Reportaje a Gisela Morales

por

Juan Carlos Vásquez

 

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onocí la obra de Jaime Sáenz en un viejo sótano de un edificio en Manhattan en el año 2002, donde se alojaba un amigo que tenía pocos meses de haber llegado de La Florida. La obra era una extensa tesis de grado que me dejó impactado de principio a fin. Desde entonces ha sido una lectura obligada, un referente que me ha llevado a indagar y descubrir nuevos entornos que desconocía.

Explorar todos los caminos para saberse perdido en la nada pero obligarse por alguna razón a intentarlo una y otra vez… No hay que hablar de exilios, ni de búsquedas continentales. Jaime Sáenz encontró en su espacio el secreto nocturno de todas las noches y de todos los universos. Una abstracción del mundo exterior en los propios pensamientos y agobios de su existencia, que eran más grande que la geografía total de las distancias posibles. Jaime Sáenz inevitablemente sigue causando muchas interrogantes por la intensidad de su prosa, por la complejidad de su vida y los enigmas que siguen transgrediendo su historia.

«En las profundidades del mundo existen espacios muy grandes. Un vacío precedido por el propio vacío, que es causa y origen del terror primordial, del pensamiento y del eco. Existen honduras inimaginables, concavidades ante cuya fascinación, ante cuyo estancamiento seguramente uno quedaría muerto. Ruidos que seguramente uno desearía escuchar, formas y visiones que seguramente uno desearía conocer, quién sabe con qué secreto deseo, de llegar a saber quién sabe qué».

El alcohol, la muerte y el lenguaje fueron intrínsecas en su diario cotidiano, una suerte de ironía que surge de forma desenfrenada, todo ello pretendiendo encontrar vías opuestas a la realidad imperante. Sin duda alguna, ir de su mano es viajar a las profundidades. Es entrar en un espacio vetado por el miedo donde hurgar y perderse es encontrar respuestas maravillosas

«Mientras viva, el hombre no podrá comprender el mundo; el hombre ignora que mientras no deje de vivir no será sabio. […] Qué tendrá que ver el vivir con la vida; una cosa es el vivir, y la vida es otra cosa./ Vida y muerte son una y misma cosa».

Gisela Morales, sobrina de Jaime Sáenz Guzmán, responsable de su archivo y derechos de autor nos presenta una fiel exposición de aspectos de su vida desde el entorno familiar. Su relación con la ciudad de La Paz, el amor. Anécdotas inéditas y trascendentales en la creación de su obra, presentándonos al cierre material de sus archivos como aportes testimoniales.

 

 

 

Entrevista a Gisela Morales

por

Juan Carlos Vásquez

 

«Nadie podrá acercarse a la noche y acometer la tarea de conocerla, sin antes haberse sumergido en los horrores del alcohol. El alcohol, en efecto, abre la puerta de la noche; la noche es un recinto hermético y secreto, que se hunde en lo hondo de los mundos, y no se podrá mirar en sus adentros, sino por la vía del terror y del espanto».

Sáenz sucumbió arraigándose a lo místico y lo oculto. Visualizo sus ideas más profundas como una suerte de ronda que era el alimento de la noche. Él, que sentía las cargas de su entorno; aprendía más que cualquiera plasmando así la esencia de un espacio que modificándose a sí mismo le inquietaba sobremanera. ¿Qué existía en La Paz para que Sáenz llegara a este desborde de ideas plasmadas magistralmente en Imágenes Paceñas?

—La Paz es una ciudad que emerge de una hoyada, rodeada de montañas y laderas atiborradas de construcciones. Geográficamente, su naturaleza andina y sus 3400 metros sobre el nivel del mar, de hecho, la caracterizan como única. Imágenes Paceñas, devela una ciudad oculta, haciendo visible su magia a través de determinados lugares y personajes que la tipifican. La presencia de un mundo aymara, en un proceso de transculturización con otros, definitivamente tiene que ver con el «ser y estar» del que nos habla en el libro, y a partir del cual se crea una identidad. Es más, La Paz no solo está presente en este libro, es un personaje casi permanente en el conjunto de su obra.

Sus calles son angostas, de subidas y bajadas, de recovecos y travesías sin salida. En el día pueden pasar las cuatro estaciones, de una tormenta pasas a un sol intenso o un viento huracanado, nunca se sabe. El tumulto de sus habitantes y su apropiación de las calles te puede asfixiar y con ello el ruido llegar a ensordecerte. Después de treinta y cuatro años de la publicación de este libro, dedicado temáticamente a la ciudad, aunque las montañas permanecen abrazándola y todavía la habitan los locos, las tenderas, los lustrabotas y los soldadores, su transformación sigue constante y su magia no ha desaparecido. Tal vez no es que la ciudad tiene algo por sí misma, sino cómo uno la mira y vive, dentro de una dinámica socio cultural que la construye y de-construye, recreándola permanentemente.

La noche fue sin duda el epicentro de sus obras, internarse en sus fauces le develaban secretos inaccesibles para los demás. Sufrir escarmientos en vez de ser castigos eran padecimientos necesarios en esa búsqueda. ¿Fueron el alcohol y la noche un camino de sabiduría y de conciencia más profunda que la realidad?

—Voy a responder desde una perspectiva sobre todo humana. Cada uno encuentra sus caminos, es una elección. Evidentemente el consumo de alcohol puede ser un recurso que determine ciertas experiencias, desde corporales y mentales hasta sociales, y por tanto, consecuencias que desencadenan en una toma de conciencia de la realidad o más bien, en un alejamiento o huida de la misma. Considero que el consumo de alcohol que experimentó Sáenz, condicionó su vida y la de su familia, desembocando en duras experiencias y como resultado en décadas de abstinencia, aunque con algunas obvias recaídas. La vida de Sáenz fue de constante búsqueda. Sin límites, más de los que le pusieron los encuentros con los extremos. Si tenía que escribir, escribía hasta el final. Y si tenía que beber, bebía hasta el fin. Vivió al filo, entre la tentación del alcohol y la dedicación total a su obra.

En La Noche describe precisamente el proceso doloroso del vínculo con el alcohol y evidentemente lo asocia con la noche. Nos lleva a los rincones más oscuros que puedes experimentar para concluir finalmente en que «el alcohol abre la puerta a la noche» y «es la luz para quien conoce sus profundidades». Es decir, para él fue un recurso para salir de la oscuridad. En todo caso, yo me quedo con el aprendizaje que provocó una acción al respecto. Cuando bebía no escribía.

—Aparte de la realidad histórica de una época, ¿cuál consideras que también fue un factor determinante en su vacío personal para alejarlo de la cotidianeidad?

—En realidad Jaime Sáenz vivió la cotidianidad a su manera. Al margen de una posible y aparente pertenencia a otros mundos y otros tiempos, percepción que se desencadenó de una especie de encierro y una elección no convencional de relacionarse con otros, no estaba divorciado de la realidad y del día a día. Aunque se declaró enemigo de la televisión, durante décadas fue seguidor de programas de radio, tenía suscripciones a varias revistas internacionales, compraba el periódico semanalmente y en procesos históricos como la Revolución Nacional (1952), participó activamente. Años antes inclusive se inscribió formalmente al Partido de Izquierda Revolucionaria (PIR). En momentos posteriores pudimos ver cómo vivía la realidad, a veces hasta llegar al sufrimiento extremo, como cuando en los años 80, el gobierno de turno determinó la relocalización de los mineros, medida desembocada de una crisis social y económica profundas en Bolivia y por tanto, en un retorno al alcohol para él. Su aislamiento fue más de una «forma de vida» que de la vida cotidiana en sí misma. Como dormía durante el día y escribía en la noche, evidentemente debía alejarse del ruido y la luz solar, hábito que no tuvo toda su vida. Cuando trabajó formalmente hasta los años 60 aproximadamente, tenía un horario de trabajo establecido institucional y socialmente, y por supuesto estaba obligado a convivir con el movimiento y dinámica urbanos. Inclusive el uso de su inseparable sombrero para protegerse de la luz del sol fue posterior a esa época.

Su encuentro con la noche fue gradual al elegir dedicarse a escribir por completo. Años después, trabajando en la cátedra, optó por el horario nocturno hasta dictarla en su casa, inclusive. Fue fiel a las tradiciones, navidad y cumpleaños con la familia y aunque él no visitaba las casas de sus hermanas, era sagrado ir entre la tarde y la noche a la suya. Creó permanentemente una serie de actividades y acontecimientos con sus amigos en su casa, en los Talleres Krupp, eligiendo cuándo, dónde y con quiénes interactuar en determinadas facetas de su vida. La familiar no se vinculaba con la de las amistades y viceversa. Es posible que esta forma de vivir, se haya relacionado con posibles fobias, a la luz, al bullicio, a las multitudes o simplemente detestaba acondicionarse a normas y hábitos establecidos que evitaban tanto su tránsito armonioso por la ciudad como su disciplina para escribir.

—¿Es valorada internacionalmente la obra de Jaime Sáenz?

—Pues no sé, es algo que él nunca buscó ni le interesó. Más bien, su objetivo era publicar, tener el libro en sus manos. De ahí, en adelante, inclusive la difusión, era otro cantar. De manera póstuma hemos publicado y reeditado la obra completa, aunque siguen apareciendo textos inéditos. Nuestro mayor objetivo ha sido la difusión a partir de la publicación de los libros inéditos y posteriormente la reedición de la obra publicada. Por sí misma, es decir por su propio peso, la obra se abrió caminos a partir del interés de unos y otros, editoriales, traductores, seguidores, estudiosos de la misma, cuya gestión, previa al boom de la red Internet, ha sido importante. En todo caso, el solo hecho de publicarla implica una valoración. Un siguiente paso, que en cierta medida algunos lo hacen, es hacerla conocer a nivel académico, por ejemplo y otro lograr que las ediciones tengan mayor alcance.

—En 1948, Érika, la que fue su esposa, y su hija Jourlaine se van a Alemania abandonando a Sáenz por sus frecuentes recaídas. Mantuvo algún contacto o relación con ellas después que partieron ¿hoy en día cómo es la relación de sus parientes lejanos con su obra y legado?

—Muchos años antes de su muerte, Sáenz nombró como custodio de su obra al doctor Arturo Orías Medina, de manera verbal, y decidió que si hubiera rédito de la obra se destine a la tía Esther, quien vivió y se hizo cargo de él hasta su muerte. Fue algo predeterminado y jamás cambió tal decisión ni mencionó a nadie más.

Desde su partida pasaron muchos años para reanudar el contacto con su hija. Aproximadamente en los años 70 establece correspondencia escrita con ambas, la cual se pierde y retoma en alguna otra ocasión. Cuando muere su padre se le comunica lo acontecido, después de hacer una búsqueda complicada. La esposa de Arturo Orías, Tina, lleva hasta Alemania, porque era su país de origen, dos cuadros al pastel de Agnés Frank, uno muy famoso vestido con el saco del aparapita [1] y el otro con su impermeable negro, de siempre. Además de los títulos publicados, a manera de lograr un acercamiento. Pasan otros cuantos años más y se despierta mayor interés por descubrir quién era su padre, indaga entre amigos e incluso con gente que ni lo conoció para saber quién era el Sáenz de quien de pronto tanto se hablaba y de quien se tradujeron cuatro de sus obras al alemán.

En varias ocasiones, antes y después de la muerte de la tía Esther rechaza repetidamente todo tipo de herencia y el 2010, tras años de apariciones eventuales y largas desapariciones, anuncia que esa vez sí estaba dispuesta a recibir el legado de su padre. Se le explican los pasos correspondientes, pero hasta la fecha nuevamente desaparece. Una suerte de idas y venidas, de apariciones y desapariciones, que en Sáenz significaron la reproducción constante del abandono inicial al que le obligó su madre.

—¿De qué forma afecta a Jaime Sáenz estas partidas?

—Cuando Erika se va de la casa impide a Jaime Sáenz el contacto con su hija, muy pequeña todavía. Al margen de las supuestas recaídas, supongo un deterioro de la relación que hace que ella opte por irse. En todo caso, era evidente que Jaime Sáenz nunca establecería una relación convencional. Jamás sucedería con nadie.

Y si su consumo de alcohol tuvo consecuencias, la mayor fue la sentencia de quitarle el derecho de ser padre y por su consecuencia a su hija, quitarle el derecho de tener como padre a Jaime Sáenz.

Vivió una ausencia permanente con secuelas para toda la vida. Veinte o treinta años después, seguía pensando en el abandono por una parte, en la prohibición de ver a su hija por otra y en la pérdida de su amor, obviamente. Y como es evidente escribe sobre esta experiencia en muchos momentos, consciente de que jamás habría un retorno.

—Hay hechos que muchos considerarían extremos pero que para Sáenz eran un simple proceso de redescubrimiento en la vida. Como visitar la morgue, estudiar doctrinas teosóficas, leer a místicos como Milarepa. Experiencias con el delirium tremens y así llegar hasta un poemario único, una proeza: Poemas de la noche. ¿Cómo dividiría las épocas de Jaime Sáenz hasta la consagración de su obra?

—Considero necesario marcar algunos hechos que condicionaron la vida de Jaime Sáenz. Mi abuela se embarazó de él a sus quince años y desde el momento en que da la noticia a su padre, mucho mayor que ella y con el niño todavía en vientre, se sucede una suerte de abandono total por parte del padre. Pese a haber obviado la existencia de su hijo y que mi abuela nunca le pidió nada, se tuvo que recurrir al padre a sus diez y ocho años porque, por norma, debía autorizar el viaje de su hijo a Alemania ya que en esa época era menor de edad.

Esta situación determinó una tendencia a la sobreprotección por parte de mi abuela y de la tía Esther, inclusive poniendo en segundo plano a las hermanas menores, mi madre y mis tías, quienes de alguna manera estaban predispuestas al mismo trato con él. Así, el mundo familiar giró en torno al hijo primogénito quien en compensación a su situación de rechazo paterno recibió una atención, imposible de superar.

El viaje a Alemania, cuando los mejores estudiantes de algunos colegios fueron elegidos para hacer su servicio militar en la Alemania hitleriana, es definitivo. Tuvo un acercamiento a un espacio europeo donde el alcance a varios recursos, como los literarios o musicales, por ejemplo, le abrieron la perspectiva. De hecho, él ya había asimilado mucho del tío Alberto Ufenast, esposo de la tía Esther, de quien adquirió ciertos hábitos de lectura y amor por la música y quien fue, en cierta medida, un referente paterno entre su adolescencia y juventud.

También, en Alemania experimentó el amor por primera vez con las intensidades que solo él sabía y podía, dejando precedente al guardar para siempre la correspondencia sostenida con su amada.

Ideológicamente asumió una posición antijudía, entendida como la confrontación decidida al imperio más dominante y al que solo otro, como el de Hitler, podía moderar. Asume también ciertas actitudes arbitrarias con su entorno más cercano, conformado por una mayoría de mujeres.

El retorno, después de aproximadamente dos años, es otro momento. Comenzó a trabajar, escribir como periodista y acercarse progresivamente, en alrededor de una década, a lo que sería Jaime Sáenz, el poeta y escritor.

Existen sus primeros escritos fechados desde 1943. Década en la que hizo amistad con los bohemios de la época, unos diez años mayores que él y situación que lo llevó a sus primeros encuentros con el alcohol.

Todavía con cierto control sobre su consumo trabaja formalmente varios años y en la medida en que escribe, se involucra con la bebida.

En esos términos se convierte en un habitante singular de la ciudad, dibuja con tiza su rostro por las paredes, y por supuesto, se convierte en un visitante frecuente de los cementerios y de la morgue.

Ya muerto el tío Alberto, sin mujer ni hija, la casa de su madre sirvió para todo tipo de experiencias. La muerte entraba y salía frecuentemente. La luz debía mantenerse muy baja, casi en penumbra.

Algunas noches, en esa época, era inevitable cenar sin el pedazo expuesto de algún cadáver, imposible de retirar de la mesa y del control de su mirada, hasta que el sueño lo venciera y sus hermanas, todavía niñas, tuvieran que acompañar a la tía a deshacerse de los restos, mientras su madre evitaba que despierte.

Otros amaneceres, llegaba a la casa con su grupo de aparapitas y exigía la preparación de un caldo, a su madre, la tía y sus hermanas, quienes debían evitar mayor escándalo en el vecindario y abstenerse de reclamos.

En 1955 se publicó El Escalpelo, y a partir de ese momento, en los treinta años que le quedaban de vida, se sucede toda su obra literaria. Entonces se hace manifiesta su fijación con la muerte, la noche, el amor y el desamor y paralelamente la evidente carencia de la figura paterna que es la búsqueda de un referente de identidad, plasmado abiertamente en su novela Felipe Delgado.

En este transitar «temático» por así llamarlo, podemos ver otros encuentros vivenciales complementarios, como con los planetas, a través de sus telescopios, o con los insectos, que posiblemente se comerían su cadáver, explorados en el microscopio. O tomando unos tragos con los aparapitas. O escuchando música en una de las plazas de la ciudad.

Tras la traumática pérdida de su madre, con sus viejos amigos muertos o fuera del país, encontró a otros. Sus procesos de socialización de públicos y bulliciosos en las calles pasaron a ser muy privados y en su casa. En las siguientes épocas tendría, más amigos y «discípulos» jóvenes.

Dos de las hermanas, guardaron un rol eterno silencioso y cómplice. Con la menor nunca más volvió a hablar hasta su muerte, por haber huido de la casa. Desde una vivencia más sufrida que compartida, ejercieron compañía permanente a los cuidados que le había encargado su madre a la tía Esther, mientras Sáenz escribía y con apoyo de sus amigos más cercanos organizaba la presentación de sus libros, ocultando sus recaídas en algunos casos.

Sus años de cátedra en la Universidad Mayor de San Andrés marcaron otro momento. Tras su penúltimo reencuentro con el alcohol, en 1981, y dos años antes de habitar su última morada, la Casa del Poeta, solo pasaron cinco años para recorrer la distancia que como uno de los elegidos debía emprender definitivamente.

—Entre el periodismo y la cátedra, ¿cómo fue su etapa laboral?

—Sáenz empezó a trabajar en reparticiones del Estado. Luego en periodismo, por diez años, como Jefe de la División de Prensa de la embajada norteamericana. También en algunas revistas y escribió para algunos números del periódico MASAS, del Partido Obrero Revolucionario de línea trotskista. Según algunas versiones además fue secretario de prensa de la Central Obrera Boliviana.

Nunca habló mucho de esta faceta. Recuerdo que antes de morir y sabiendo mi futura elección por el periodismo, me decía que tendríamos una larga charla al respecto, la cual quedó pendiente porque nos ganó su partida.

De la cátedra, existen muchos testimonios, los de sus alumnos, por supuesto. En todo caso, fue por impulso de Arturo Orías que optó por dedicarse en tiempo parcial a la actividad académica, la cual le permitió seguir escribiendo además de tener un ingreso fijo para sobrevivir. Inicialmente dicta Literatura Boliviana de 1970 hasta 1971, cuando el golpe de estado militar toma las universidades estatales. Tras la época de dictadura, en 1978 es invitado y se hace cargo del Taller de Literatura Creativa.

—¿Qué criterios se toman hoy en día para las publicaciones y la promoción de su obra?

—Nuestro criterio es principalmente de difusión más que mercantil. Por consiguiente, siempre hubo el principio de evitar posibles intenciones de lucro a partir de la obra de Sáenz, aunque algunas veces han sido inevitables. Un lucro no necesariamente en dinero sino en imagen y fama, por ejemplo.

Sin embargo, nos apegamos a la norma, La Ley de Derechos de Autor vigente, que define ciertos límites para la utilización, reproducción y difusión de las obras y protege los derechos que no son propiedad colectiva y para el libre albedrío. Aspecto que no gusta a muchos por un incomprensible sentido de apropiación de la obra y la falta de asimilación y finalmente respeto a la decisión de la hija de no asumir su derecho hereditario por consanguineidad.

—Como todos los grandes autores, Sáenz es enaltecido y vilipendiado. Solemos en ocasiones acentuar rasgos de ocultismo y degradación moral. Pero es bien sabido y quizás no tan divulgado que Sáenz en etapas posteriores abandona la bebida, entiende necesitar un grado de lucidez superior y es allí que rompe con los estigmas pues para lo que muchos escritores fue un viaje sin retorno para él fue un estado de experimentación necesaria para dar evolución a su obra.

—Si bien el consumo de alcohol fue su mayor debilidad, considero que el abandonarlo fue su mayor fortaleza. Tanta fuerza de voluntad solo provino de experiencias muy duras, de haber tocado fondo y haber generado consecuencias en su familia. La presión ejercida por su madre, la tía y sus hermanas, tuvo cierta incidencia.

Como el hecho se convirtió en un asunto familiar, hasta llegar a la complicidad, los procesos de abstención implicaron la necesaria participación de su entorno. Le afectaba mucho ver cómo sufría su madre al respecto y si bien para él beber significaba internarse en el camino del conocimiento, para su familia implicó vivir en incertidumbre permanente, acondicionar sus vidas a su hábito y arbitrariedad, cuestión que no podía ser sostenible permanentemente.

Si bien esta presión lo alejaba de la familia, en el fondo fue la fuerza que lo impulsó y favoreció para seguir escribiendo. Es interesante cómo él ejerce una especie de represalia contra ellas al no tomarlas en cuenta en la presentación de sus libros por ejemplo, más enojado porque impidieran que beba que por favorecer, en cierta medida, a que continúe escribiendo.

Existe otro componente, sus obsesiones. Sáenz definitivamente tenía la fijación de terminar «la obra», el conjunto de sus libros. Terminaba uno y comenzaba otro. O los escribía paralelamente. La cosa es que siempre había uno pendiente que le impedía volver a un hábito que podía evitar el logro de su producción literaria. Se retaba a sí mismo permanentemente. Tomaba té todo el tiempo, chupaba pastillas de menta y anís, inclusive viendo beber a sus amigos.

Podían pasar años, décadas y no cedía a la tentación. Tampoco hablaba mal del alcohol y sus consecuencias. Todo lo contrario escribir lo obligaba a dejarlo y a relatar sobre sus experiencias con «él».

Me atrevería a decir que si La Paz fue un personaje en sus obras, el alcohol o más bien su relación con éste, era una especie de fantasma vivo que rondó permanentemente por su obra.

Al buscar la lucidez necesaria, dejando su consumo, escribió de forma casi continua durante los últimos veinte años de su vida y produjo más de quince libros.

Tocnolencias, un libro polémico entre las obras de Sáenz, ¿cuál fue la razón preponderante para que este libro tardara casi tres décadas en ser publicado?

Tocnolencias se publica tras una difícil decisión y un proceso de reflexión e intercambio de criterios, tanto con los amigos más cercanos de Sáenz, como con la empresa editorial. El principal motivo fue que Sáenz no dejó este libro dentro de los predeterminados para publicarse.

Sin conocer las razones y habiendo sido muy rigurosos con el respeto a sus decisiones y sin cuestionarlas, tanto Arturo Orías como la familia cercana, con quien él decidió coordinar, mantuvimos esta posición. Inclusive tras la muerte de Arturo Orías se esperaron otros años más, en función también de su decisión como custodio, quien siempre consideró que el libro contenía un tema sensible, la posición de Sáenz respecto a los judíos.

Finalmente, y entendiendo que si surgía repercusión al respecto, más bien se abriría una puerta a la discusión sobre cómo Sáenz planteaba críticamente el tema, se publicó el libro, del que inclusive se ha hecho una tesis de doctorado.

—¿Cuáles eran los autores preferidos de Sáenz?

—De los que nos mencionaba y recuerdo puedo nombrar a Tomas Mann, Goethe, Franz Tamayo y Edgar Allan Poe.

—Los Talleres Krupp…

—Sus espacios y sus cosas. Cada uno para un fin y cada cosa en su lugar. Los Talleres Krupp eran parte de la casa. Siempre organizada en el espacio común por una parte y en su espacio, por otra. Su espacio era su habitación, donde trabajaba y estaban los escritorios y biblioteca. Y los talleres Krupp, con la mesa sexagonal para jugar generala (partida de dados), donde se escuchaba la música, estaba su colección de discos y su taller de relojería. Los relojes se destacaban en toda la casa, pero en los talleres guardaba algunos especiales. Colgados en las paredes algunos mapas mundiales. El de la esfera lunar lo tenía en el dormitorio cerca de su auto retrato en tiza.

En este espacio seguro vivió su experiencia más social, sobre todo con sus amigos y alumnos de universidad, ya que las clases, desde que se dieron en su casa, fueron en los talleres Krupp. Hasta cartel de entrada tenía.

En la última casa que habitó, «La Casa del Poeta», propiedad de la Alcaldía Municipal de La Paz, el cuarto destinado a los talleres tenía dos ventanas, una con vista cercana hacia una antigua vivienda suya y la lateral, hacia la morgue y el contiguo Hospital del Tórax, que lo acogió en su última recaída.

Aunque siempre cubiertas con cartulina negra, alguna vez, escuchando música a todo volumen y cuando el insomnio sobrepasó su costumbre de dormir en el día, las abría, pese al efecto que la luz causaba en su vista. Desde su silla mecedora perdía la mirada en esas viejas construcciones y donde la morgue había permanecido para siempre.

Si el ochenta por ciento de su vida pasaba en su habitación, el resto lo vivió en los Talleres Krupp, con la marca del tiempo de sus relojes, su música a todo volumen y sus dados sobre la mesa.

—¿Alguna anécdota en su vida que por su particularidad recuerdes más que otra?

—Para quienes compartimos con él quedan marcados momentos únicos como salir a caminar siempre en línea recta, hasta que algo te detenga y te pares a contemplarlo largas horas. Típico en las salidas al Valle de Ánimas y Llojeta.

Las sesiones con el telescopio eran tan mágicas. Ver los planetas, escuchar sus relatos. Estabas en otra dimensión.

Jamás olvidaremos sus terroríficos gritos. Podía retumbar toda la casa llamando a la tía Esther o pidiéndonos que cerremos las puertas de sus cuartos para que no entre la luz. Y por qué no recordar su imponente risa y carcajadas que muchas veces llegaban a un tono irónico y sarcástico.

Su tratamiento con el cigarrillo también fue particular. Fumaba los sin filtro y siempre los partía en dos antes de encenderlos. Otras visitas para contar son en las que encendía quinqués y lámparas de alcohol para iluminar la casa y contarnos historias de La Paz y sus personajes, en un clima de penumbra más cercano al misterio que a lo tenebroso.

Y así cada persona que pasó por su vida te puede contar infinidad de anécdotas, costumbres y manías, a veces aprendidas, otras descansando en el recuerdo.

—¿Por cuál de sus textos guarda más solemnidad?

—Tengo un especial encuentro con Los Cuartos, en prosa. En poesía, su obra completa, aunque con profundas marcas de Aniversario de una Visón, Recorrer esta Distancia, Muerte por el Tacto y Al Pasar un Cometa. No puedo dejar de mencionar a La Noche que me conmueve de una forma especial.

—1986, los últimos días. La conclusión de una obra.

—Su partida significa una de las experiencias más difíciles y por cierto de mayor aprendizaje en mi vida y en la de la familia. La que junto con su obra me inspira un gran sentido de respeto y cercanía.

Su retorno final al alcohol, el que lo llevó al encuentro definitivo con la muerte fue el inicio de la partida, al cabo de 1985. La tía ocultó unas semanas la gravedad del asunto pero fue inevitable que sus hermanas lo percibieran. Lo recuerdo muy bien, me gradué como bachiller y la tensión comenzó en navidad, cuando ya se sospechaba la situación.

Dentro del cuarto de la tía había un vestidor o un pequeño depósito, el cual se fue llenando de las cajas de whisky, hasta llegar al techo. Como nunca antes, mi hermana menor y yo, ya adolescentes, nos habíamos hecho compañeras de Sáenz, de la tía y del momento. Debíamos ayudar a sobrellevar lo que mi madre y su hermana habían vivido otras veces. Además de aprender a morir.

La tía ya había pasado los ochenta, la carga era dura y teníamos que cuidarla. Un año antes estuvo al borde de la muerte y debía cumplir el deseo de su sobrino, morirse después de él. Fue como un proceso planificado. Todavía pedía su tabla para escribir en la cama y nos hizo sus últimos dibujos y calaveras. Esta vez a todo color con marcadores permanentes. Nuestros sobres de regalo de navidad fueron la confesión. A fin de año, el regalo era un sobre con algo de dinero. Esta vez los dibujos y la letra lo decían todo. Había vuelto a beber…

Ni las reflexiones, ni la memoria de su madre, tampoco el sufrimiento de la tía Esther lo movilizarían para considerar dejar de beber.

Agotamos lo imposible hasta la irremediable internación, primero en el seguro universitario. Luego en el Hospital del Tórax, a pocos pasos de la Casa del Poeta. En esos momentos íntimos, solo debíamos estar los más cercanos. Como él decía era cuestión de pudor. Junto con nosotros recuerdo la incondicional presencia del doctor Cayo Alfredo Rivera, su médico de cabecera y Arturo Orías, quien lo vivió tan profundamente como la familia.

Una vez recuperado y teniendo que permanecer hospitalizado por orden médica, solicitamos el alta firmado, haciéndonos cargo de las consecuencias. Tanto él como nosotros sabíamos que ese proceso no podía vivirse en un hospital y menos sin una copa y un cigarrillo en la mano, los cuales por supuesto estaban prohibidos.

Desde su regreso, duraría exactamente un mes, en el que por turno vivimos el desprendimiento lento de cada una de sus épocas, de cada uno de sus objetos y de su entrañable relación con la tía Esther.

El doctor Cayo, como lo llamábamos nosotros, anotaba a diario, la evolución del caso y nos decía que tal vez de esa noche no pasaría. Y así durante treinta días cada vez que llegaba la noche y después de largos días esperábamos que sucediera y no llegaba.

En realidad, él estaba viviendo su propio proceso, en la oscuridad de su cuarto, frente a sus libros y con quien lo había protegido los últimos treinta años de su vida, la tía Esther.

Mientras tanto tuvo alguna visita, una lectura de poemas, unas supuestas últimas palabras. Se cuentan varias versiones.

La nuestra, es que después de ese recorrido, entre personajes y cuentos, los que él nos contó en la niñez y se los hizo contar de vuelta, el día 15 de agosto de 1986 nos pidió que entráramos uno a uno, se despidió y pidió permanecer solo. Ya hacían varias semanas que a cuenta de «pisco» bebía unos pequeños tragos de agua y ni siquiera percibía la diferencia.

Hizo sus últimos garabatos en la tabla para escribir, cerró los ojos y comenzó a recorrer la distancia que tanto había esperado, desde las 9:45 del día siguiente.

—Hoy en día, de qué forma se puede entender o calibrar la aportación que ha hecho Jaime Sáenz a la literatura.

—La obra de Sáenz te remueve profundidades. Su dominio de la palabra, su forma poética y universalidad de lenguaje, abrió fronteras temáticas, expresivas y hasta geográficas.

Sus temas son fundamentalmente humanos y su tratamiento nos lleva a reflexiones existenciales, por lo que trascienden al tiempo. Siempre nos preguntaremos sobre la vida, la muerte y el amor y desamor, por supuesto.

Encontrarte con quien te abre la puerta a dimensiones del ser en las que preferimos no pensar y cuya narrativa y poesía te llevan hasta tocar el fondo, solo y exclusivamente a partir de su talento literario, es un privilegio para quienes lo permitimos.

 

separador artículo Jaime Saénz

Jaime Sáenz (escritor, poeta, novelista, dramaturgo, ensayista y dibujante) nació el 8 de octubre de 1921 en La Paz, Bolivia, su padre era el teniente Coronel del ejército Gerónimo Sáenz Rivero y su madre Gabriela Guzmán Lazarte.Su formación humanística y artística la inició en La Paz donde lo envían a la escuela Muñoz en 1926 a realizar sus estudios primarios, mas, los secundarios los realizó en el Instituto Americano de La Paz hasta 1937.

Sáenz viaja a Alemania en 1938 donde asimiló ventajosamente las técnicas modernas de la creación literaria y artística, con algunos compañeros de colegio y, por supuesto, con cadetes de la Escuela Militar de Bolivia. Fue en Europa donde su personalidad fue cultivada con los filósofos Arthur Schopenhauer, George Wilhelm Friedrich Hegel, Martin Heidegger y los escritores Thomas Mann, William Blake y Franz Kafka; en cuanto a sus gustos musicales estaban Richard Wagner y Anton Bruckner.

En 1939 retorna a Bolivia y en 1941 trabaja en el Ministerio de Defensa y luego en el Ministerio de Hacienda. En 1941 se une al Servicio secreto de la embajada de Estados Unidos, 2 años después conoce a Erika [su apellido no está documentado] con quien contrae matrimonio, y en 1947 tienen una hija a la que llaman Jourlaine, en 1948, debido a las constantes recaídas dipsómanas de Sáenz, Erika y su hija retornan a Alemania para así abandonarlo para siempre. En 1944 sale el primer número de su revista Cornamusa, publica El Escalpelo (1955) y Muerte por el tacto (1957), ese mismo año deja de trabajar para el Servicio Secreto.

Aniversario de una visión (1960), Visitante profundo (1964) y el primer número de su revista, Vertical, se publica (1965). Para 1967 publica El frío, y la galería Arca expone sus dibujos de calaveras.

En 1967 se hace amigo de Carlos Alfredo Rivera, con quien comparte una amistad muy especial, tanto, que se llega a decir que es al Dr. Rivera a quien únicamente Sáenz hace caso. Por esta misma razón, Rivera le prohíbe beber. Pero no es sino hasta después de dos crisis de delirium tremens y semanas antes de su muerte que Sáenz acata la orden (De la biografía del escritor, en Wikipedia).

 

 

línea gris artículo Jaime Sáenz

En otra dimensión de la vida

por

Gisela Morales

 

Encontré el encanto de mi ciudad con los relatos de Jaime Sáenz, cuando en las visitas a su casa, improvisaba historias para morirse de risa, de las caras de sorpresa o de susto de sus sobrinas. Nunca se cansó de repetirnos que era hermano de Satanás y por eso vivía en la oscuridad. Nosotras jamás nos atrevimos a dudar de tal verdad y simplemente escuchábamos las anécdotas de personajes y de calles o las descripciones de olores y apariciones o desapariciones.

Bajo la luz de un quinqué, crecimos alucinadas, entre sus relatos, su silencio de día, sus temibles gritos y compartimos la sensación de un tiempo detenido eternamente en un espacio que mantuvimos en encuentros a veces semanales, otros más distanciados, hasta 1986.

Desde sus primeros años, fue el centro de atención de su madre, la abuela Graciela y de la tía Esther. A menudo, despertaba al amanecer y jugaban hasta la salida del sol, cuando el trabajo las obligaba a terminar el juego. Amaneceres que de joven, se convirtieron en inolvidables momentos, cuando llegaba con partes de algún cadáver de la morgue que luego había que devolver o hacer desaparecer en contra de su voluntad. O, cuando en la casa de la calle Tejada Sorzano, las mujeres que lo acompañaron en su vida: su madre, la tía y sus dos hermanas, debían levantarse, recibirlo con su grupo de amigos aparapitas de la calle Yungas, y preparar un caldo caliente.

Su privilegio abarcó hasta lo más simple, cada día la nata de la leche hervida se dividía en dos porciones: Jaime con Yolanda, Jaime con Elva y Jaime con Nela. La familia vivió en diferentes casas de la ciudad de La Paz. En alguna de las, ahora, más viejas de la avenida Montes, Jaime obligaba a la niñera a lanzarse desde el segundo piso hacia el patio, cargada de su hermana Elva con un paraguas como paracaídas, anécdota que ella todavía lleva marcada en una cicatriz en la ceja.

Entre el Centro de La Paz, Miraflores y Sopocachi transcurrieron sus días. Más tarde, los traslados siguieron siendo una constante. Habitó Bolognia, cuando todavía había bosque y Achumani, cuando la Meseta sólo tenía unas cuantas casas. Finalmente, vivió los últimos dos años de su vida en la Casa del Poeta, propiedad municipal, situada muy cerca de la morgue y del Hospital del Tórax, donde un mes antes de su muerte, pasó algunas semanas.

Aunque vivió en todas esas, su casa, siempre fue una. Necesariamente tenía muchas habitaciones para acomodar las pertenencias de su madre y su abuela ya que siempre aclaraba que al no tener familia, debía cuidar los trastos heredados. Para el encuentro y las partidas de generala el cuarto de los Talleres Krupp siempre estaba abierto a sus amigos, mientras que en su dormitorio, el escritorio y su tabla para escribir tenían su propio lugar, como los relojes, distribuidos por toda la casa o cada recuerdo clavado en la pared.

En su adolescencia, fue perseguidor de las aventuras de sus hermanas, a quienes encontraba en la pista de patinaje del Hotel Torino y donde juntos se olvidaban del retorno a casa, hasta que la tía Esther o su madre, Graciela, los encontraban. Desde su partida a Alemania, antes del bachillerato, encargaba a su madre uno que otro disco o libro para que se lo envíen junto a la remesa mensual. Sus papeles cuentan una historia de amor con una joven alemana, a quien tanto amaba que en una ocasión dispuso la remesa de todo el mes para la cena de una noche y un paseo que fue más importante que su sobrevivencia.

Enamoradizo como él solo, amó profundamente. Además de su recurrencia literaria con la vida y la muerte hay que reconocer que sus poemas y escritos son un hecho de amor. Sufría mucho por la falta de su amor y de su hija. Carencia que perduró por siempre y compartió con la tía Esther, quien vivió el duelo del tío Alberto, su esposo, durante toda su vida.

Para Jaime, el tío Alberto fue su figura paterna. Aprendió de él su gusto por la música, por el chocolate y el tabaco y heredó su autoridad tras su muerte. Quedó impresionado para siempre cuando la tía recuperó sus restos en Argentina, de los cuales le permitieron trasladar sólo las manos.

Sin llegar a los diez años, el tío Alberto permitía a sus sobrinos fumar cigarrillos perfumados importados desde no sé dónde, tradición que mantuvo la tía Esther cuando nos invitaba su cigarrillo y unos sorbos de cerveza o vino para que conozcamos el sabor de lo bueno.

Los domingos fueron sagrados para el descanso de la tía. Siempre iba a la casa de una de las dos sobrinas, donde tomaba un trago, un café y fumaba muchos cigarrillos. Alrededor de las seis de la tarde la acompañábamos para iniciar una nueva semana, esperando los despertares nocturnos de su sobrino, a quien atendió en un régimen cercano a lo dictatorial.

Cuando estaba cansado de los sabores, porque la tía ya no sabía qué hacer para contentarlo, llamaba por teléfono en son de auxilio y encargaba la comida de sus hermanas. Su apetito siempre fue limitado y aunque disfrutaba las conservas europeas saboreaba con gusto el mechado de cordero y los pastelitos de carne que la tía cocinaba.

Le fascinaba grabar ruidos, voces y los pasos de la tía cuando subía las gradas o se acercaba a su cuarto. Disfrutaba de los avances tecnológicos y los recuperaba en sus cuartos, aunque, por supuesto, estaban vetados los relojes electrónicos.

En este sinfín de vivencias en la memoria familiar queda la ternura de su amor, la complicidad, el cambio de los cuartos, la oscuridad en el día, sus amores, sus dolores, su búsqueda, sus manías y las marcas que el alcohol dejó en su vida.

Con el sabor del tabaco y el olor de la vejez hemos aprendido su delirio, su pasión y su constancia. Al acompañar sus últimos días, junto a su médico de cabecera, Cayo Rivera y el custodio de su obra, Arturo Orías, nos encontramos con la muerte tal vez por el tacto, tal vez al pasar un cometa y conocimos otra dimensión de la vida.

 


[1] Aparapita, en idioma aymara es ‘el que carga’. Se atribuye al indígena originario del altiplano paceño (del departamento de La Paz), que migra a la ciudad desde la época de la República (1825) y trabaja transportando carga en su espalda para vendedoras y compradoras en las ferias y mercados populares.

 

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Separador Entrevista Gisela Morales

Gisela Morales GonzalesGisela Morales Gonzales, estudió Comunicación Social en la Universidad Mayor de San Andrés y Universidad Andina Simón Bolívar de la ciudad de La Paz. Ejerció periodismo, elabora y desarrolla estrategias de comunicación y materiales impresos. Planifica y evalúa proyectos de desarrollo social. Ha publicado entrevistas y materiales institucionales diversos en los últimos veinte años.

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Juan Carlos VásquezJuan Carlos Vásquez  (Valencia, Venezuela). Autor del libro de relatos Pedazos de Familia (Estival teatro, 2000). Otros textos suyos han sido publicados en diversos volúmenes colectivos y antologías en Chile, México, Estados Unidos y España; asimismo en columnas periodísticas del Diario El Impulso (Barquisimeto, Venezuela). Perteneció al grupo cultural Spanic Attack (New York 2004). Obtiene Distinciones en los Concursos de Poesía Pro lingüístico y Multimedia Premio Nosside (Calabria, Italia), Edizione 21/2005, Edizione 22/2006. Ha vivido en Tampa, FL, Nueva York, San Francisco (California) y La Coruña; actualmente reside en Madrid (España). 

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🖼️ Ilustración del artículo: Fotografía de Jaime Sáenz (© GMC)

 

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