relato por
Francisco Martínez Carcelén

 

Ú

ltimamente regresaba a casa siempre cansado, decepcionado, harto de las clases y del instituto en donde las impartía, o en donde al menos lo intentaba unas veces y otras hacía como si lo intentara. Apenas si conversaba con mi esposa durante las comidas, aunque no era solo por mi culpa. Ella también se encontraba hastiada: de la casa, de las niñas, de las lejanas expectativas de trabajo. Casi olvidadas teníamos las salidas a cenar en coquetos restaurantes, después de haber visto una buena película en alguna de las salas de la ciudad y antes de acudir a uno, o a varios, de los pubs de moda a tomar unas cuantas copas. Recuerdo que solíamos regresar a casa deslizándonos a través de graciosas eses para culminar la noche felizmente.

Pero aquel mediodía un comentario de mi mujer consiguió que olvidara mi sorda irritación crónica y despertara de mi aparente indolencia. Fue una sola frase suya, nada del otro mundo en apariencia, tan solo unas pocas palabras pronunciadas, además, sin auténtica malicia, pero suficientes para provocar en mí el mismo efecto que el descabello definitivo a un animal herido y abrumado. Ocurrió así —ya advertirá el curioso lector qué poca cosa basta para hundir a un hombre en realidad—: cuando hubimos terminado de comer, yo, fiel a mi costumbre, no hice la menor intención de levantarme para ayudarla con el friegue de los platos, sino que continué sentado, absorto en mis pensamientos, aburriendo el café con la cucharilla. Ella, de pie ante el fregadero, de perfil ante mí, me miró de reojo y, con una media sonrisa irónica me dijo: «¡Ay, el hombre del misterio! ¡A ver si aparece el dichoso misterio de una vez, que aún lo estoy esperando!».

A pesar de la apariencia inocua de sus palabras, estas constituyeron para mí una certera carga de profundidad que me tocó de lleno. Al oírlas, imposté de inmediato una sonrisa tonta en la que quise esconder la sorpresa, la vergüenza y un sentimiento más que mediano de humillación.

Acto seguido, mi mujer cambió su sonrisa anterior por un gesto de fastidio y se marchó al salón para descansar un ratito aprovechando que las niñas, por fin, dormían la siesta.

Ahí quedé yo, a solas en la cocina, con la cabeza gacha y la mirada nuevamente perdida en la tacita de café, abatido… Porque había sido yo quien convocara, mucho tiempo atrás, el misterio al que ella acababa de aludir, yo quien de alguna manera se había comprometido a poner todo de su parte para que en el futuro ese misterio se desvelase y nos proporcionara la felicidad… o, al menos, otra vida, una distinta de esta a la que finalmente nos habíamos entregado en rendición, derrotados como dos soldados sin moral, sin espíritu de lucha, sin patria que defender y, aún peor, hartos de combatir.

El misterio…

Fue una de esas hermosas mañanas invernales, muy frías y muy claras, de Madrid, donde con poco más de veinte años ambos estudiábamos. Nos habíamos tomado la licencia de no asistir a clase y regalarnos el placer de callejear. Mientras desayunábamos en uno de los bares del barrio periférico en que vivíamos me demoré explorando el rostro, los ojos de la que entonces era mi reciente novia. Después de una noche de entrega mutua, tras el descanso bendito de un sueño por completo libre de inquietudes, regalo del deseo cumplido, del amor satisfecho, un sueño de esos en los que no se reposa sino que se flota en un mar de felicidad apacible, sus suaves facciones me parecían iluminadas por una luz cálida y nueva emergida de su interior. Parecía también como si sus ojos quisieran retener para siempre la brillantez de la vida en aquel momento único de nuestra juventud. Pero mis miedos me jugaron una mala pasada. Un nerviosismo exagerado me fue ganando, materializándose en un batir incesante y maquinal, arriba y abajo, de mi pierna izquierda, y luego también de la derecha, y luego de ambas en una compenetración de secuencias rítmicas perfectamente lograda y exasperante. Y es que me aterró la idea de perderla. Y fue por eso que la ansiedad desatada decidió por mí, de manera que, ante los cafés con leche y las porras, entre los sonidos de las máquinas tragaperras, el olor a oreja a la plancha y algún que otro exabrupto procedente de la barra, donde un grupo de obreros se jugaba la cuenta a los chinos, hice aparecer el misterio, esa ciega y torpe huida hacia delante que, a partir de ese momento, marcaría mi vida.

Me resulta imposible no sonrojarme al evocar con más detalle, palabra por palabra, mi revelación de aquella mañana. En algún momento llegué a proferir algo así como: «A mí me gustaría decirte que…, me gustaría que supieras…, yo soy más de lo que se ve a simple vista, atesoro más de lo que parece…, como si guardara en mi interior… un misterio…». Al oír la llamativa palabra, ella, intrigada y asombrada, divertida e ilusionada como solo una mujer lo está en los primeros momentos de una relación, dijo: «¿Un misterio? ¿Y qué misterio es ese?».

Para mí era demasiado tarde ya: no había terminado de pronunciar la última sílaba de la imprudente palabra cuando ya —angustia y aflicción— era consciente del error fatal. Pero ya no existía vuelta atrás. La palabra había sido dicha, y no solo eso: se había  transformado en una especie de mina capaz de volar en pedazos mi estatus y mi prestigio de galán reciente: ahora debía hacer verdad tan inesperado alarde, debía afrontar mi propio envite, no me quedaba otra que jugar la baza del misterio que yo mismo acababa de arrojar sobre el tapete. Y supe que debía intentar  ganarla  con  palabras  encantadas  —de ninguna otra clase me iban a servir— que pudieran volvérselo visible, creíble.

Y, naturalmente, sucedió lo peor: no logré estar a la altura de mi propia apuesta. No supe explicar el misterio: las palabras salieron de mi boca amordazadas; mis frases, torpes y vagas, se enroscaron inútilmente sobre sí mismas, para extinguirse en un chisporroteo flojo de pirotecnia fallida, allá en el techo raso del local; mis razonamientos, inconexos y confusos, se mezclaron con el humo de los cigarrillos y desparecieron en la atmósfera del bar sin dejar rastro, como si nunca hubieran sido pronunciados.

Aun así, porfié unos minutos más aferrado a mi intento como quien se agarra a la barandilla del tren más importante de su vida. Sin embargo, no conseguí llegar hasta mi novia, que me había estado escuchando con gran curiosidad. Ella trató de entender lo que yo quería decir, pero me fue enviando inequívocas señales de incomprensión primero y de desconcierto después, las cuales acabaron por descorazonarme, sumiéndome en la constatación dolorosa de que había defraudado estúpidamente las expectativas que yo mismo —igual de estúpidamente— había levantado. Acababa de incurrir en uno de los errores más dañosos, en uno de los peores pecados que un enamorado flamante pueda cometer.

Tras mi fracaso noté mi boca llena del tacto de alas de murciélago, que es a lo que saben las palabras muertas.

Todo mi discurso se apagó apenas antes de nacer. Hubiese querido ser como uno de esos magos que extraen de su garganta pañuelos de vistosos colores y solo fui capaz de abortar un barullo de inútiles trapos sucios.

A raíz de aquello, jamás volví a mencionar el tema. Pero el envite cobró vida propia y se echó a rodar por sí mismo, para pedirme en el futuro cuentas, con el debido interés.

Pasado el tiempo, mi mujer, en silencio, acabaría haciéndose cargo de esas cuentas y me recordaría, de tarde en tarde, la promesa incumplida del misterio.

… El misterio … ¡Cuántas veces, desde entonces, no me habré preguntado el porqué de aquella palabra ridícula y bochornosa!… ¿Qué clase de petulancia me incitó a usarla?

Pero quizás simplemente ocurrió que no hallé otra más a mano para expresar lo que quería decir… Porque yo, de algún modo, creía verdadero aquello del misterio. Sí, me equivoqué de palabra con aquella que me vestía de un anticuado traje confeccionado de romanticismo trasnochado y, además, me quedaba grande. En realidad, lo que yo había querido comunicarle era que, aunque parecía un individuo más bien tímido, taciturno, irresoluto, sin embargo ella debía confiar en mí, porque con su confianza y algo de tiempo yo llegaría a ser otro, uno que estaba pugnando por salir a la superficie y nada tenía que ver con aquel ser circunspecto, encorsetado y anodino. Uno que albergaba la esperanza —y esa era la guinda del misterio—, de llegar a ser un gran escritor, sueño en que fiaba muchos de los anhelos de mi vida futura, de mi destino… Destino, otra gran palabreja… ¿De dónde saldría?… Ah, sí: Hermann Hesse, ¡ay, Hermann, tú fuiste uno de los que me hicieron creer que yo tenía derecho a un destino, el destino!

Sin duda, el éxito de ese sueño, el cumplimiento de ese destino traería consigo el desarrollo de mi amorfa y raquítica personalidad, el lucimiento de mi —por entonces— discretísimo encanto. Mis progresos en el oficio de escribir acabarían otorgándome alas mágicas para volar ligero, sin lastre alguno de la sórdida existencia de aquí abajo, encumbrado por encima de la mediocridad; alas cuyos colores simbolizarían las nuevas y maravillosas facetas de mi yo remozado, elocuente, carismático, brillante… Todo esto, y más, me sería otorgado con solo poner en práctica el don que creía poseer: escribir para suspender el ánimo de los demás y revelarles territorios desconocidos del mundo, la vida y —¡oh, vate!— ellos mismos.

Mi don. Lo pude ver ya en mis primeros escarceos como escritor, con los que tuve la sensación no solo de haber logrado plasmar en un papel aquello que previamente había visto en mi mente o en mi corazón, sino que pude observar, cuando después leía aquellos mismos escritos a mis amigos, sus ojos turbados por la sorpresa y el asentimiento, pues eso mismo era lo que ellos habían vivido tantas veces sin lograr ponerle nombre. ¡Qué satisfacción, qué profundo halago! Aquella era la prueba de que el sueño se tornaría realidad, aquello afianzaba, más y más, la sospecha íntima, la apenas refrenada esperanza de que yo era uno de los elegidos.

Y así fue durante un tiempo. Hasta que tras uno o dos fracasos iniciales con escritos dirigidos a revistas literarias y premios, tras algunas tentativas inmaduras de relatos y novelas, siempre inconclusos, comencé, tempranamente desilusionado, a desistir, a desconfiar de mí, a decirme que daba igual, que al fin y al cabo escribir no era tan importante, se podía vivir sin ello, leer era suficiente… Años de indecisión y dejadez, siempre aparcándolo todo para otro día. Dejé de soñar mi sueño y la vida real me tragó, me hundí en la calma, como le ocurriera a cierto personaje en un cuento del maestro Chéjov.

Sí, me conformé con una vida cómoda, pero mediocre. Tras un noviazgo algo tenso llegó, paradójica e insospechadamente, un matrimonio bien avenido, tranquilo e incluso calmoso. Apenas volví a escribir nada y lo poco, malo. Definitivamente lo dejé morir de inanición. Pero nunca logré olvidarlo del todo, siempre estuvo ahí como una herida abierta y supurante, o como el remordimiento tras un crimen en la conciencia de algunos delincuentes.

Pasaron los años, terminé la carrera, aprobé una oposición y comencé a trabajar como profesor de Literatura en institutos de secundaria, hasta hoy.

¿Y el misterio?

Nunca llegó el relato maravilloso ni yo me transformé jamás en un ser igualmente fascinante. Durante estos años he vuelto cada mediodía del pueblo donde trabajo, cansado o más bien harto, y me he encontrado a mi esposa preparando la comida de mal humor, gritándole a las niñas y las niñas gritándose entre sí. El tiempo ha volado, sí, y el misterio, el jodido misterio, nadie sabe dónde habrá quedado, adónde habrá ido a parar… Seguramente lo habré ido asesinando lentamente, casi sin darme cuenta, con el silencio blanco y cómplice de mi almohada, asfixiándolo un poquito más con su engañosa blandura cada noche.

Pero si él se ha ido, entonces, ¿qué queda de mí? No lo sé, quizás realmente nada que valga la pena ya. En todo caso, en la próxima sesión tal vez me ayude a evocarlo de nuevo Marta, mi psicoterapeuta, el jueves que viene, de dieciséis a dieciséis cuarenta y cinco, que no se me olvide.

Francisco Martínez Carcelén


Francisco Martínez Carcelén
. Es un autor natural y residente en Albacete. Es profesor de Lengua Castellana y Literatura en Secundaria.


Contactar con el autor: martinezcarcelenpaco [at] gmail.com

 Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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