios se juntaron en un beso. Al despegarse, Calisto me vio y, por un espacio de tres segundos, permaneció de piedra, observándome. Luego, después de esos segundos que parecieron interminables, aferró la mano de la chica y ambos se marcharon, perdiéndose en la lluvia.

No volví a saber de él. Nunca supe si regresó a los brazos de aquel amor en un rapto de romanticismo o en un arrebato de desesperación. Jamás le culpé por lo que pasó entre nosotros, y tan sólo deseo que ojalá la vida le obsequie con un amigo de verdad.

Todo lo que he narrado hasta ahora puede resultar sumamente triste, ¿no es así? Bien, bien; una respuesta afirmativa vendría a decir que mi redacción no ha sido del todo mala. Pero el relato aún no ha finalizado.

Aunque esta historia suene tan melancólica, yo, en aquel momento, no me sentía oprimido por la tristeza. Es más, me sentía rebosante de alegría. Mi alma, que desde la fatídica noche que lo cambió todo, la noche de la discusión con Josefina y el desencuentro con mis amigos, se había retorcido apresada por cierta desazón y había anhelado su libertad, experimentaba ahora un gran regocijo y brincaba de alegría. Podía sentir centelleos de felicidad en mi interior, pues ahora me concebía a mí mismo completamente libre para recorrer los caminos del nuevo mundo.

¿Completamente libre? ¡No!, pues al regresar de practicar deporte corriendo, en una tarde remota, mi madre me preguntó:

―¿Volverás algún día al gimnasio?

¡El gimnasio! Esta evocación me hizo sentir oprimido. ¡El gimnasio, el único lazo que seguía construido entre el anterior mundo y yo, de cuando aún deseaba la belleza de garrafón, los abdominales luciendo en mi torso…! ¡El gimnasio pertenecía a todo lo que había dejado atrás!

Ese mismo día fui a desapuntarme. Ese día, el día que me borré del gimnasio, fue el día en que rompí, ahora sí de manera definitiva, con mi adolescencia. Dejaba atrás la época para descubrir la vida y dejarse llevar por ella, y me internaba en la época de sentir la vida y conducirse a uno mismo a través de ella.

La serenidad fue poco a poco caracterizándome. De manera progresiva, me hice dueño de mi propia voluntad. Mis primeros pasos en este mundo fueron en estricta soledad, pero no siempre fue así. Conocí a gente agradable y bonita que me acompañaron en buena parte de mi camino. Y, ante todo, me conocí a mí mismo.

Poco más podría decir sobre el nuevo mundo en el que ahora me encontraba, pues aún soy un recién nacido en él, y me resulta imposible de describir. Quizás en un futuro pueda redactar algo mucho más detallado. Pero hasta entonces más vale obedecer a Wittgenstein: «De lo que no se puede hablar, hay que callar».

Esta nueva aventura en mi vida no significó ni el olvido ni el destierro de la anterior etapa. Solía remover los recuerdos de vez en cuando, y me sentía sinceramente agradecido por todo lo que aprendí en lo pasado. La belleza es la principal diferencia entre el recuerdo y el olvido, y yo no recordaba sino las memorias más bellas que viví con Calisto, con Josefina y con mis amigos, ya fuesen dulces o amargos.

Cuando reflexionaba sobre los grandes cambios que había experimentado, la vida se me antojaba, por entonces, la más sublime de las contrariedades: la fugacidad de lo terreno me resultaba la condición necesaria que permite tanto el culto a la belleza como la búsqueda de la felicidad, pero advertir este carácter circunstancial de las cosas podía sumir a la voluntad más férrea en peligrosos torbellinos de nostalgia y melancolía.

Algún tiempo después, y siguiendo las voces de mi interior, me marché de Valladolid, abandonando así las calles donde había crecido. Había comenzado a sentir que la ciudad me reprimía y necesitaba nuevos paisajes y nuevas caras. No es sano ver siempre los mismos rostros, y menos cuando sus bocas hablan mal de uno mientras no se vigila. Me fui al norte, donde la gente es igual de nociva pero el aire es más puro.

 

relato Ramón Campanero Fernández

 

Ramón Campanero Fernández. Nacido en Madrid, reside en Simancas
(provincia de Valladolid) desde el año 2006. Es estudiante de Filosofía en la Universidad de Valladolid.

📩 Contactar con el autor: ramon.campanero.fdz [at] gmail[dot]com

🔗 Web: Bajo la estrella errante
(https://bajolaestrellaerrante.wordpress.com/)

👁 Lee otro relato de este autor: Debussy a la luz de la luna
Ilustración relato: Fotografía por PublicDomainPictures / Pixabay [CCO]

 

biblioteca relato El día que me borré del gimnasio

Más relatos en Margen Cero


Revista Almiarn.º 85 / marzo-abril de 2016MARGEN CERO™

 

Siguiente publicación
Una joven se encuentra perdida en una ciudad extraña. Decide…