📝 Relato

L

a primera vez que vi a mi doble fue en un centro comercial, vendiendo zapatos de señora. Una amiga pasó buscando tacones y se sorprendió al encontrarme trabajando en aquel sitio, con mis negocios y posición en el mundo empresarial. El malentendido duró un buen rato, hasta que mi amiga decidió increparme por aquella broma de tan mal gusto y mi doble, desconcertado, la mandó a paseo, primero muy educadamente y después bastante irritado. Días después, todavía enfadada e incrédula, mi amiga vino a visitarme al despacho. Me costó horrores convencerla de que era imposible que me hubiera visto. Sólo cuando le demostré que a esa hora yo estaba firmando una concesión de obra a quinientos kilómetros de allí se calmó. Se sentó abrumada, con las manos en la cara y dijo:

―Pero no se parecía a ti; eras tú.

Todo aquello despertó mi curiosidad, por supuesto, y en cuanto tuve un hueco acudí al centro comercial para comprobar hasta qué punto aquella persona era yo. La primera vez solamente lo oteé desde lejos, semioculto tras un expositor, pero bastó para cerciorarme de que el parecido era total. No soy alguien tan fácilmente impresionable como mi amiga, así que en lugar de derivar hacia preguntas existenciales del tipo cómo es posible algo así, o incluso sospechar si mis padres habrían sido capaces de ocultarme un hermano gemelo, decidí que aquello era algo de lo que podía sacar provecho. Cualquier hombre tan ocupado como yo ha fantaseado alguna vez con la posibilidad de desdoblarse, estar en dos lugares a la vez y abarcar así el doble de tareas en el mismo período de tiempo. Dado que por mi posición a menudo mis labores quedan reducidas a un mero acto de presencia, a ser un figurante de lujo para coreografías ya programadas, decidí que un empleado de zapatería estaba lo suficientemente cualificado para sustituirme en determinadas circunstancias.

Por supuesto no fui yo quien acudió al centro comercial a buscarlo la siguiente vez; que se nos viera juntos desde aquel momento podía desbaratar todos mis planes. Mandé a un subalterno de confianza y esperé en el parking, en el asiento posterior de uno de mis coches con cristales oscuros. A mi empleado no le costó mucho hacerle venir a hablar conmigo. Bastó decir que alguien importante quería verle, que tenía una oferta de trabajo para él, así de asqueado y harto estaba de aquella miserable zapatería. Una vez en el interior del coche, sentado frente a mí, me agradó ver que no se detenía más de la cuenta en admirar nuestro fabuloso parecido. Se sorprendió, sí, pero no hizo demasiadas preguntas. Le interesaba más saber qué trabajo podía ofrecerle. Era, como yo, un hombre pragmático.

Mi oferta consistía en ser yo cinco días a la semana. Acudir a tediosos actos ―firmas de documentos, estrechamiento de manos, brindis en barras de lujo—, en los que yo debía estar ineludiblemente, pero que me robaban un tiempo valiosísimo. Por supuesto el sueldo triplicaría el que tuviese en el centro comercial y todos los gastos correrían por mi cuenta. Parpadeando exageradamente, como si no creyese su suerte en aquel instante, aceptó de inmediato la propuesta. Le hice ver que, para no despertar sospechas, debía conservar su trabajo en la zapatería. Nosotros teníamos médicos que firmarían bajas por enfermedad cada vez que fuese necesario, y si llegado un momento su jefe comenzaba a hacer preguntas, obtendría los estímulos para no esperar respuestas. A partir de entonces sólo nos comunicaríamos por teléfono. Le estreché la mano y no lo volví a ver.

Su primer trabajo fue bastante sencillo: la firma de unos contratos en Sevilla mientras yo mantenía una reunión más importante, privada y desapercibida, con el presidente de un poderoso banco. No obstante estuve inquieto todo el día, ¿y si le temblaba el pulso y no reproducía fielmente mi firma? ¿Y si olvidaba el nombre de un consejero, amigo o enemigo? En cuanto pude quedarme solo un momento lo llamé al móvil. Lo encontré satisfecho y muy eufórico, quizá borracho. Todo había ido como la seda, me dijo. Ninguna sospecha por parte de nadie. Negocio cerrado. Después de contarme algunos pormenores que le parecían importantes ―para mí no eran más que menudencias—, me dijo antes de despedirse:

—Por cierto, para celebrarlo has estado en el club Samba. Por si alguien te pregunta.

Aquello fue un error, una enorme imprudencia por su parte. El club Samba, yo lo sabía, era un famoso local de alterne en Sevilla y, siendo conocido en el ámbito empresarial de la ciudad, no era de extrañar que algún cliente me hubiese reconocido. Ya entonces debí sospechar varias cosas: que mi doble era una persona con demasiada iniciativa propia, además de escaso autocontrol, y que no era capaz de imaginar las consecuencias de sus actos más allá de lo vulgarmente inmediato. Debería haber reflexionado sobre estos defectos, debería haber visto que de algún modo nos acabarían trayendo problemas, pero, puesto que el negocio que le encomendé había resultado bien, convine que la valoración general era satisfactoria y solamente le amonesté paternalmente por aquel desliz.

—Debes entender que cuando estás trabajando eres yo. Y yo no puedo hacer esas cosas.

Como es de prever, palabras tan blandas no tuvieron efecto. Las siguientes semanas mi doble continuó mostrando su iniciativa y yo no volví a corregirle. Ni siquiera volví a molestarme o a preocuparme más de la cuenta. Sus trabajos salían siempre bien. De hecho, se descubrió como un lince a la hora de detectar puntos flacos en las instituciones, de infiltrarse y convencer a cargos públicos o privados, de ganarse el favor de cuantos poderosos necesitáramos en nuestro lado. Si para conseguir una concesión de obra pública se encontraba con algún obstáculo, no tenía reparos en ofrecer enormes cantidades de dinero a todos los negociadores sobre la mesa, y siempre salía de la habitación con la contrata firmada. Incluso recurrió a métodos que yo no habría sopesado siquiera, por considerarlos impropios de una empresa legal, además de demasiado peliculeros: una vez, después de que se le negase la autorización para construir un centro comercial en suelos con supuesto valor geológico, convenció a un concejal para ir a otro club de alterne —en verdad que el pobre diablo tenía una obsesiva fijación con estos sitios— y, cuando ya estaban de vuelta a casa en el taxi, le mostró fotos de la juerga en el teléfono y amenazó con hacer pública aquella visita.

Así, puesto que se desenvolvía tan bien, le fui encomendando trabajos de cada vez mayor responsabilidad. Aproveché para dejar en sus manos toda negociación ardua, pesada o estresante. Paulatinamente me fui refugiando sólo en los aspectos de mi trabajo que me resultaban agradables, que para mí eran aquellos que se podían llevar a cabo desde la intimidad de mi despacho, como la supervisión de cuentas, planos o proyectos. Poco a poco me fui despojando de la parte más social, la que me obligaba a viajar, acudir a comidas o reuniones interminables. Fue como estar de vacaciones y seguir ganando dinero a espuertas. Incluso, no me da vergüenza reconocerlo, puesto que sus méritos siempre fueron menos ortodoxos que los míos, ganábamos bastante más con él.

¿Me sentía mal por ello? ¿Consideraba amoral dejar que mi negocio se fuese situando cada vez más al margen de la ley, aplastando competidores, ensuciando todo cuanto tocaba? Es sorprendente lo que somos capaces de tolerar cuando nuestras manos no están manchadas. Creemos que beneficiarnos indirectamente de un delito no nos convierte en cómplices., como si sólo la sangre condenase, como si el crimen empezara en el momento en que se empuña el arma y terminara cuando ésta se suelta. Yo permanecía en mi despacho y veía números en el ordenador, veía el volumen del negocio crecer exponencialmente y veía dinero, mucho dinero. Sabía lo que había detrás de todo aquello, pero no me sentía partícipe, no era yo quien se codeaba con la corruptela ni quien extorsionaba a personas sin reparo alguno.

 

La urbanización Estrella de Mar iba a ser nuestro proyecto más importante hasta la fecha, cien mil casas y varios campos de golf junto al mar, orientado sobre todo al mercado extranjero. Ya teníamos los terrenos y sólo quedaba recalificarlos. Todo el ayuntamiento del pueblo de la costa levantina en que se construiría estaba a nuestro favor, excepto el arquitecto municipal, que nos lo había denegado varias veces. Los motivos aducidos eran la falta de zonas verdes y no sé qué más, aunque por recomendación del alcalde nosotros presentábamos siempre el mismo proyecto, sin cambiarle una coma, pues según él el problema no radicaba en el proyecto en sí, sino en el dichoso arquitecto, al que había que convencer como ya se había convencido a otros trabajadores públicos: teníamos que ofrecerle dinero, tanto como fuese necesario. Toda moral tiene un precio y la de aquel hombre acabaría siendo derribada. Dado que se adecuaba totalmente al perfil mostrado en sus trabajos anteriores, encargué a mi doble aquel asunto. Concerté una cita para los dos en un lujoso restaurante de la zona y me senté a esperar resultados.

Ya no estaba nervioso ni inquieto como al principio, confiaba plenamente en la labor de aquel ser malévolo, así que por primera vez en mucho tiempo pasé todo el día haciendo cosas no relacionadas con mi trabajo: salí a correr por mi urbanización y al volver a casa disfruté de un largo y reparador baño; todavía en albornoz abrí una botella de vino sólo para mí; me senté en mi sillón y me sumergí en la lectura de un libro, Guerra y paz, que había comenzado en mi adolescencia pero nunca había terminado. Sólo por la noche me acordé de quién era. Como hacía siempre que encomendaba algún trabajo, llamé para saber cómo había ido todo. Aquella vez no contestó, pero no le di importancia. Estaba tomando tanto control que ni siquiera me preocupé. Dejé el móvil encendido y me fui a dormir temprano en mi primer día de felicidad completa.

Me despertó a las dos de la mañana. Su voz sonaba nerviosa, pero yo estaba acostumbrado a que celebrase sus éxitos con alcohol, mujeres y alguna droga.

—Asunto arreglado. Ha sido difícil pero ya está.

—Cómo difícil. Explícate.

—Verás, el arquitecto… menudo cabezón. No me había topado nunca con alguien tan testarudo. Le he puesto sobre la mesa cifras que no te puedes imaginar. De escándalo. Pero al tipo le daba igual, me salía con lo que es correcto y lo que no es correcto. Me señalaba puntos de nuestro proyecto que había que cambiar. ¡Si yo ni siquiera he leído ese proyecto! He perdido un poco la paciencia, ¿sabes?, pero ya está, asunto solucionado.

—Explícate mejor porque no entiendo nada, ¿lo has convencido o no?

—Ya no tenemos que preocuparnos más por él, ¿de acuerdo? No te quiero contar nada por teléfono, pero te garantizo que ha dejado de ser un problema para nosotros. Mañana empezarás a entender lo que estoy diciendo.

Efectivamente, al día siguiente, mientras desayunaba, vi por televisión cómo sacaban del mar un cadáver que pronto fue identificado como el arquitecto. Le habían golpeado hasta matarlo y después lo habían arrojado al agua. Las primeras investigaciones, decía la presentadora del informativo, señalaban lo chapucero del crimen. Probablemente nada había sido meditado, el asesino debía de ser algún conocido de la víctima que había perdido los estribos durante una discusión. Heridas en las manos y brazos del muerto delataban lucha. La forma de deshacerse del cuerpo era apresurada e inconsciente, en el escenario abundaban pruebas que nadie se había molestado en ocultar: las huellas de las ruedas del coche en la arena, las manchas de sangre por doquier… Quizá el asesino incluso pensaba que el cadáver se iría al fondo del mar y se perdería para siempre, aunque ni siquiera se había molestado en atarlo a un lastre.

En cuestión de minutos el teléfono comenzó a sonar. Empleados míos, al tanto de nuestro problema con el arquitecto, que se preguntarían qué estaba pasando; trabajadores asustados del Ayuntamiento levantino, entre ellos el mismo alcalde; números desconocidos que, en mi paranoia, atribuí a la policía o la prensa, como si el crimen estuviese ya resuelto. No contesté ninguna llamada. Me tapé la cara con las manos y me dije que todo, absolutamente todo, estaba perdido.

Quizá él no lo entendía aún, pero nos había arruinado. Ni nuestros contactos ni nuestro dinero nos salvarían de un delito de sangre, del asesinato de un cargo público, además. El arquitecto se había hecho popular entre las plataformas anticorrupción urbanística, era una especie de héroe para todos aquellos aguafiestas, y nada más aparecer su cadáver todas las miradas apuntaban hacia nosotros. Más concretamente, todas las miradas apuntaban hacia mí.

Reflexioné: podía librarme de aquel asesinato, el doble había perdido el control y no sería difícil demostrarlo, pero con él se destaparían todas las irregularidades que habíamos cometido, empezando por la suplantación de mi persona. Entregarlo alegremente a la policía supondría entregarme también a mí. Tenía que encontrar una forma de pararle los pies y a la vez evitar la cárcel.

Me lo iban a quitar todo, por lo que decidí deshacerme de todo un poco antes.

Fue una suerte no tener que desplazarme a mi oficina para escribir. Tenía en casa documentos y datos suficientes como para hacerlo desde allí. En la intimidad del hogar, abrí mi ordenador portátil y comencé a confesar. Redacté uno a uno todos los delitos cometidos en mi nombre, todas las prevaricaciones, chantajes o extorsiones bajo el amparo de mi empresa, incluida la desaparición del arquitecto. Cuando terminé el dossier lo envié a la policía, me puse el traje más viejo que tenía y fui al centro comercial para presentarme en mi puesto de trabajo.

 

 

greca relato Estrella de mar

José Lorente GuillénJosé Lorente Guillén habla de sí mismo: «Nací en 1982 en Murcia, ciudad en cuya universidad he cursado estudios de Filología Hispánica y un Máster en Literatura Comparada Europea. He residido en ciudades como París, Aviñón y Granada. Actualmente trabajo como profesor de secundaria. Como narrador, fui incluido en la antología Tres Rosas Amarillas (Madrid, 2013) y he publicado relatos en el periódico La verdad de Murcia. Como poeta, fui finalista del I Premio de Poesía Dionisia García. Una selección de los poemas de aquel libro se publicó en la antología Actuales inactuales. Siete poetas de aquí (Murcia, 2001). Además, he colaborado con textos de crítica literaria y relatos en las revistas online Murray Magazine y Revista de Letras.
Tengo Facebook (facebook.com/joselorenteguillen), Twitter (@JoseLorent) y un blog abandonado: http://eloficiodedormir.blogspot.com».

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

Estrella de mar relato José Lorente Guillén

Revista Almiar · n.º 78 · enero-febrero de 2015 · MARGEN CERO™

 

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