relato por
Elisa Mancuso

 

E

lla está de pie, en medio de ese terreno descampado, mirando hacia el edificio a medio derruir. Es un día ventoso pero cálido. Se mira —le miro—, los pies. Tiene puestos un par de zapatones cómodos, de taco ancho. Toda la imagen está levemente deslucida, como si se tratara de una película vieja cuyas imágenes se han ido borroneando con los años.

Sé que está —estoy—, en Roma. Sé que es el 14 de mayo de 1949. Tal vez lo han mencionado antes, en una escena que no alcanzo a recordar, pero en ese momento yo lo sé. Los dos, ella y él, están parados simplemente mirando ese edificio de departamentos que tiene una medianera derruida. Como si estuviera cortada por la mitad. Está así desde hace años. Eso se nota. Han crecido plantas a los costados de los ladrillos que han quedado expuestos. De los bordes desparejos. Se ven adentro muebles, camas desordenadas, mesas, sillas corridas, ropa tendida. Hay un par de chicos jugando en un primer piso. El edificio no tiene más que tres. A los costados, pero al fondo, se ven restos de un alambrado de púas que ha sido abierto en sectores. No hay una calle abierta ni vereda, la tierra está pelada pero, de a trechos, se ven matas de yuyos creciendo. En el segundo piso hay algunas macetas con flores y una mujer de espaldas con un batón floreado, algo desteñido, apagado, barriendo el piso inútilmente, porque el viento lleva y trae ese polvillo fino desde la calle, que entra por la pared abierta de ese edificio, resto de una guerra que ya terminó y sin embargo está ahí, presente en esa escena.

Ella tiene unos cincuenta y pico de años. Viste un traje sastre, de lino, austeramente elegante, de color azul pastel y sus zapatones son de buen cuero. Lleva el pelo recogido. Eso lo sé porque no siento el pelo moviéndose alrededor de mi cara, a pesar del viento, y sí siento, en cambio, una especie de peso en la nuca, como si hubiera un rodete apretado y, tal vez, una hebilla. Es una tarde plácida, el cielo estaba abierto. Eso digo: El cielo está abierto, igual que Roma. Y era tibiamente celeste. Ella, yo, está tranquila, pero también dispuesta. Lo sabe apenas un instante antes de que suceda. Y lo dice: Uno puede morirse en una tarde así y no sé si importa demasiado.

Estaba mirando la mitad de ese edificio en pie. O la mitad en pie de ese edificio. Por las medianeras desnudas se veían los interiores ocupados, ropa tendida, algún sofá medio desvencijado con resortes al aire. Unos chicos jugando entre macetas. Por detrás de la media estructura en pie del edificio se veían esos alambrados.

 

Ella es sólida y ancha. Sus zapatones tienen tacos sólidos y anchos. Tenía los brazos abrazándome a mí misma y sentía el pelo tirante contra su/mi nuca. De pie, al lado, había un hombre que yo sabía, sé, que era mi esposo. Era un poco más bajo que ella, algunos años mayor, tenía un rostro sereno y confiado, ligeramente parecido a alguien del presente. Ella/yo, no lo amaba. Pero lo había amado. Detrás, a pocos pasos, había un coche del que acabábamos de bajar para mirar el extraño espectáculo de ese medio edificio en pie. Pero estábamos/estaban vivos y ella, sin embargo, de pronto y sin ningún motivo, miró hacia el cielo y dijo: Uno puede morirse en una tarde así, y no sé si tendría importancia. Él se volvió, interrogándola con la mirada y se miraron, nos miramos, y no dijeron nada más. Algo estalló de pronto y terminó con ellos, con nosotros, y con el sueño.

 

Sé que se llama Carla. No sé más. No sé el nombre de él. Ella no lo nombra cuando habla con él. He entrado, otras noches, en esas vidas. Antes de esa tarde. Pequeñas escenas. Donde siempre está ella, yo. Sé que se llama Carla. La he visto en sus últimas semanas. En su adolescencia. En su juventud. En su infancia…

 

La he visto de faldas largas, angostas, con blusas blancas de volados y abotonadas hasta el cuello. Desde su adolescencia lleva un camafeo de carey anudado con una cinta de terciopelo azul a su garganta. Sé que guarda el retrato de un hermano ausente.

 

La he visto reír. Llorar. Peinarse. Jugar. Desnudarse. Tiene una espalda que se parece a la mía aunque sus curvas son más sinuosas y sus caderas más contundentes. Es alta. Más alta que yo ahora. Ríe con más facilidad. Tiene el pelo más grueso.

 

Cuando entro en el sueño siempre lo hago por su espalda. Pero tiene la costumbre de mirarse en los espejos. Largas lunas en los roperos de las habitaciones de su casa de ahora, de ese presente último. Un espejo redondo en el interior de la tapa de su necesser. Un espejo rectangular con biseles dorados en un rincón que da a la puerta del jardín trasero de su casa.

 

Vive cerca del campo. Cerca de Roma también. Es un pueblo o una ciudad pequeña.

Habla un romano impecable que comprendo porque lo habla pausado. Es lenta en todos sus movimientos. Pesada. No tiene hijos. No ha tenido hijos. Hay dos jóvenes en la casa, pero son hijos de él. La llaman Carla, aunque el más chico, a veces, le dice «Mam».

 

Hay una extraña relación entre ellos. Entre todos ellos. Los cuatro. Y una vieja sirvienta que habla un cerrado dialecto que se me escapa.

Las escenas son como cuadros de una película sin procesar que se hubieran filmado el mismo día sólo por oportunidad de coincidencia de los actores, por el clima exterior. Por capricho del director… quién sabe.

 

La niña Carla es más hosca que la Carla adulta. Y tiene una mirada más feroz.

La adolescente Carla es más delgada y menos sólida que la Carla adulta.

La joven Carla es más triste, más delgada, pero ya tiene la solidez de la Carla adulta.

 

Ahora está viva acá, entrando por mi espalda, como en mis sueños yo entré en ella y está también colándose por los espejos…

 

Nota de la autora: este cuento (si lo es) es producto de una serie de sueños encadenados (o ensueños enlazados), que estuvieron algún tiempo como en proceso de elaboración hasta quedar de esta forma cuando pareció que los sueños habían terminado… por momentos, cuando lo releo, se me ocurre que es una especie de boceto para un guion cinematográfico…

 

relato Elisa Mancuso

Elisa Mancuso. Autora argentina. Escribe, desde la adolescencia, cuentos y poesía. Fue colaboradora desde 1968 a 1971 de la revista femenina Vosotras y también publicó, en esos años, en diversas revistas literarias under. Dejó de escribir durante muchos años y desde 1984 volvió a hacerlo animándose también a la nouvelle. En los 90 hizo periodismo independiente. En 1996 publicó por su cuenta I Ching y Biorritmo – secuencia y sentido de la vida (libro sobre la correlación existente entre ambos que recibió una crítica favorable de la comunidad jungiana).

📩 Contactar con la autora: mundalter [at] hotmail.com

🖼️ Ilustración relato: Pictograma por David Ríos Cubero ©, de su muestra en Almiar

 

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