relato por
Jimena Tierra

U

nos tenues rayos de sol se escabulleron entre los barrotes de regaliz. ¡Hora de levantarse! Estela remoloneó bajo la colcha durante unos minutos y apoyó los pies desnudos sobre el suelo de algodón. Percibió el habitual cosquilleo y sonrió. Avanzó hacia el lavabo despacio, tirando del pesado lastre de caramelos que llevaba amarrado a la pierna izquierda. Estaba tan acostumbrada que, de vez en cuando, se comía alguno. Aspiró hondamente el olor a eucalipto que impregnaba la habitación. Se limpió la cara y peinó sus rizos castaños tarareando una alegre melodía.

Frente al espejo, no se reconocía. Se preguntó si alguna vez se había sentido así antes. Escuchó los pasos de la vigilante recorriendo el pasillo, acercándose a la entrada. Su corazón solía sobrecogerse a medida que el sonido se hacía más patente pero, en esta ocasión, permaneció serena. Sacó del cajón de la mesilla el fular de raso y vendó sus ojos hasta que se hizo la noche. Mecánicamente, asió del armario las esposas talladas en fresa y las colocó en sus muñecas con habilidad.

La puerta de menta se abrió con dificultad y una mujer obesa, cubierta por un delantal cuajado de lamparones, entró sujetando una bandeja.

—Buenos días cielo, ¿has dormido bien? —Estela estiró los labios y asintió. Independientemente de la respuesta, la reacción provocada sería la misma—. Aquí tienes zumo de naranja, café con leche y tostadas con mermelada.

Dejó la fuente sobre el escritorio y abrazó fuertemente a Estela oprimiéndola el pecho.

—Voy a cocinar tu plato preferido. Luego bajaré al mercado, ¿quieres algún postre en particular?

—No te molestes, muchas gracias.

—Sabes perfectamente que no es molestia. ¿Te apetece un helado de leche merengada?

No merecía la pena discutir por algo tan trivial. Estela se concentró para no dejar aflorar sus impulsos y murmuró un sobreactuado «me encantaría» mientras la vigilante le correspondía con una hilera de besos sonoros.

—¡Pero qué guapa es mi niña! —Estela odiaba que le llamase «niña» casi tanto como que le pellizcase los carrillos. Se lo había dicho infinidad de veces, pero era una batalla ineluctable—. Hago tu cama en un minuto y me voy a la cocina.

—Puedo hacérmela yo.

—No sabes hacerla bien, cariño. Siempre dejas arrugas en la bajera, luego es muy incómodo dormir en unas sábanas con pliegues.

Estela se apoltronó en el sillón de gelatina mientras escuchaba a la vigilante poniendo en orden la habitación. Se regocijó pensando que sería la última vez que le tachaba de inútil.

—Hoy es un día muy especial, ¿lo recuerdas? —los ojos de la vigilante se tornaron vidriosos sin previo aviso—. Hace veintitrés años que nació tu hermano —sacó un pañuelo del bolsillo y enjugó sus lágrimas—. Nunca lo entenderé.

Estela no articuló palabra. Cuando la vigilante dejaba entrever esa expresión maternal solían darle arcadas y tenía que esforzarse por guardar la compostura.

—Si te portas bien hoy podrás pasear por el resto de la casa, ¿te hace ilusión? —Estela esbozó una sonrisa amarillenta sintiendo cómo le ardían las entrañas.

Esperó a quedarse sola para abrir los grilletes con la llave que guardaba en el joyero y saborear el desayuno, ya helado. Efectivamente, era un día especial. Llevaba meses escarbando en una esquina de la pared de galleta, justo la que estaba detrás del sillón. Por fin, había llegado al exterior. No tenía claro lo que iba a hacer cuando saliese, pero era indefinible la emoción que le imprimía gozar de esa alternativa. Se preguntaba por qué no lo había hecho antes. Puede que la diferencia estribase en que ahora lo necesitaba.

La mañana transcurrió sin altibajos. La monotonía quedaba rota con el sonido de la aspiradora, el ronroneo del microondas en funcionamiento o la vigilante hablando por teléfono, moviéndose de una a otra habitación. Estela estaba segura de que la echaría de menos. Cuando no oyó más que silencio, arrastró los pasos hasta la puerta y tiró del picaporte de toffee. Estaba cerrada por fuera con pestillo, no le sorprendió. En otras circunstancias habría sufrido un ataque de ansiedad, pero no aquella mañana. Nuevas emociones recorrían su cuerpo impidiéndole pensar en otra cosa que no fuera la libertad aguardando afuera con impaciencia.

La comida no se hizo esperar. Cuando la sombra de la vigilante se marcó tras la puerta, Estela repitió su rutina vendando magistralmente sus ojos y poniéndose las esposas.

—¿Has estudiado algo durante la mañana? —dijo mientras dejaba la fuente sobre el escritorio y abría los cuadernos de notas. Estela recordó el día en que leyó su diario y notó cómo se le aceleraba el pulso. Nunca antes se había sentido tan vulnerable—. ¿Quieres que luego te pregunte la lección?

—No estoy concentrada, me duele un poco la cabeza. Tal vez mañana.

—¿Qué ocurre? ¿No te encuentras bien? —posó su mano callosa en la frente de Estela—. Creo que tienes fiebre, voy a llamar al médico.

—No es necesario, sólo es un poco de jaqueca…

—¡No me digas lo que tengo o no tengo que hacer! —Estela se mordió la lengua con fuerza—. Si esta tarde no se te ha pasado, avisaré al doctor. Y ahora échate la siesta. Te vendrá bien.

Estela devoró ansiosa su última comida en el corredor de la muerte. Cuando saliese aprendería a cocinar. En realidad, tendría que aprenderlo todo desde el principio. Si su hermano lo había conseguido, también lo haría ella.

Al atardecer, los ronquidos de la vigilante tronaron en el dormitorio. Estela se apresuró a retirar el sillón gelatinoso y escarbó un poco más en la pared. Arrodillada, varios metros a lo lejos, pudo ver luz. Su respiración comenzó a agitarse con marcado nerviosismo. Cogió una de las horquillas que sujetaban su cabello y hurgó en la argolla que tenía aferrada al tobillo. Se la había quitado cientos de veces para demostrarse a sí misma que era capaz de hacerlo, pero nunca había permanecido libre más de cinco minutos seguidos. Se sentía incómoda sin ella.

Contempló nostálgica la habitación que había sido testigo exclusivo de sus recuerdos y sueños. Tan perfecta que sería imposible no añorarla desde la lejanía. Se armó de valor y serpenteó a través del túnel ensuciándose con la canela empalagosa, dominada por una extraña fuerza que le impulsaba a vencer su claustrofobia avanzando con decisión. La luz, quería llegar a la luz. Al atravesar el ecuador, la galleta fue mutando a un barro pastoso recorrido por insectos y el dulcísimo hedor se impregnó de humedad. Estela apretó los labios y aligeró el ritmo sirviéndose de todo su cuerpo.

No tardó en alcanzar la meta e incorporarse con dificultad. Se sacudió el camisón y apoyó los pies vírgenes sobre el sucio asfalto. Su corazón palpitó con fuerza al tropezarse con la ciudad en movimiento. Los rascacielos mostraban un cariz luctuoso y solitario vigilándole desde las alturas. El claxon de los coches embotellados era ensordecedor. Los transeúntes clavaban sus miradas en ella analizando su aspecto de arriba abajo. Una bruma sombría y opaca envolvía el cielo y la luz, esa luz que tanto había anhelado, se extinguía progresivamente en un grito sordo de auxilio.

Cerró los ojos, abrió los brazos de par en par y aspiró profundamente el aire polucionado con una sonrisa que irradiaba pureza. Por primera vez tuvo un escalofrío recorriendo su espalda. Eso le gustó.

Su plan sólo llegaba hasta la salida del túnel. Inquieta, miró en derredor y eligió una dirección al azar. Lo más importante era no quedarse parada. Ebria de ilusión no se percató de que, en su primer paso, apoyaba el pie desnudo sobre un montón de cristales rotos. Notó una punzada atravesándola y empezó a sangrar a borbotones. La última vez que le había ocurrido algo similar la vigilante le puso un algodón en el orificio de la nariz, echó su cabeza hacia atrás y le mantuvo un brazo alzado hasta que se cortó la hemorragia. No le dolía tanto como le asustaba.

Calle abajo avanzó de puntillas, apoyándose en todo cuanto tenía a mano para mantener el equilibrio. Los semáforos cambiaban de color constantemente, el pavimento vibraba con el paso del metro subterráneo y nadie se percataba de su dolencia. Empezaba a ahogarse en sus propias lágrimas, todo iba demasiado deprisa y se sentía demasiado frágil. Desesperada, se sentó en uno de los bancos que alineaban la calle. Cubrió sus rodillas ligeramente e intentó imaginar lo que hubiera hecho su hermano en tales circunstancias.

—¿Qué te ha ocurrido? —un hombre de afilado bigote se acercó a ella—. ¿Necesitas ayuda?

Estela se llenó de un fulgor esperanzador y el sonido de su voz se hizo trémolos.

—Haremos una cosa. Tengo en el coche un botiquín de primeros auxilios. No está muy lejos, apóyate en mí.

Recorrieron un par de manzanas hasta llegar al vehículo. Estela se sentó en el asiento del copiloto y él sacó de la guantera un vendaje. Se puso en cuclillas, apoyó el pie en su rodilla y lo comprimió cuidadosamente.

—Es posible que necesite puntos, puedo acercarte al hospital. Me viene de camino.

Estela no sabía cómo darle las gracias. La vigilante siempre andaba diciendo cosas malas de la gente de la ciudad pero, en el fondo, estaba segura de que no era más que un ardid para persuadirle de que no se marchase.

El hombre de afilado bigote acarició su pie con suavidad. Luego deslizó la mano por la pierna, hasta llegar al muslo. Instintivamente, Estela la retiró.

—Vamos, ponte el cinturón —su tono se endureció—. No tardaremos en llegar.

Estela le hizo caso mientras él pasaba por delante del capó y se sentaba a su lado. Echó los pestillos y estiró los labios como una vulgar liga rosa, mostrando una hilera de dientes ennegrecidos.

—Hay que tener cuidado —el vendaje comenzó a empaparse—. No eres de por aquí, ¿tienes familia?

Estela estaba mareada. Susurró un involuntario «sí» y se desorientó.

—Niña, ¿qué es lo que te ocurre? —su aliento apestaba a tabaco.

Quiso pedirle que no le volviese a llamar así, pero no consiguió que las palabras saliesen de su boca. Sus párpados se cerraban al tiempo que sentía aquella mano templada y sudorosa recorriendo sus muslos. Intentó rogarle que parara, pero no tenía fuerzas para hacerlo. El tirante del camisón se escurría tímidamente por su brazo. Balbuceó que le dejase salir, pero no obtuvo respuesta. La mano se dirigía descontrolada hacia su sexo, le aterrorizaban sus jadeos. Estela tiró de la maneta repetidas veces sin conseguir abrirla. Angustiada, quitó el seguro y abrió la puerta cayendo de rodillas contra el suelo.

—¡Vaya golpe te has dado!, ¿estás bien?

El hombre de afilado bigote se acercó a ella, que no fue capaz de mirarle a los ojos. Balanceándose, se levantó y fue calle arriba todo lo deprisa que pudo. El vendaje del pie goteaba incesante, aunque apenas dolía. El viento gélido introdujo una tormenta furiosa erizándole el vello. La lluvia se desató iracunda tras un atronador resplandor y adhirió el camisón a su cuerpo como una segunda piel. Sus pezones se marcaron voluptuosamente bajo la seda, los viandantes se los miraban sin detener el paso. Imágenes sin ninguna conexión se le venían a la mente, ¿qué estaba haciendo allí?

Aún no había anochecido, tal vez tuviese alguna posibilidad. Esperanzada, emprendió rumbo hacia la hendidura del túnel. El vendaje comenzó a deshacerse, pero no se detuvo. La herida sanaba a medida que introducía el pie en los charcos. Los nervios agarrotados se fueron calmando, su cuerpo comenzó a secarse. Al tener de frente la abertura en la pared contuvo la respiración. Puede que su hermano no lo consiguiera. Cuando se arrodilló para entrar, el aguacero cesó drásticamente. No echó la vista atrás.

 

La habitación de azúcar

Jimena Tierra

Jimena Tierra. Amante de la literatura y licenciada en Derecho por la UAM, Jimena Tierra ha realizado diferentes cursos de especialización en escritura creativa en centros como Escuela de Escritores, talleres Fuentetaja o la UIMP, de la mano de profesores de prestigio como Alberto Olmos (Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid en 2006 y finalista del Premio Herralde en 1998) o Philip Kerr, Premio Internacional de Novela Negra RBA en 2009). Ha colaborado en prensa local con diversos artículos de opinión y publicado numerosos relatos cortos en revistas narrativas. Asimismo, ha dirigido algunos espacios socioculturales en Internet y es autora de la novela Equinoccio. En la actualidad dirige la redacción del blog literario El invierno de las letras y continúa su formación cursando grado en lengua y literatura españolas en la UNED en paralelo a su trabajo como tramitadora en el departamento jurídico de una aseguradora del sector privado.


Contactar con la autora:  jtliteratura [at] gmail.com

👀 Lee otro relato de Jimena Tierra (en Almiar): Quiero una pluma

🖼️ Ilustración del relato: Imagen digital por Isella Carrera Lamadrid ©
(Ver muestra, en Almiar, de esta autora).

biblioteca relato Jimena Tierra

Más relatos en Margen Cero

Revista Almiar n.º 69 – mayo-junio de 2013 MARGEN CERO™ 👨‍💻 PmmC

 

Siguiente publicación
«Me gustaba la paz que iba sintiendo y que sólo…