relato por
Miguel Ruiz Trigueros

P

odía asegurar que eran cristales blancos. No se trataba de un viento gélido y despiadado sino de trozos de vidrio afilados y puntiagudos como botellas rotas de hielo que se colaban por la garganta aterida del Estrecho. Agustín Ribera sintió la punzada de cada uno de ellos en su espalda desnuda, en sus glúteos blanquísimos, en sus piernas propicias para condensar el aliento inodoro de la escarcha, en sus genitales yertos como castañas al borde de la fractura. El sol de febrero, disminuido y fugitivo había dejado atrás, en su marcha apresurada, constelaciones de planetas desamparados, astros brillantes que titilaban de frío y de incertidumbre. El viento gélido se aprovechaba de las grietas abiertas en el cielo, encrestaba el mar de cabritillas blancas y congelaba la cara oeste de las dunas, mezclando escarcha y arena en proporciones perfectas. Lo primero que pasó por su mente fue la posibilidad de la hipotermia. La desechó confiando en que las luces de los restaurantes a lo lejos permanecían todavía encendidas. Estaba desnudo y desorientado. Sus labios estaban empezando a amoratarse aunque él no pudiese verlos.

Se palpó la boca hinchada pero no llegó a sentir el tacto de los dedos sobre sus labios insensibles. El propio rostro puede llegar a ser el mayor de los desconocidos, las fotografías sólo arrojan atisbos inexactos, los espejos no pueden sino devolver imágenes inversas de algo que no somos exactamente nosotros, la cianosis esculpe facciones extrañas en la arcilla blanda de la carne, fragmentos irreconocibles del extranjero que llevamos siempre a cuestas. Agustín Ribera no reparó en la transformación que el viento gélido imprimía en su rostro. Lo realmente importante era encontrar su ropa extraviada entre algún bulto de arena.

Caminó sin rumbo por la playa. Su nerviosismo crecía paralelamente con el frío glacial que abrillantaba las luces de las ciudades africanas al otro lado del estrecho. En su desorientación, en su desnudez, creyó escuchar gritos que provenían de las ruinas de la ciudad romana de Baelo Claudia. Se acercó hasta el vallado. Los gritos indudablemente se originaban en los restos del templo de Isis. El frío genera alucinaciones semejantes a las de la fiebre, pensó aturdido, lo irreal está siempre presente en los límites de la temperatura corporal, basta que nos desviemos uno o dos grados de lo que es tolerable para el cuerpo y empiezan a surgir los fantasmas. Ignoró los gritos, aun en caso de ser reales, quien los emitía no estaba en posibilidad de ayudarle. Y el necesitaba desesperadamente sobrevivir.

Al recordar las razones de su baño unas horas antes, sus labios esbozaron una ligera sonrisa de ironía. Una tarde apacible de febrero puede ser el momento perfecto para abrazar desnudo el mar. El color del agua en el invierno poseía el exacto matiz de ciertos ojos que nunca llegaron a posarse en él, sumergirse en ese mar peculiar era como formar parte por unos instantes de ese iris que jamás lo encerró en su círculo sin sentido. La soledad de la playa que ahuyentaba el pudor, el color familiar y añorado del mar invernal, habían sido su excusa para sumergirse. Luego constató con agrado que la temperatura del agua era mayor que la del aire. No quiso salir. Retozó como un niño en la soledad invernal de la playa. No se percató de que la resaca lo desplazaba mientras que la impaciente noche de febrero borraba todas las referencias de la orilla.

Ya no aguantaba más. Estaba a punto de darse por vencido, cubrirse con algunas hojas de acanto que crecían en el límite de las dunas y presentarse como un fauno extraviado en el merendero de playa donde a lo lejos, el camarero indiferente empezaba a retirar las mesas de la terraza. Se vio a sí mismo en la puerta del restaurante. Se río de su situación con una risa nerviosa, que le hizo perder el equilibrio y pisar unos cardos borriqueros que se levantaban enhiestos desafiando la arena y la escarcha que querían asfixiarlos.

Cayó de bruces contra el suelo y en ese momento descubrió la posibilidad de su salvación. Unos plásticos abandonados en la playa, son poca cosa; los restos abandonados de algún naufragio, pero también una promesa de calor, un inigualable aislante térmico, un refugio inesperado. En su versión transparente cubren miles de hectáreas de invernaderos y permiten una temperatura constante, apta para el crecimiento vegetal. Aquellos no eran transparentes sino negros, de una negrura absoluta como el mar que a unos metros sólo se delataba por la efervescencia ocasional de la espuma. Se envolvió rápidamente en ellos con la ansiedad de quien le va la vida en ello. No se percató de que manchaba su cuerpo desnudo con restos de una sangre que no era suya.

Esto es mejor que presentarse desnudo en algún restaurante, pensó, agazapado en la quilla de un bote de pescadores varado en la arena. Mañana volverá la luz para mostrarme lo poco que soy: Un cuerpo que intenta recuperar el calor lentamente, un hombre que solamente busca hallar su ropa extraviada, calentarse con los primeros rayos de un sol que se despertará, no hay duda, no importa lo lejano que parezca en este instante. Soy poca cosa, tan poca que unos plásticos abandonados pueden convertirse en el límite delgadísimo que separa la vida de la muerte. Mañana amanecerá como siempre; casi puedo oler el sol rojizo que resplandecerá desde el punto donde el mar se ensancha. El sol siempre huele a madera o al revés, es la madera la que huele a sol, por eso arde liberando su alma interior, vaciando sus vasos ignotos de los residuos de la luz que una vez contuvo. Nadie jamás habrá recibido el sol con tanto júbilo. Caminaré por la playa envuelto en este plástico, como si conociera el camino. Llegaré con pasos seguros hasta la duna donde deposité mi ropa, mi cartera, las llaves del coche. Me reiré mientras me visto con la risa explosiva y fértil de los niños. Después caminaré despacio y sin prisas hasta el bar donde me espera un café humeante y delicioso donde mojaré trozos enormes de pan con mantequilla.

Sentía sus extremidades estremecerse por las dentelladas impúdicas del frío. Su rostro era una composición violácea que el sol no recordaría al día siguiente. El paisaje seguía allí en medio de la oscuridad. El faro de Ceuta emitía destellos constantes y predecibles. Tánger era un resplandor lejano que titilaba en la noche más allá de las crestas de las olas. La hipotermia le produjo extrañas pesadillas. En una de ellas soñó con una vieja ánfora de arcilla blanda y maleable, incapaz de endurecerse con los tibios rayos del sol, en otra soñó cómo el faro al otro lado del mar se agigantaba hasta alumbrar desde pocos metros la barca en cuyo fondo reposaba, agazapado, en posición fetal como si se tratara de un vientre tibio de madera al cual se encontraba unido por un bucle formado por el plástico negro que le envolvía. El faro en su vuelo imposible emitía un ruido extraño y ensordecedor: El ruido desconocido e intimidatorio que prevalece en los vientres poco antes de abrirse al mundo exterior o el zumbido que dicen que se escucha cuando ciegan la vida las aspas de la muerte.

Poco antes de perder el conocimiento escuchó gritos no lejos de él. Eran los mismos que había escuchado un rato antes en el vallado que circundaba las ruinas, esta vez lo acompañaba otro: El primer sonido que emite un ser humano que se desprende del cordón umbilical. Intentó estirar las manos entumecidas para desprenderse del plástico y pedir ayuda, acaso llorar con la exacta entonación de aquel llanto que había oído y que ya había cesado. Sus dedos no se movían y no le quedó más remedio que permanecer inmóvil en la tibieza húmeda de la quilla que le acogía, aterrorizado por lo desconocido que de repente se abría ante él. Nazco, se dijo a sí mismo, o mejor dicho vuelvo a nacer inconsciente y violáceo.

Cuando las manos enfundadas en guantes de goma del voluntario de la Cruz Roja lo asieron del brazo no sintió su tacto; luego vino aquel vapuleo sin misericordia del cual apenas fue consciente. Un masaje cardiaco es un acto violento que hace estremecerse el esternón con la furia necesaria para mantener la vida entre los huesos que la sujetan; el alumbramiento es también una forma extraña de violencia que conoce perfectamente el significado del término «desgarro». Entreabrió los ojos justo en el momento en que lo introducían en la ambulancia. Una imagen se grabó en sus pupilas, sin que se pueda decir a ciencia cierta si viajó o no por los nervios ópticos que desembocan en la región profunda del cerebro donde se descifran los colores: Un cabo de la guardia civil sostenía a un niño recién nacido entre los brazos, cerca de él una joven mujer negra dormitaba en la arena envuelta en algo semejante al papel que protege los chocolates de la infancia.

El plástico negro había dejado manchas de sangre en el cuerpo de Agustín Ribera, formando una especie de jeroglífico en torno a sus rodillas y sus muslos desnudos. Él hubiese podido decir que la sangre no era suya, aunque también podría serlo porque la sangre no conoce de apariencias y su color es siempre el mismo, hubiese podido tranquilizar al desconcertado médico de la ambulancia que hacía esfuerzos inútiles por descifrar el origen misterioso de aquella marca coagulada, blanda y maleable, tan parecida en su aspecto a la arcilla.

 línea párrafo relato La marca coagulada

Miguel Ruiz Trigueros, nace en Málaga en 1961. Su familia se traslada siendo él muy joven a Latinoamérica donde estudia en universidades de San José, Ciudad de México y Estados Unidos. A partir de este momento, pasa gran parte de su vida cruzando el Atlántico de este a oeste. De este lado del mar, participa activamente en la revista Tierra, de Málaga. Al otro lado efectúa diversos viajes por Sudamérica vinculado a varias ONGs. Desde 1997, fija su residencia de manera permanente en España. Es autor de las novelas Los bailarines de Kronvalda (2003) y La noche de arcilla (2007). Ha publicado diversos relatos cortos y poemas en diversas revistas.

 

Contactar con el autor: mrtrigueros[at]hotmail.com  

 

🖼️ Ilustración relato: Imagen digital por Juanma Tapia
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