relato por
Carlos Alejandro Nahas

B

enito no recordaba otra vida. La suya era esa, entre anteojos, cristales y marcos.

Se había criado en la óptica de su padre, jugando con lentes y patillas. Cuando Papá no estuvo más a Benito no le quedó otro recurso que seguir el negocio familiar, total la casa estaba atrás del local. Mamá se había ido cuando él era chico y su hermano estaba en Australia. Tal vez cazaba cocodrilos, tal vez atendía un bar, tal vez estaba muerto. Su última carta era de hacía cinco años y amarilleaba en la cocina.

Orillando los cuarenta conoció a Elsa, buena mujer, pero nada del otro mundo. Buen desayuno, mala cena. Como ambos estaban solos, juntaron sus huesos roídos por la desesperanza y ella mudó unas pocas cosas a la casa de él. Primero el cepillo de dientes, luego un par de bombachas, cuando él se quiso dar cuenta Elsa ya atendía el teléfono verde de la sala.

Benito era metódico. Abría a las nueve, cerraba a las trece. Dormía una siesta y abría nuevamente a la cuatro, y de ahí corrido hasta las ocho de la noche. Horarios de barrio, al fin y al cabo. Almorzaba frugalmente al mediodía y se daba alguno que otro gusto a la noche, siempre y cuando Elsa se percatase si Benito tenía un apetito normal o voraz. Cuando era lo último, podían ser milanesas con papas fritas, lasagna, o ravioles con tuco. Sino un bifecito tristón, con lechugas marchitas y una botella de vino a medio abrir. Tres veces por semana ella abajo, él arriba. Quince minutos de algo parecido al amor. Luego ella Revista Caras y él el diario de la mañana, ya gris con las noticias viejas de ayer. A él no le importaba, era su excusa  para no tener que fatigar el tiempo con palabras, para caer lentamente en las sombras de la noche, para hacer de esa noche un día menos de su vida.

Con el tiempo, Benito tuvo que entregarse mansamente a las furias del dios mercado. Y así, sin darse cuenta, trocó la antigua óptica en un negocio de revelado de fotos. Casi sin saberlo. Vendió viejos instrumentos de óptica y compró dos máquinas para revelado, una para rollos y otra para fotos digitales. Más tarde una computadora usada completó el desguace y la renovación. Y pasó de ser «Óptica González» a «Revelados González». Él y los clientes lo aceptaron con la mansedumbre que da el saberse arrasados, vapuleados y apaleados por el progreso. Como cuando el Bar Ramos dejó de tener bronces para ser tierra de plásticos.

Y en eso andaba Benito, viendo sonrisas y risas ajenas, aunque congeladas, sabiendo que jamás en la lotería de la vida iba a sacar el número de un atardecer propio. Pero le gustaba la nueva faena. Le agradaba revelar todas las fotos, pero las que más disfrutaba eran ésas donde había nada más que paisajes, no caras, no remeras de colores, no anteojos de sol y palitas con niños. Sólo paisajes. Y se admiraba de ver esos soles que estallaban de rojo detrás de las montañas, esas colinas esmeralda que morían en aguas turquesas. Esos edificios antiguos agonizando en amaneceres mágicos. No tenía problemas con los retratos, pero su debilidad eran los paisajes. Podía pasarse horas mirando playas de harina, con soles henchidos. Le fascinaban los picos nevados de leche, e imaginaba que esa nieve era el tazón que le preparaba su lejana madre, en su lejana niñez, con sus lejanos pantalones cortos.

Y en eso andaba Benito. Entre panorámicas y sueños de otros. En eso andaba Benito cuando ocurrió. Una foto mal enfocada, personajes lejanos y algo raro. Y él no tenía forma de ver qué pasaba allí, salvo que acudiese en su ayuda la física. Entre cajones con herrumbre y polvo añejo encontró esa lupa arcana del tío Hernán. Como un ramalazo vino a su mente el día en que se la regaló y le dijo: «Úsala con cuidado, que es muy especial». No sabía bien qué le había querido decir con eso, si lo único especial que conocía era el de jamón y queso que comía de tanto en tanto en la pizzería de San Juan y Rioja.

Y allí fue, con su lupa especial («Especialupa» la bautizó, riéndose para adentro) a ver la foto extraña. Y en cuanto la enfocó, algo mágico y milagroso ocurrió. Puso la lupa y las personas que estaban en la foto comenzaron a moverse, como en una película. Benito soltó la lupa como si ella fuera un tizón ardiente y se quedó parado en el lugar. No la volvió a agarrar por un buen par de horas, mientras meditaba quedamente sobre lo ocurrido.

Sobre las seis, y dos horas antes de cerrar, bajó la persiana y meticulosamente comenzó a pasar la lupa por arriba de las fotos que tenía sobre la mesa. Para su espanto esa lupa SÍ era especial. Mostraba la vida de la gente desde el momento en que se había sacado la foto hacia delante en el tiempo. Pero esto no lo supo el ocupédico hasta bien pasados los dos o tres meses. Miraba una foto de Graciela, la vecina, feliz en Mar del Plata y la observaba correr, luego hacer el amor, luego embarazarse, luego tener varios hijos, luego separarse, luego morir. Veía todo eso con una rapidez pasmosa, como en cámara rápida. El lunes a la mañana entró al negocio Graciela y le preguntó por sus fotos, y mientras él buscaba en los cajones ella le escupió la buena nueva: Que estaba esperando un bebé, de dos meses. Y que se casaba en abril. Benito levantó la cabeza de abajo del mostrador y la miró como quien escudriña a la Mandrágora. Se quedó de piedra.

Y así fueron pasando los días y los clientes, y Benito conocía el futuro de todos ellos, sin proponérselo, sin quererlo, él un humilde revelador, veía que el futuro de toda la gente se le revelaba. Y él no sabía qué hacer con ello. Por eso ese día no le dijo nada a Graciela ni en lo sucesivo a ningún cliente. Con la práctica, él entendió que en las fotos con fecha, éstas se iban modificando a medida que pasaban las imágenes del futuro, por lo tanto podía conocer cuándo iban a ocurrir los sucesos. En cambio, en las fotografías que no tenían impreso el día, él podía ver lo que iba a pasar pero no en qué momento.

Una mañana de otoño miró las fotos de Don Mario, el almacenero de la cuadra, ramplón y simple en Mar del Tuyú. Pasó la foto por su lupa y lo vio asesinado de un balazo en la puerta del negocio. No supo el día ni la hora, porque la foto no estaba fechada, pero se espantó. Salió corriendo y como pudo le dijo las infaustas. Don Mario estuvo tres meses sin asomar la cabeza de su casa y Benito comenzó a pensar que podía modificar el futuro, para bien de la gente. Una noche la hija lo pasó a buscar a Don Mario, en auto, para festejarle el cumpleaños. Al rodear el sedán un ser oscuro, con oscuros ojos, y oscura arma, salió de atrás de la puerta del almacén. Dos balazos en el pecho del anciano, llanto y luto de todo el vecindario convencieron a Benito que él sólo era un espectador de futuros ajenos, y que no podía cambiar un ápice de lo que los arúspices lupáceos le mostraban. Y así sumó una frustración más a su frustrada vida.

El 28 de octubre se levantó, se bañó, afeitó y abrió el negocio. Sobre el mostrador naranja se apilaban las fotos —fechadas— de Doña Pola. Mirándolas antes de encerrarlas en su mediocre sobre, vio algo raro. Tomó la augur lupa y se agachó. Estaba Doña Pola y su hijo Mateo frente a su negocio y, a lo lejos, él mismo, acodado sobre el mostrador. En silencio y quedamente acercó el artilugio y se vio a sí mismo haciendo su vida futura. Vio sus nalgas sobre Elsa en el estertor. Vio cuando dormía, cuando comía, cuando se aburría. Y claramente se le reveló al revelador: 11 de noviembre entra alguien en el negocio, nervioso y drogado. Saca un arma, le pide plata temblando. Tiemblan él, el asaltante y el arma. Ve el fogonazo. Ve que ese día él muere.

Con lentitud, dejó el aumento fatídico sobre un estante y se sentó. Le quedaban doce días.

De los doce pudo dormir apenas tres. Los últimos nueve no pegó un ojo. No sabía bien qué hacer, qué contar, dónde escapar. Todos sabemos que la parca nos tiene anotados en su bitácora, con día y hora exactos. La diferencia entre nosotros y el opticultor es que nosotros no conocemos ese dato crucial. Él sí lo sabía.

El 11 de noviembre Benito despertó y desayunó con Elsa. Le dio un beso amoroso en sus párpados. Se bañó y afeitó. Camisa color caqui, pantalón de jean, zapatillas blancas.

A las cuatro y dos minutos entró al negocio su final. Y Benito, cerrando los ojos y encomendándose el cielo abrió los brazos y escuchó el tiro.

 

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Carlos Alejandro Nahas

Carlos Alejandro Nahas. Abogado y Máster en Relaciones Comerciales Internacionales, trabaja actualmente en el prestigioso estudio jurídico argentino ESDG&B – Abogados. Como escritor, ha publicado en el año 2007 la novela Don José (Editorial Creadores Argentinos, 2007), como así también ha colaborado con numerosos cuentos de historia contra fáctica, aventura y poesía en diversas publicaciones y ediciones electrónicas de la América Latina entre las que caben destacar de Chile Una voz perdida en el viento (ver http://ivannovishh.blogspot.com) y de Argentina El Refugio Cultural de Brenda Seiguer, El Mundo en Fotografías y Quédate para Saberlo. Actualmente asiste al taller de narrativa del autor argentino Vicente Battista. Está casado con la prestigiosa periodista de Clarín y escritora argentina Eva Marabotto, con la cual ha colaborado en uno de sus cuentos, Matemágicas, publicado en su blog en marzo pasado.

En estos momentos está publicando por entregas en su blog su última novela titulada El Retorno de Eva Perón. En tal sentido, se puede visitar su página web donde hay diversas creaciones de su autoría, entrando a http://todaslasartes-argentina.blogspot.com, donde, además de sus cuentos breves, también se muestran fotos artísticas que a cada tanto expone en distintas publicaciones electrónicas de Argentina.

 

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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