relato por

Maximiliano Braslavsky

 

…todos
están afuera están
fuera de aquí
de mi ámbito
para todos es sábado
es la noche del sábado…

Idea Vilariño

 

N

o hay nada, en este cuarto no hay nada. Sólo yo, con la costumbre de hacer siempre lo mismo. Podría cambiar y no sentir me da igual qué día es. Pero estoy acá, en mi cama de una plaza. Si viniese una de esas chicas lindas que pasan por los pasillos de la facultad debería lavar las sábanas. Limpieza general. Nunca les hablo ni tampoco sé cómo se llaman. Ellas, sin nombre. Quisiera preguntarles. Acordármelos y ordenarlos con infinita paciencia. Alfabéticamente. Inventaría, al nombrarlas, conversaciones de temas simples de contar. De a poco se aburrirían y, con vergüenza de dejarme, se deslizarían hasta desaparecer. En el momento donde la tristeza estuviese a punto de invadirme descubriría a la única que se quedó. Cuando ella se quedara sin tema de charla, algo ya no referido a un despelote de apuntes, esperaría a que me preguntara si en serio soy feliz.

Las noches de sábado tendrían que desaparecer. Si las borrara del mundo no pensaría en ese ritual de emborracharme para aliviar y encontrar una anécdota con el mismo desenlace que el del resto de las personas: «Sí, terminé quebrado».

Pienso.

Pienso.

Pienso en las cenas de todos los días. Mamá calla porque a papá no le interesan más sus temas de estricta cotidianeidad: el pronóstico del clima, los chismes de la vecindad, su convicción de que los chinos del supermercado entienden todo y sin embargo se hacen los boludos. Como no tolera que la ignoren, mamá recurre a su primera manera de llamar la atención: levantar las cejas. No funciona. Luego apoya su cabeza en la mano y se queda quieta, dura poco. Se cansa. Entonces me saca charla y me pregunta si, por fin, voy a salir. Le respondo: «Sé, sé, sé».

Hoy, en la mesa, ella estaba rara. Hablaba de su amiga Carola, a la que le dicen París. Jamás supe por qué la llaman así. Quizás sienta, ni bien la nombran, la excéntrica emoción de viajar, de huir —ojalá tuviera esa suerte—. Comentó que tenía muchas ganas de empezar meditación y que se irían, en un par de horas, a un lugar espiritual, porque según París: «Debemos profundizar en el tema del alma». Cada vez que mamá repetía París, se asomaban a sus ojos mínimos brillos, de esos que desaparecen cuando se refiere al trabajo de papá y a su también particular «puesto nocturno», esperar a que lleguen los camiones —vienen desde muy lejos— repletos de materiales para la empresa.

Mamá, después de comer, se sentó en mi cama. Se reía sin motivo y, entre tanta risotada, el sonido de un chancho a punto de estallar de gozo. La acompañé, era bellísimo no entender la situación. Creábamos música, música exacta. Éramos dos locos que, con las palabras, nunca habíamos logrado decirnos todo y únicamente bastaron miles de carcajadas para comprender que estábamos perdidos. Sacó del bolsillo plata. Era parte de sus ahorros, la suma de los vueltos de las veces que había ido al supermercado a hacer las compras y había conservado. «Fede, para vos. Hoy hacé algo diferente». La guardé en el bolsillo para que creyera que aceptaba. Me abrazó. La vi alejarse con pasos lentos y en ningún momento sentí la necesidad de confesarle la verdad: quedaría dentro de mi cuaderno de apuntes. No aceptaba ser esa preocupación que le impidiera soltarse de sí misma. Cuando se encontrara con París, serían ellas dos y basta.

Cerró la puerta. Siempre lo hace. Es una costumbre. Según ella hay que guardar, bien dentro nuestro, algunas cosas. Callarlas con ternura y saber vivir con pequeñas confidencias.

Antes, mamá salía con sus amigas un sábado por mes. Era una maestra del disimulo o tal vez a papá no le interesaba lo suficiente para indagar un poco en el tema. Nunca le preguntó cómo se llamaban ni por qué se juntaban después de veinte años. Terminábamos de cenar, ella se iba y me quedaba con él que alardeaba, con sus manos en la panza, sobre cuanto había comido. Era un globo aerostático. Los días de pasta su presencia en la mesa era eterna. Untaba el pan en los restos de salsa roja, casera.

Hubo una vez, en esa misma época, que papá me dejo solo comiendo, porque daban la repetición de un partido de futbol y el único televisor grande estaba en su cuarto. Apoyé los cubiertos. La veía a mamá maquillarse en el baño y me daba la sensación de que para ella, en ese instante, papá y yo no existíamos. Estaba sumida en el deseo de considerarse linda, menos cansada.

Intenté cortar la carne, pero se me complicó. Traté de nuevo, con el brazo entero y de un codazo tiré la botella de jugo. En la desesperación por salvar las cosas de esa catástrofe naranja, sólo alcancé a tirar la cartera abierta de mamá. Antes de levantarla, descubrí el comienzo de una fotografía. La saqué. Era la imagen de una joven. Bellísima. Parecía, delante de ese fondo de fiesta, una mujer libre envuelta en un vestido floreado, viejo, que únicamente ella sabía lucir con elegancia. En el dorso, unas palabras en francés. Y la marca de un beso rojo.

De repente, apareció mamá. Me tiré hacia atrás, aunque no estaba asustado. Torció la cara y se encogió de hombros. Entonces comprendí que no iba a reunirse con sus compañeras de la secundaria, que tal vez su felicidad estaba en otra cosa: esa chica. Limpié la mesa y me callé para que no se sintiera mal.

Cada vez que regresaba de la secundaria la encontraba a mamá llorando en su habitación. Una vez, le pregunté qué le pasaba y me respondió que era un dolor pasajero, que cuando papá entrara por la puerta se le iría. Él llegaba a casa y era la misma escena de siempre: ella se le tiraba encima y se quedaba ahí. Luego, le preguntaba si quería unos mates. Él se soltaba. Ella corría a la cocina a poner la pava en el fuego.

«A papá le ofrecieron otro trabajo además del anterior, en la misma empresa. Es de noche». Papá terminaba de comer y se iba a cambiar. Se vestía lo más prolijo posible y usaba un perfume muy rico. Antes de irse, mamá lo detenía en la puerta con el mismo interrogatorio, a qué hora volvería y por qué tenía que hacerlo si no nos faltaba nada, que ni siquiera había que pagar la secundaria. Es pública. Él respondía: «Porque reconocen mi esfuerzo». Una madrugada, habían pasado tres días desde que él no dormía en casa, me levanté para ir al baño y la encontré en una silla, estaba cansada, con los ojos llorosos y en posición de esperar algo. A papá. Me acerqué, pero me sacó cagando.

 

Desde chico, esperé una forma distinta a lo que ella denomina amor. Oídos. Ahora que se animó a hablar de París está más suelta, humana. Antes le salía peor.

Regresaba de la escuela. El trayecto era simple: dos cuadras derecho, una vuelta a la esquina y cruzar la calle. A veces intentaba que las cuadras me fuesen más largas, porque pensaba que mamá se había cansado de la misma historia. Tenía que mostrarle dónde me habían pegado. Antes de entrar, me secaba los ojos con la manga del guardapolvo y después las mejillas, para no dejar ninguna evidencia. Pero ella lo notaba. «Peque, ya está. Ir a estudiar, además, implica eso». Me daba unas palmaditas en la espalda, me ponía una curita sin dibujos y era como si para ella mi dolor hubiera acabado con esas dos acciones. Se acomodaba frente al televisor del comedor y se enganchaba con las novelas de la tarde mal dobladas. Quizás lo relacionaba a papá con alguno de esos héroes brasileños. En ese tiempo, mamá lo llenaba de besos. A medida que fui creciendo los besos perdieron la continuidad, y ya no acertaban en la boca, sino un poco más al costado.

Mamá logró cumplir con una de sus ilusiones de ama de casa: ya no serlo tanto. Y zafó del bajón de los domingos familiares. Papá agarraba el auto y le empezaba a dar derecho, a veces ni siquiera ponía la radio, hasta llegar al Burguer King. Siempre el mismo, por los descuentos. Nos sentábamos y hubo veces que le exigí la hamburguesa doble, pero era para gritos. Parecíamos personajes salidos de una película muda, nos manejábamos con los gestos. Ella comía rápido. Él se entretenía poniéndole chorros de condimentos al pan y lo aplastaba contra la carne. Únicamente levantaba la mirada para… no sé para qué, pero la levantaba cuando iba por la mitad de su hamburguesa y mamá ya había terminado. Le sonreía y se quedaba ahí, con los ojos en ella, pero ya sin mirarla.

A partir de que para mamá las noches de sábado existen, los almuerzos del domingo se cancelaron porque ella, al mediodía, duerme. Y con papá sabemos que, ni acompañados y menos aún juntos, nos llevamos. Desde que no salimos, se prepara la comida para él y nadie más: tres sándwiches de jamón y queso. Se sienta a la mesa y ve su programa: Almorzando con Mirtha Legrand. Ella presenta a sus invitados y, en el momento que le hace una pregunta a alguien —cualquiera— para poder callarse, se dibuja en papá la misma sonrisa que tenía cuando estaba con mamá en el Burguer King. Es como si necesitara que Mirtha no dijese nada, observarla en silencio, para que creyera que aún hay alguien con él.

 

Mi único amigo debe estar con sus otros amigos. Jamás me invita, porque para él muero cada sábado a la noche. Lo imagino al lado mío, dándome un consejo al igual que en la facultad. Me incita a conocer chicas en esos chats que se pusieron de moda. «Loco, para vos es la mejor manera. No hay ningún miedo, ninguna duda. No las ves. Es como hablar con vos mismo». No sabría qué decirles, supongo que ya se sienten cansadas de saludar y responder cómo están y qué se cuenta. Tal vez, mamá la conoció a París de esta forma. Nombre de usuario. Contraseña. Fecha de nacimiento. Ciudad. Intereses. Qué quiero. ¿¡Qué quiero!?

No estar así.

Me siento solo.

Podría ponerme el abrigo, salir y mirar, en silencio, a las novias que nunca tuve. No me acercaría, sólo las miraría alejarse y cerraría los ojos. Las seguiría, en la memoria, por ese mismo camino. Les contaría un par de estupideces y me invitarían a ser parte de algo, un grupo. No. Prefiero ver la repetición de Los Simpson.

 

Se oyen ronquidos, papá duerme. Se cansó de la televisión. Cuando mamá regrese y se encuentre con esos sonidos, no le importarán. Soñará con París. Si ella viviera con nosotros, en vez de él, mamá se quedaría los sábados en casa y no le molestaría.

Quizás así, con una familia feliz, yo podría salir.

Con o sin alguien.

 

Cómo quisiera encontrarte, mi París.

 

separador círculos relato Sábado

 

Maximiliano Gastón Braslavsky (Buenos Aires, 1992). Escritor, corrector literario y entusiasta de los relatos y las poesías. Su creación lírica ha sido reconocida en varios casos: premio a su poema Sobreviviendo al Recuerdo en el V Concurso Literario Scholem Aleijem 2010 – Bicentenario, He amado al tiempo (revista Gibralfaro, 2012), El hombre cansado de amar (revista Gibralfaro, 2013), Por aquel corazón (revista Con un monstruo en la valija IV, 2014). Como medio propio de divulgación de su obra creativa, ha creado un blogspot titulado Las palabras que quería.

📩 Contactar con el autor: cremaduque [at] hotmail [dot] com

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📷 Ilustración relato: Fotografía en Pxfuel

 

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