artículo por
Francisco Martínez Hoyos

E

n 2012, un comentario suyo, en claro tono humorístico, desató la polémica. Incluso periódicos supuestamente serios se apresuraron a titular que un escritor, Juan Jesús Armas Marcelo, había insinuado que los catalanes mataron a Jesucristo. Más leña para echar en la hoguera del mutuo desconocimiento y de las acusaciones sin base que tanto daño hacen a la convivencia, pero tantos se toman como si fueran artículos de fe. Nuestro hombre, sin embargo, no quiere entrar en el desatinado juego identitario. Es por eso que, frente a la ortodoxia de las patrias, opone la heterodoxia del mestizaje. Fiel a esta vocación, su obra literaria y periodística levanta un puente entre América Latina y España, dos realidades que aún no han asumido lo mucho que se necesitan la una a la otra porque, a la geográfica, se une otra lejanía más profunda, la espiritual. La que refleja un personaje de la novela Al sur de la resurrección cuando dice, sólo medio en broma realmente, que Chile se encuentra «del otro lado del mundo». El comentario sólo es un botón de muestra, entre tantos posibles, de cómo para el español medio América equivale a las Antípodas.

A caballo entre dos mundos que se dan la espalda, Armas Marcelo, al frente de la Cátedra Vargas Llosa, nada a contracorriente esforzándose en dar a conocer a los escritores de uno y otro lado del Atlántico, porque lo que importa no son los estados a los que pertenecen sino la lengua que cultivan. Ese idioma que, para el autor, debería denominarse «lengua hispanoamericana», en reconocimiento a tantos millones de personas que la hablan fuera del estrecho marco peninsular.

Su amigo Vargas Llosa tiene razón al decir que es el más latinoamericano de los escritores españoles y el más español de los latinoamericanos. Su voz resulta inusual por la inquietud de abrirse a países como Chile, Argentina, Venezuela o Cuba, entre otros, frecuentes escenarios de sus fabulaciones, en contraste con el provincianismo patrio. Algo que se agradece mucho después de la quincuagésima novela sobre la guerra civil que asalta nuestras librerías. América Latina, esa poderosa hechicera, le ha ganado para sí igual que ganó a tantos peninsulares de siglos pasados, a los que proporcionó una identidad más rica que los limitados contornos de una Castilla que, como decía Machado, «desprecia cuanto ignora». Una prueba más, si es que hacía falta, de que no es el lugar de nacimiento lo que nos define, sino las afinidades electivas.

LA MATRIZ INSULAR

En nuestro caso, tales afinidades pasan por la gran literatura latinoamericana que Armas  Marcelo, con apenas veinte años, descubrió en los sesenta de la mano de sus primerísimos espadas: Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Alejo Carpentier… Cuanto más les leía, más impactado quedaba. Por ejemplo, al devorar en apenas dos días, un jueves y un viernes santo, los dos volúmenes de Conversación en la Catedral, prácticamente clavado en el sillón, hipnotizado por el alarde narrativo del futuro Nóbel peruano [1].

Su procedencia canaria le facilitó, sin duda, el contacto con la realidad sudamericana, pues su tierra, a medio camino entre la península y el Nuevo Mundo, presenta en ocasiones rasgos más próximos a éste. Para empezar, un idioma con términos como guagua (autobús), más fáciles de entender por un ciudadano procedente del otro lado del Atlántico. Eso facilita que, en el terreno emocional, se establezcan vínculos más cercanos con América que con una España distante, no sólo en lo geográfico. El propio Armas Marcelo, en uno de sus ensayos, se refiere a la «terrible distancia mental» que separa las Canarias del resto del país [2]. Su actitud ambigua hacia su tierra, mezcla de atracción y rechazo, aparece reflejada a través de la mítica isla de Salbago, en Las naves quemadas, cuyo nombre se inspira en el pueblo canario al que se escapaba durante su infancia.

Jorge Eduardo Benavides

Los vínculos ultramarinos del archipiélago arrancan ya del siglo XVIII, cuando, por una cuestión de proximidad, muchos canarios emigraron a Venezuela buscando huir de la pobreza del archipiélago. Todo ello explica que el conocido escritor peruano Jorge Eduardo Benavides, al recalar en Tenerife en 1991, se sintiera en cierto modo como en casa [3]. Nuestro autor, por su parte, confiesa que fue en Canarias donde aprendió «a ser latinoamericano». Las islas, a su juicio, no pueden comprenderse si se pierde de vista su relación con América.

Desde este punto de partida comenzaría Armas Marcelo, profesor de latín y griego a principios de los setenta, a sumergirse en el mundo literario, ya fuera como escritor de cuentos o librando sus primeros combates en el terreno de la edición. Uno de ellos le costaría el procesamiento, al dar a la imprenta un cuento de José Ángel Valente, inspirado en el general Saliquet. Los familiares del militar se molestaron y el resultado fue un consejo de guerra que duró catorce meses. Durante ese tiempo, falangistas radicales amenazaron a Juancho con llamadas y anónimos, mientras supuestos amigos del mundillo literario le volvían la espalda, para no verse ellos también en el punto de mira de los lacayos de la dictadura [4].

Su larguísimo proceso se saldó con una condena seis meses y un día, en arresto domiciliario. Eso sin contar la inhabilitación para ejercer la docencia en centros del Estado, además de la retirada del pasaporte. Armas Marcelo se encontró entonces en una situación delicada, pero también ilusionante. Estaba escribiendo El camaleón sobre la alfombra, su primera novela, su primer reto literario de envergadura. ¿Se sintió entonces a la intemperie, pero dueño de sí mismo en toda su plenitud, como la Carmen Lerma de Al sur de la resurrección?

No obstante, según Vargas Llosa, fue en Las naves quemadas, con la construcción de un universo mítico, delirante y salvaje, acerca de los conquistadores de Indias, donde hizo eclosión su talento. Parece, a primera vista, una novela histórica, pero el autor, travieso e iconoclasta, mira al presente tanto o más que al siglo XVI. Ahí están esos deliberados anacronismos, como el personaje que recuerda que «a veces es preferible que un hombre muera por todo un pueblo, antes de que un pueblo muera por un solo hombre», cita inequívoca del poeta catalán Salvador Espriu. Lo mismo puede decirse de ese curioso independentista llamado, qué casualidad, Camilo Cienfuegos. Y que parece una mezcla del mencionado revolucionario cubano, de Fidel Castro (también lo llaman «El Caballo»), y, vista su respiración dificultosa por los ataques de alma, de Ernesto Guevara, el Che.

LIBERTAD, CUÁNTOS CRÍMENES SE COMETEN EN TU NOMBRE

Como en todo escritor, en Armas Marcelo hay unas preocupaciones obsesivas, lo que él denomina caballos locos, equivalente a lo que en terminología vargallosiana serían los demonios. Tales caballos son esas historias que le persiguen, a veces durante años, hasta materializarse en esa sucesión ordenada de palabras que denominamos novela. Historias de las que no puede desprenderse, aunque quiera, por que siente que escribir le es tan necesario como respirar, más allá del éxito o del fracaso. Si es hábil, el creador conseguirá domar a esas criaturas que se presentan, inoportunamente, en sus pesadillas, amenazando con destrozar el equilibrio mental. Porque, en la buena literatura, es el autor quien debe llevar las riendas del relato. En la mala, en cambio, va a remolque de los acontecimientos.

¿En qué consisten las inquietudes recurrentes de Juan Jesús? Sus personajes buscan la libertad, pero demasiado a menudo se ven confrontados al dato poco agradable del poder. Peor aún, al horror desencadenado por la violencia antropófaga del militarismo. Es frente al desafío que marcan las estructuras totalitarias que el individuo se define a sí mismo, al escoger entre la razón y lo intolerable. Su última novela por el momento, La noche que Bolívar traicionó a Miranda, expresa con extraordinaria fuerza esta dicotomía. El Libertador, el héroe mitológico de las independencias, el macho alfa de los Hugo Chávezpróceres, la inspiración ideológica de la Venezuela actual, aparece como un enfermo de poder, trasunto de Hugo Chávez o de su amigo Fidel Castro. Hasta pronuncia una frase que saca de dudas al que pudiera dudar de la semejanza: «La Historia nos absolverá». Castro dijo lo mismo, sólo que en singular, al ser juzgado tras su primera intentona revolucionaria.

Situemos la escena: La Guaira, 1812. La primera República venezolana se derrumba y su líder, Francisco de Miranda, se prepara para escapar. Se ha rendido, sí, pero sólo para evitar una matanza inútil. Bolívar, sin embargo, le cree un traidor y por eso, junto a otros dirigentes independentistas, lo entrega a los españoles. Consigue así el salvoconducto que le permitirá salvarse y  elimina al único que le hace sombra como padre de la patria, al que no le queda sino lamentar la doblez y la cortedad de miras de los suyos: «bochinche, bochinche, esta gente no sabe hace sino bochinche». En el castellano de Venezuela, bochinche equivale a un ruido insoportable. La amargura de estas palabras, recogidas por la tradición histórica, enlaza con el epitafio personal de otro personaje de Armas Marcelo, Martín Martel, el fallido rebelde de Las naves quemadas: «Tierra de mierda. Hijos de puta todos».

Nos adentramos en un tema, el de la traición, con antiquísimas raíces. La persona en la que habías confiado, de la que esperabas apoyo, cuando menos comprensión, te niega lo más básico…. En Al Sur de la resurrección, Armas Marcelo se había aproximado a este drama a través del Encapuchado  del Estadio Nacional, un individuo misterioso que, amparado en el anonimato,  se dedica a delatar a los militantes de izquierda para los esbirros de la dictadura pinochetista. Aunque al lector poco versado en la historia chilena le pueda parecer un personaje inventado, lo cierto es que el Encapuchado existió. Se llamaba Juan René Muñoz Alarcón y fue dirigente de las juventudes socialistas [5].

En la novela, Muñoz Alarcón aparece como un ser abandonado por los suyos, víctima de los juegos de poder y las mezquindades de la política. En venganza, se pasa con armas y bagajes a la trinchera contraria. Para su desgracia, cuando por fin recapacite y se arrepienta de sus crímenes, su confesión no le redimirá con un acto de grandeza humana. Todo lo contrario: se convertirá en traidor por partida doble, al dejar ahora en la estacada a sus colegas de una derecha a la que se había aproximado voluntariamente.

No obstante, al menos tiene el mínimo de decencia de arrepentirse. No como Bolívar, al que le devora la ambición más desbocada. Ahí está la raíz de su conflicto con Miranda, cuya vida gira alrededor de su pasión por la Libertad. Para materializarla, sueña con hacer de América Latina una gran república, trasplantando la democracia que ha conocido en Estados Unidos o Inglaterra. Una vez más, el pragmatismo desencarnado se enfrenta al idealismo y la generosidad. ¿Simple evocación histórica? No parece desencaminado pensar que Armas Marcelo, al construir a sus personajes, tenga modelos mucho más cercanos en el tiempo y el espacio. Sobre todo tratándose de alguien que ha vivido intensamente la transición democrática y conocido a sus principales protagonistas. Por eso, tal vez haya modelado la relación entre Miranda y Bolívar a partir del vínculo, igualmente tormentoso, de Adolfo Suárez con Felipe González. El mandatario socialista, tal como lo describe en Los años que fuimos Marilyn, presenta más de una similitud con la figura del Libertador: ambos son líderes caudillistas, con una fuerte propensión a la egolatría y al autoritarismo. Si Bolívar, para alcanzar el poder y la gloria, dejó en la estacada a Miranda, Felipe hace lo propio con Suárez, en una operación de acoso y derribo que cuenta con el beneplácito de muchos políticos o intelectuales ambiciosos, empeñados en deshacerse de un estadista sin alcanzar a intuir que con el tiempo le acabarán añorando. Suárez, como Miranda, es el justo al que le toca sufrir, lo mismo que al Job bíblico, un castigo por completo irracional. Con los años, el líder del PSOE se permitirá reivindicar al de la UCD, cuando éste pertenece irrevocablemente al pasado, igual que Bolívar, muchos años después de su traición, no tiene en empacho en referirse a su antiguo jefe como el «más ilustre de los colombianos».

EL RIESGO DE LA REBELDÍA

Con La noche que Bolívar traicionó a Miranda, Armas Marcelo culmina una inquietud que viene de muy atrás por la seductora figura del Precursor, con el que comparte, por cierto, el origen geográfico. Miranda, aunque nacido en Caracas, era hijo de un comerciante canario. Así, en El niño de Luto aparece una supuesta descendiente suya, Amanda Miranda, poseída por una pasión idéntica, la libertad. Ese anhelo la lleva, en un principio, a mostrarse decidida partidaria de la revolución cubana, pero una persona tan independiente no puede sino colisionar con el asfixiante régimen de Fidel Castro, de la misma manera que su ancestro había sido un personaje incómodo para el imperio español. Ambos, por otra parte, son personajes mundanos que han vivido muchos años en París y han viajado mucho por diversos países del viejo continente. Siempre en búsqueda de una vida que les permita ser ellos mismos, desde la heterodoxia y la rebeldía de los auténticos inconformistas.

Dicho de otra manera, a Juancho Armas Marcelo le atrae de Miranda elSimón Bolívar valor para correr riesgos y ser coherente con su ideal de libertad, cueste lo que cueste. Bolívar, en cambio, permite que el poder se anteponga a libertad, con lo que se traiciona a sí mismo y comete así el peor pecado en el que pueda caer una persona.

Esa fascinación por el riesgo, por las aventuras al límite, la encontramos también, y de forma paradigmática, en Las naves quemadas, esa novela del exceso en la que parece darse la razón a Nietzsche cuando decía que los españoles quisieron ser demasiado. El título es toda una declaración de intenciones, con la inequívoca referencia al mito en el que Hernán Cortés manda incendiar sus barcos para que sus hombres no tengan la tentación de huir. A partir de una decisión tan drástica, a los personajes, sea en la historia o en la novela, sólo les queda una opción, jugarse el todo por el todo en una apuesta de indudables tintes mesiánicos, un desafío propio de héroes convencidos del destino insólito que les aguarda. Sólo que a los personajes de Armas Marcelo, al contrario que a Cortés, sólo les espera la frustración, la soledad y la muerte. Juan Rejón, pese a sus sueños de gloria, acaba como gobernador de Salbago, una isla triste, pobre, perdida en los mapas. Su hijo, Álvaro Rejón, lo dejará todo para embarcarse en una alucinante búsqueda del Imposible, la legendaria Tierra de El Dorado, negándose a sí mismo la evidencia de que el fabuloso reino sólo existe en su cabeza.

Podríamos añadir que Francisco de Miranda, prisionero en una cárcel española, tampoco acaba bien. ¿O quizá sí? Ha pagado un precio muy alto por perseguir sus sueños, pero, pese a la derrota, sigue siendo él mismo. En cierto sentido, su figura parece haber inspirado a Armas Marcelo para inventar a su desmesurado Juan Rejón, el pirata que, antes de alcanzar la geografía de sus ambiciones, todos desprecian:

«Sin embargo él, el llamado pirata Juan Rejón, mil veces despreciado y escupido en esos mismos salones reales, mil veces ninguneado en las antesalas de los despachos de los navieros y constructores de barcos, él y su obsesión por tierras nuevas y doradas iluminaban ahora su verdad: la firme tierra que ahora estaban viendo [6]».

¿Cómo no reconocer en Rejón al libertador venezolano? Miranda, antes de regresar a su país, se pasa años enteros llamando a la puerta de los estadistas ingleses, franceses o norteamericanos, políticos maquiavélicos que juegan con él, no en función de ideales sino de intereses egoístas. Durante muchos años, en Londres o en París, el Precursor será sólo un extranjero al que se puede ignorar o engañar con impunidad. Porque no es más que un ser excéntrico, lleno de promesas que al resto del mundo le parecen espejismos.

El paralelismo no acaba aquí. Si Rejón imagina tierras vírgenes, tierras que sólo esperan a un espíritu audaz que las conquiste, Miranda apuesta por otro paraíso al que llegar con arrojo y perseverancia: una América libre del poder español.

EL CONTINENTE DE LAS RAÍCES TORCIDAS

Pero, como diría Calderón de la Barca, la vida es sueño y los sueños, sueños son. En plena celebración de los bicentenarios de las independencias, Armas Marcelo propone una reflexión lúcida sobre las raíces torcidas de América Latina. Como es sabido, ya hacia el final de su vida, el Libertador se mostró desengañado con los resultados de su aventura. «Quién sirve a una revolución ara en el mar», afirmó. ¿Y si estas palabras no fueran suyas? Imaginemos, por un momento, que Miranda se las lanza a modo de maldición en el momento de la verdad, cuando la traición deviene una suerte de pecado original capaz de hipotecar el futuro. El dilema se plantea entonces en toda su crudeza: hacer una revolución de verdad, que traiga la libertad a los americanos, o conformarse con revolucioncitas que no irán más allá de sustituir a unos dominadores por otros. La posterior historia del continente confirma, por desgracia, lo atinado del planteamiento.

El castrismo, desde esta óptica, vendría a ser justamente eso, una revolución que no ha hecho más que sustituir una tiranía, la de Batista, por la del «hombre fuerte», el «caballo». Peor aún, es una «casa de putas». Armas Marcelo lo da a entender paródicamente en Las naves quemadas, a propósito de una meretriz de lujo: «Dentro de la Pernod, todo. Fuera de la Pernod, nada», alusión transparente al conocido lema de Fidel: «Dentro de la Revolución, todo. Fuera de la Revolución, nada».

No en vano, nuestro autor pertenece a una generación de escritores desencantados con el régimen cubano, con el que muchos rompieron a raíz del proceso estalinista contra el poeta Heberto Padilla, acusado de contrarrevolucionario, a quién nuestro autor trató personalmente y dedicó una de sus novelas, El Niño de Luto y el cocinero del Papa. Esta obra demuestra cómo Cuba se ha convertido en uno de los demonios, no sólo del novelista sino también de su país. El narrador nos lo confiesa desde una distancia irónica: «los españoles, que tienen una pendencia tan melancólica con Cuba que parece una enfermedad, como si todavía fuéramos de ellos».

El Niño de Luto es el sobrenombre de Diosmediante Malaspina, supuesto descendiente del famoso explorador, católico a machamartillo y homosexual en un país donde nada de esto está bien visto. Un país escindido entre la verdad verdadera, valga la redundancia, y la verdad decretada por un gobierno con poder para establecer lo que existe y lo que no. Porque determinadas cosas no conviene difundirlas, no sea que sirvan al imperialismo. yanqui o los exiliados de Miami, la «gusanera». De ahí, pues, el silencio y la rumorología de «Radio Bemba», versión caribeña de la hispana «Radio Macuto», como alternativas forzadas a la libre circulación de las ideas. Quién pretende romper la férrea censura ha de ser, por fuerza, un antisocial, un traidor.

Las revoluciones americanas, pues, no merecen la simpatía de Armas Marcelo, que las asimila a un delirio totalitario. Si alcanzan el poder, porque pronto degeneran en pesadilla. Si no lo alcanzan, porque sólo sirven para que jóvenes sin duda bienintencionados marchen hacia el holocausto en el que los sacrificarán dictaduras antropófagas. Éstas encarnan los peores abismos en los que se precipita el continente, siempre rehén de falsos redentores. Como esos generales que, en la Argentina de los setenta, desplazan el populismo de Perón por algo aún más impresentable y tenebroso.

cascos de guerra

En La Orden del Tigre, una de sus novelas más emotivas, nuestro escritor repasa la historia del país austral de la mano de un grupo de amigos que, en un día de exaltación juvenil, fundaron una fraternidad secreta. Con el tiempo, la vida y la historia no dejará incólume a ninguno de ellos, obligados a lidiar con la memoria y sus trampas. Lo mismo que Argentina, inmersa en una dinámica convulsa en la que el ejército se dedica a destruir la civilización… ¡En nombre de la civilización! Luchar contra la dictadura, o ser cómplice de ella, equivale a adentrarse en el mismo corazón de las tinieblas. No en vano, el libro es un homenaje a la novela de Joseph Conrad sobre el horror congoleño.

Las desgracias, sin embargo, no acaban aquí. Tras la reinstauración de la democracia, Argentina conoce unos años de autoconfianza excesiva de la que despierta abruptamente con la crisis del corralito. Con las armas de la literatura, Armas Marcelo disecciona la crisis de identidad que supone, para muchos argentinos, caer en la cuenta de que el supuesto esplendor nacional se reduce tan sólo a un espejismo. Confrontados de golpe con la realidad más terrible, el pesimismo más negro se apodera de ellos. Argentina ya no es una patria, o una aspiración colectiva, sino un cuento alucinante basado en una historia falsificada. Peor aún, una enfermedad mental. Como la de Rubén el Loco, antiguo simpatizante peronista que había acudido al aeropuerto de Ezeiza a recibir a su viejo general, en él veía al salvador de todos los males. Cuando la llegada del viejo caudillo desemboque una atroz matanza, Rubén encontrará refugio en un mundo de fantasía, convencido de que vive insólitas aventuras en la selva vietnamita. Su renuncia a ver la realidad del país se convierte en una metáfora de la ceguera de sus compatriotas, sumidos en la adoración a Perón, por más que todas las evidencias apunten a que el supuesto gran hombre ha conducido a los suyos hacia el abismo. La demencia del individuo y la del colectivo corren paralelas, porque en ambos casos, frente a unos hechos desagradables, se opta por una identidad de suplantación.

En un ambiente cada vez más opresivo, raro es el que no se aferra a una mentira para hacer de su existencia algo más tolerable. El embajador Francassi, por ejemplo, aparenta que va a escribir un libro sobre Eva Perón por más que, en su fuero interno, sabe que no lo terminará nunca. Aunque, eso sí, no está dispuesto a compartir esa certeza con nadie. Armas Marcelo, como Vargas Llosa, cree en el poder de la fabulación para ayudar a vivir lo que, de otra manera, sería insoportable.

Los personajes son históricos, pero, más que los datos exactos de sus biografías, importa su aura legendaria. Mientras Bolívar posa para la eternidad, Miranda tampoco duda en inventarse a sí mismo. Unas veces se presenta bajo un falso título de Conde, otras alimenta rumores sobre una vida sexual ya bastante portentosa sin necesidad de exageraciones. La supuesta colección de cajitas con el vello púbico de sus amantes, de la que todo el mundo habla sin haberla visto, vendría a simbolizar la difusa frontera entre la realidad y la fantasía.

SE NON È VERO…

A Juancho Armas Marcelo, este género de historias le fascina, por lo que no es la primera vez que recurre a ellas en sus ficciones. En El niño de Luto, por ejemplo, se especula sobre el supuesto tesoro que guarda el protagonista, en su aristocrática mansión de La Habana. Sin embargo, cuando éste aparece asesinado, los supuestos objetos de valor no se encuentran por ninguna parte, como si se hubieran desvanecido. Ni óleos, antigüedades, ni joyas… ¿Existieron todas estas riquezas en la realidad o sólo en la fértil imaginación de los invencioneros cubanos, esa especie de fabuladores que tanto abunda en la isla? A efectos prácticos, la distinción es inútil porque las leyendas acaban por adquirir la consistencia de los hechos: «Todos esos cuentos corren por las calles y las casas de La Habana hasta cobrar en poco tiempo una silueta de verdad [7]». Así, con el Niño de Luto, lo mismo que con Francisco de Miranda, uno nunca pueda estar seguro si ciertas historias desmesuradas son reales o son, más bien, «mentiras en su verosímil exactitud».

Por otra parte, en La noche que Bolívar traicionó a Miranda no faltan gotas de realismo mágico que nos hacen pensar en García Márquez: a lo largo de toda la novela, el protagonista vive bajo la sobra amenazante de la Sayona, es decir, de la muerte. Conocedora de todos los ardides, ésta se le aparece bajo la forma de Sonia, la pianista rusa con la que había vivido un tórrido romance en la fría Rusia de Catalina la Grande. Será porque, como dice Vargas Llosa, «sin erotismo no hay gran literatura». Según una leyenda venezolana, la Sayona es una hermosa mujer que persigue, para matarlos, a los hombres infieles. ¿Y quién más infiel que Miranda, sea en la política o en el amor? A lo largo de su turbulenta vida, su única lealtad es para esa América que sueña con ver libre. Esa América que, si fuera una dama, sería la Dulcinea de este nuevo Quijote.

En la práctica, la frontera que separa la realidad de la ficción es delgada como el filo de la navaja. Los hechos «históricos» se transforman en el punto de partida de una elaboración que implica capas sucesivas de distorsiones e invenciones. El novelista, como el detective, busca una verdad, sólo que en su caso verdad significa verosimilitud, la magia que hará el relato creíble. En Al sur de la resurrección, el protagonista, sin nombre pero inspirado en el propio Armas Marcelo, escritor como él y con sus mismas obras, busca armar el rompecabezas alrededor de ciertas historias, inconexas sólo en la apariencia, relacionadas con  Chile y la represión pinochetista. A lo largo de sus pesquisas, sus informantes le revelan, en un fascinante ejercicio de historia oral, datos ocultos sobre la cara más siniestra de la reciente historia del país: torturas, traiciones, asesinatos como el de Carmelo Lerma, trasunto de Carmelo Soria, el comunista español liquidado en Santiago por los esbirros de la DINA, la temible policía secreta.

Naturalmente, los que están en el secreto de las cosas no siempre le dicen la verdad porque quien más, quien menos, tiene una razón para mentir o, como mínimo, escamotear información. Pero el narrador, para construir su novela, para mentir con conocimiento de causa, debe partir de esos testimonios tan interesados como contrapuestos. Lo mismo que el protagonista de la vargallosiana Historia de Mayta, obra que Al sur de la resurrección sigue de cerca. En ambas novelas, el escritor sabe que no debe copiar los datos contrastados al pie de la letra. En algunos aspectos, las necesidades del relato le obligaran a recrear con su imaginación personas y ambientes.

Uno diría, de la mano de Armas Marcelo y de Vargas Llosa, que la vida es como es pero también, y quizá sobre todo, cómo se inventa. Gracias a la fabulación no nos pegamos un tiro al amanecer y logramos sobreponernos al caos, al horror conradiano, con la seguridad de que hay que levantarse después de cada derrota y continuar la lucha. Como hace Francisco de Miranda, como hacen también los dos Rejones y, especialmente, la Carmen Lerma de Al sur de la resurrección, esa mujer de dureza diamantina que no está dispuesta ceder en lo más mínimo para que los asesinos de su padre paguen por lo que hicieron. Aunque tenga que echarle un pulso a todos los poderosos de la Tierra.

Pero la ficción posee un rostro bifronte como el de Jano. Así, tras la faz benéfica, encontramos otra, la de carácter maligno: la ficción que, con una apariencia de verdad, nos conduce hacia el desastre. Como se repite una y otra vez en La Orden del Tigre, este mecanismo de autoengaño parece una forma de huída hacía delante, sin que nos demos cuenta de que los cadáveres que dejamos en la cuneta siempre acaban por aparecer.

 


[1] ARMAS MARCELO, J. J. Vargas Llosa: una perspectiva hispánica, Anales de Literatura Hispanoamericana, vol. 37, 2008, pág. 72.

[2] ARMAS MARCELO, J. J. Los años que fuimos Marilyn. Espasa. Madrid, 1995, pág 77.

[3]  BENAVIDES, JORGE EDUARDO. Violencia política y narrativa en el Perú de los años ochenta. Quorum. Revista de pensamiento iberoamericano, n.º 11. Madrid, 2005, pp. 153-162.

[4] ARMAS MARCELO, J. J. Consejo de guerra, consejo de paz. El Cultural, 14 de septiembre de 2012.

[5] La confesión del Encapuchado en: www.memoriaviva.com/culpables/criminales_m/
munoz_alarcon_juan_rene.htm

[6] ARMAS MARCELO. Las naves quemadas. Barcelona. Círculo de Lectores, 1983, pág 19.

[7] ARMAS MARCELO, El niño de Luto. Madrid. Alfaguara, 2001, pp. 13-14.

 

ILUSTRACIONES:

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greca Juancho Armas Marcelo y América Latina

Francisco Martínez Hoyos


Francisco Martínez Hoyos
, es un historiador y escritor catalán.

Contactar con el autor: fmhoyos [at] yahoo.es

 

 

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