relato por
Chita Espino-Bravo

 

M

ariola era de Segovia y se quedaba interna en el colegio de monjas todo el año hasta que llegaban las vacaciones. Tenía una tía en ese colegio que era monja y por eso sus padres la habían enviado a estudiar ahí. Mi hermana y yo también nos quedábamos internas porque nuestra madre tenía dos trabajos al estar separada y no se podía hacer cargo de nosotras durante la semana. La veíamos el fin de semana pero, mientras tanto, nos quedábamos internas en el colegio de monjas con Mariola y otras cuatro alumnas más. Éramos siete internas, pero yo me hice muy amiga de Mariola, la segoviana. Cursábamos sexto de EGB, la Enseñanza General Básica, pero Mariola parecía más mayor, porque era muy alta. No me gustaba quedarme interna en el colegio de monjas y así se lo decía a mi madre cada fin de semana. No había televisión para las internas y lo único que hacíamos era estudiar, comer, rezar y dormir.

Mariola era de un pueblo no muy lejos de Segovia y era un poco rústica. Alguna vez mi hermana y yo la invitábamos a casa durante el fin de semana para que saliera un poco y no se quedara sola en el internado. Mariola llegó a querer mucho a mi madre y le encantaban los platos que mi madre cocinaba durante el fin de semana. Cuando Mariola venía a mi casa, disfrutaba mucho. La verdad ser interna era muy aburrido, porque no podíamos hacer nada interesante. Alguna vez nos escapábamos después de las clases para pasear por el campo sin que las monjas se enteraran. Nos habría caído un gran castigo si nos hubieran pillado, pero nunca nos pillaron. El colegio estaba edificado sobre un gran terreno con un barranco y bastantes árboles a lo lejos. El barranco era más hondo por el lado derecho del colegio, donde estaba la cancha de deporte, que en la parte donde estaban los columpios. Había un desnivel de tierra, un pequeño barranco por donde se podía bajar saltando en el lado izquierdo de los columpios, pero nunca nos escapábamos por ese sitio. Podíamos ver las montañas de Montserrat a lo lejos y nos sentíamos libres columpiándonos. El colegio tenía un edificio central y tres terrazas enormes en cada piso para que las niñas jugaran durante el primer recreo. Las terrazas estaban una debajo de otra y llegaban a la cancha de deporte exterior. Teníamos el recreo de la mañana y el recreo de después de comer, que lo pasábamos en las gradas de la última terraza, al lado de la cancha. En nuestra época no se mezclaban niños con niñas en este colegio, pero a partir de los años 90, empezaron a llegar los niños. Después del segundo recreo venía el rosario. Rezábamos el rosario cada día y teníamos una misa a la semana. Una amiga y yo nos escapábamos durante el segundo recreo y nos íbamos a la sacristía del colegio, donde había varias salas con diferentes pianos. Ahí nos dedicábamos a practicar el piano y nos hacíamos las locas para no ir a rezar el rosario. Quedamos en que si nos pillaba una monja le diríamos que se nos había pasado la hora practicando, y que no sabíamos qué hora era. Nos acabaron pillando después de muchos años y tuvimos que regresar al rosario.

A partir de las cinco de la tarde, el colegio se quedaba vacío de niñas gritonas y las internas merendábamos pan con chocolate que nos daba una monja mallorquina en el gran comedor del colegio. La comida que nos daban las monjas era mucho mejor por la tarde y noche que durante el día, porque nosotras comíamos lo mismo que las monjas. La monja mallorquina cocinaba para la congregación e internas y lo hacía de maravilla. Después de merendar, nos íbamos a la primera terraza donde estaban los columpios y jugábamos una hora. El colegio no estaba vallado en esa época porque estábamos bien apartados del resto del mundo. ¿Quién iba a andar por esos lugares y para qué? Después de jugar una hora, nos tocaba estudiar hasta la hora de la cena. De ahí nos duchábamos y a dormir.

Mariola era estudiosa y no se le daban mal las matemáticas. El inglés y el catalán los aprendía como podía. Resultaba muy divertida hablando en catalán con acento de Segovia, pero ella le echaba ganas y siempre aprobaba el examen oral en catalán. Recuerdo su presentación en catalán donde hablaba de la comida que más le gustaba: «Me encanta menjar un bucadillu de djamó y quesu». Soltaba la frase y se quedaba tan ancha. Le ponía una ‘u’ en catalán al final de todas las palabras que terminaban en ‘o’ en castellano. Las demás niñas catalanas se reían muchísimo con Mariola y la maestra le corregía lo que decía mal. El día que salía Mariola a hablar catalán delante de toda la clase, todas estábamos calladas para escuchar las barbaridades que soltaba por su boca segoviana.

Un día, en clase de religión, Mariola y yo nos aburríamos mucho y ella sacó un trozo de plastilina del bolsillo de la bata a rayas grises y blancas que llevábamos todas para no mancharnos y, disimuladamente, se puso a crear una figurita. Yo estaba sentada a su lado y al estar al final de la clase, la monja que daba su clase no nos veía y nos pusimos a susurrar. Le pregunté que qué hacía y ella me contestó que un cerdito. «¿Y para qué haces un cerdito?», le pregunté. Me iba a mostrar cómo se hacía la matanza del cerdo en su pueblo. Yo me quedé blanca y con la boca bien abierta. Nunca había visto un cerdo ni mucho menos una matanza, aunque me gustaban el chorizo y el jamón serrano. Mariola hizo un cerdito con la plastilina azul y comenzó a relatar la matanza del cerdo en voz baja para que no la oyeran las demás. Decía: «Ves, se agarra al cerdo bien por las orejas y se le atan las patas, se le tumba de lado en la mesa de la matanza y el cerdo gritando como loco, porque sabe lo que viene. Le clavas el cuchillo en el cuello así, bien hondo, y le pones un barreño debajo para que recoja toda la sangre. Y venga a salir sangre y más sangre. El cerdo sigue gritando hasta que se duerme». Yo le pregunté con cara de disgusto: «¿Para qué recoges la sangre del cerdo?», y Mariola respondió rápidamente: «Pues para hacer morcillas. Del cerdo no se tira nada a la basura. Una vez muerto, hasta los intestinos se usan para hacer chorizo. Nos pasamos todo el día haciendo chorizo con la carne triturada y mezclada con especias y troceamos al cerdo para cocinarlo. Primero se le abre en canal y se le sacan las tripas y eso apesta. Se llevan a otra zona para limpiarlas. Entonces le cortamos los testículos, las orejas, las patas, el hocico y la cabeza entera. Después de eso, lo que queda del cerdo se corta por la mitad y a cortar trozos de cerdo. Esa es la matanza del cerdo en mi pueblo. Dura todo un día». Me imaginé al pobre cerdo muriendo en la mesa de la matanza y se me pasaron las ganas de comer jamón serrano. Mariola me hizo coger asco al cerdo. Era bruta explicando las cosas y lo hacía explícitamente. Podía oír al cerdo gritando de angustia. Para ella, el cerdo era comida, porque ella venía del campo donde los animales están al servicio de los humanos. Para mí, los animales eran como mi familia. Me dio mucha pena ver cómo Mariola mataba al cerdito azul y lo troceaba en mil pedazos. No comí cerdo durante un mes.

Las monjas del colegio tenían personalidades diferentes. La madre Mercedes era profesora de música y de religión y era canaria. Me encantaba esta monja y gracias a ella me dediqué a aprender piano y a improvisar canciones al piano como ella. Tenía una alegría contagiosa y nunca se enfadaba. Otra monja canaria era la madre Bencomo, pero ésta tenía bastante mal humor y gritaba muy fuertemente. La madre Bencomo daba clase de religión. Qué diferentes eran estas dos canarias. A la madre Bencomo la conocíamos por el mote «Ven que te como», porque verdaderamente daba miedo cuando se ponía seria. Aun así, la madre Bencomo era cariñosa con muchas de las niñas del colegio. Ella daba clase a las alumnas de tercero de BUP, el último curso que se daba en ese colegio y lo hacía a las ocho de la mañana, porque las alumnas de tercero de BUP salían a las cuatro de la tarde del colegio, así que comenzaban sus clases una hora antes que el resto.

Una mañana yo estaba desesperada por salir del colegio. Era invierno y hacía frío, pero me sentía enjaulada en ese colegio y necesitaba respirar aire fresco. Le pedí a Mariola que fuéramos a los columpios a jugar un rato. Era muy temprano ese día pero siempre nos levantaban a las siete de la mañana. El desayuno era a las siete y media y Mariola y yo terminamos pronto de desayunar. «¿Vamos a los columpios y salimos del internado maldito?», le dije y Mariola respondió: «¡Vale!». Serían las ocho y media de la mañana y nosotras estábamos charlando tan tranquilas, sentadas cada una en un columpio. Había bastante niebla matutina y mucha humedad en el ambiente. No veíamos bien más allá de seis metros por la niebla y a mí me recordó el lugar a Londres y a la película Jack el destripador. Nuestra conversación era bien profunda mientras nos columpiábamos, porque la monja mallorquina se había puesto enferma y hablábamos de lo bueno o malo que había estado el desayuno ese día. Nos habían traído un bollo de fábrica para desayunar y estaba asqueroso. Normalmente, la monja mallorquina nos preparaba un bollo casero muy rico para el desayuno. Nos preguntábamos qué le había pasado a la monja cocinera y esperábamos que se recuperara pronto. De repente, la madre Bencomo salió gritando a lo lejos. Yo sólo vi un punto negro a lo lejos con voz de Pavarotti afónico, pero la reconocimos por su acento canario. La niebla no nos permitía verla bien. Nosotras pensábamos que nos regañaba por estar en los columpios a esas horas: «¡Usté, salga de ahí!», gritaba y nosotras nos mirábamos extrañadas. Nos levantamos de los columpios, pero no la entendíamos. De repente se levantó un hombre que intentaba acercarse a nosotras por el pequeño barranco que había a nuestra izquierda. Estaba escondido ahí sin que le hubiéramos visto para nada y la niebla no nos dejaba verle claramente. La Bencomo dijo: «Usté, qué hase ahí… Váyase inmediatamente, o llamo a la polisía». El hombre era un chico relativamente joven que se dio la vuelta y comenzó a marcharse lentamente, como si la cosa no fuera con él. Llevaba vaqueros azules desgastados y una chaqueta de cuero negra. Era alto, delgado y tenía el pelo muy corto. No le pude ver la cara bien por la niebla y comenzó a marcharse de nuestra zona. La Bencomo seguía gritando, alertándonos con su voz fuerte. Realmente el mote le pegaba mucho, «Ven que te como» era lo que emanaba de su persona cuando gritaba. Mariola y yo nos miramos alucinadas y la Bencomo nos hizo subir adonde estaba ella inmediatamente. La verdad fue que nos cayó una buena bronca de la «Ven que te como» por estar en los columpios a esa hora de la mañana. Creo que tanto Mariola como yo no nos dimos cuenta del peligro que habíamos pasado. Oímos la palabra «pedófilo», pero no sabíamos qué significaba. Intuíamos que era algo peligroso para nosotras, y, claro, el hecho de que estuviera escondido mirándonos cómo nos columpiábamos me hizo asustarme mucho. Le contamos al resto de las internas lo que habíamos vivido esa tarde y todas nos escuchaban interesadas. Había pasado algo en el colegio donde nunca pasaba nada. Al día siguiente mismo llegaron unos señores que venían a vallar todo el colegio con tela metálica de dos metros para evitar que personas ajenas al colegio pudieran acercarse. Mariola me dijo que sabía lo que era un pedófilo. Yo le pedí que me lo explicara y ella respondió: «Ese tío de ayer es un cerdo y tendría que pasar por mi pueblo para que le hicieran la matanza. No dejábamos de él ni las orejas».

separador párrafo Chita Espino-Bravo

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🖼 Ilustración relato: Fotografía por ilovetigerplanes/ Pixabay [dominio público]

 

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