artículo por
Ignacio Parras García

E

nrique Jardiel Poncela pertenece a aquella generación que renovó el humor en la década de los veinte, en un país de espejismos rancios y subterfugios prebélicos. López Rubio la denominó la otra generación del 27. Hijos de una burguesía exenta de carestía y adscritos a esa eclosión artística de las vanguardias. Generación transitiva que pasa del decálogo decadentista romántico de 1900 y que le cuesta ponerse el uniforme de indiferencia deportiva en la posguerra. Ramón Gómez de la Serna, en un artículo, Laberinto del nuevo humorismo, proclama que aquellos siete sabios de Écija, Tono, Neville, Jardiel, Mihura, López Rubio, Álvaro de Laiglesia y Antonio Robles, lo han inventado todo. Pero Gómez de la Serna, que es muy cuco, ya sabe que es el instructor testamentario, pantocrátor desde su torreón de la calle Velázquez, poliédrico recolector de palabras, espejos y metáforas, donde todos ellos en mayor o menor medida, acaban por tomar referencias.

A la patria del escepticismo se llega por atajos inesperados, derrumbaderos del azar que se adhieren al envés del corazón,  en ese otro epitafio que es la soledad enquistada. Jardiel pasa su infancia en un ambiente progresista; el padre, Enrique Jardiel Agustín, corresponsal de prensa en La correspondencia de España, llega a conocer a Pablo Iglesias y a Besteiro, impulsores del partido socialista, aunque más tarde por asuntos monetarios se retracta y termina siendo un desaforado antizquierdista. Una madre, Marcelina Poncela, pintora, profesora, a la que Jardiel reverencia y sufre sus exigencias. Una madre que fallece a causa del cáncer y deja ya en Jardiel ese aroma sucio de chantaje, cuando por los vericuetos de la vida asoma el sorpresivo golpe. Retornará siempre Jardiel al nicho de la madre, en Quinto del Ebro, en los momentos que el desengaño empañe los espejos.

Pero la patria del escepticismo puede ser un lugar reconfortante, un lugar donde instalarse para resquebrajar las incursiones de la cariacontecida monotonía, un lugar para atisbar el gesto vulgar y malintencionado de la hipocresía parroquiana. Y Jardiel se decanta por el humor, pero no el humor resabido de cursis y tibias anomalías cotidianas, sino un humor que en palabras del autor, sea el zotal de la existencia vulgar. Había que dignificar la intelectualidad del humor. Decía Jardiel, que el humor debe ser un fondo inalterable de poesía y ensueño, que permita distorsionar la lógica de lo cotidiano.

Y toma el rumbo; deshumanizar el arte, orear transcendencias que no remiten a ninguna parte, acrecentar la incongruencia de lo sorpresivo, para amortizar un naturalismo sepia en punto suspensivo. Hay que desmembrar esa sensiblería de baratillo como de parterre municipal, y ensanchar el segmento de la inverosimilitud. Paradojas que quedan como archipiélagos exiliados en ese lado menos amable de la existencia. Se anticipa al absurdo de los años 50, aunque en un tono más festivo, y desdeña con su extravagancia de acólito deprimido, esa trascendencia de eufemismo administrativo que le parece puro camelo.

Hay dos Jardieles, el del teatro y otro, el de sus novelas. Un Jardiel ciclotímico, que pasa por momentos de euforia y otros de insospechada depresión, siempre en una elipse de creación e imaginación ingentes. En las novelas he dejado correr mi rabia, dijo, como un abyecto que buscase el amparo en la creación imperecedera. Porque hay un Jardiel novelista, que va manejando su biografía, destilando personajes, auscultando un  artefacto para reírse de las novelas de amor, de la pestilencia que emanan, utilizando un eclecticismo de tono burlón e inteligente. Una narrativa y una cotidianidad que cotejan las damas del interior derecha, y ataca con su zotal existencial. Se le llama misógino, y él, continúa en esa busca inalcanzable de la mujer cúbica, de una mujer que no entrara en la nómina catastral del tedio burgués. Hay algo de egoísmo en su actitud que no desmiente, también un artículo del año 1920, La joven española, donde aplaude la independencia en la mujer, mujeres que se despeinen la pacata feligresía de escozores y hambrunas varias. Pero eso fue en 1920.

La tournée de Dios (1932), es la cuarta y última novela, miscelánea de litografías y literatura, donde muestra ya ese desengaño hacia el género humano, pero hay ironía, humor, concatenados de amor siguiendo un itinerario de aburrimientos varios y desengaños. Un Dios insensible, como de antiguo testamento plenipotenciario, describiendo esa sordina ridícula y bestial que acompaña al género humano. Un Dios que le aburren blancos y negros (en su acepción política). Un libro incómodo que recibió censura de la exiliada República y del Franquismo. Un libro necesario, actual.

Tengo un escepticismo/ semejante al que tienen los leones/ que adornan la fachada del congreso. Versos que escribió Jardiel desde su patria ecléctica e inverosímil.

Murió Jardiel Poncela embalsamado en esa soledad neutra y sombría, que se enquista al envés del corazón, a la lentitud vertiginosa del calendario, a la quietud inhóspita del otro, desde una lejana patria escéptica que ya apuntalaba en piedra su epitafio: Si buscáis los máximos elogios, moríos.

 

ilustración artículo Ignacio Parras García

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🖼️ Ilustración artículo: Enrique Jardiel Poncela, Por Desconocido [Public domain], undefined, via Wikimedia Commons.

 

Jardiel Poncela, artículo por Ignacio Parras García

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