relato por
Miguel E. Kelly

 

M

e despierto con sobresalto al clamor de las campanas de la iglesia cercana; tan cerca que también puedo oír claramente las palomas bateando las alas frente el asalto como si fueran almas huyendo del purgatorio. Seis repiques melancólicos anuncian el amanecer. Poco a poco, las campanas lejanas empiezan a responder. Así da la luz un nuevo día asíncrono del pueblo.

Me quedo en cama un rato, envuelto en un sentimiento de inquietud, seguro de que había tenido un sueño extraño, una pesadillita, de la cual las malditas campanas me desgarraron. Rebusco en mi memoria, pero no logro arrastrar las imágenes hasta la superficie.

Levanto las manos hacia la cara para quitarme el sueño de los ojos, pero me asombro por no poder ver los dedos. Los primeros chorros de la luz del sol filtran por los huecos alrededor de las persianas de las ventanas, pero sólo resulta en una oscuridad penumbra.

¿Quizás mis ojos tan viejos me gastan una broma en la oscuridad?

Me siento en la orilla de la cama y busco la imagen de mi reflejo en el espejo montado en la pared, al otro lado del cuarto. Girando la cabeza primero a un lado y después al otro, miro de reojo al espejo. Creo que puedo ver el contorno de mi figura en la oscuridad, pero tengo más dudas que certidumbre.

¿Soy invisible?

Un golpe en la puerta de la recámara me saca de mis pensamientos. Sin esperar, Marta, la muchacha que me ayuda diariamente, entra y lanza un saludo alegre hacia mi dirección. Anda por delante de la cama y tira las persianas a los lados y abre las ventanas para dejar entrar el día. Entran a raudales los rayos del sol, y pasa por el cuarto una brisa suave. En su estela, el polvo baila en remolinos por la luz dorada.

Marta se gira y sale de la recámara sin apenas darme miramiento. De hecho, juro que su mirada me atravesó como si no estuviera allí.

Tal vez soy invisible.

Sé que Marta va a regresar en seguida con mi desayuno, un tazón de chocolate caliente junto dos churros recién hechos. El ruido creciente del pueblo, más el abrazo de la luz cálida, me llaman frente a una de las ventanas desde donde, por la altura de mi casita en su lomita, tengo una vista a la plaza arbolada. Más allá, en las afueras del pueblo, justo donde los tejados rojo-grisáceos se pierden en el monte, un globo de aire caliente, enorme y colorado, sube al cielo matinal. Qué raro. Parte de mi esencia quiere acompañarlo en su viaje sin rumbo.

Lo miro ascender, y ascender, y ascender…

De repente, echo un vistazo en el espejo.

Nada.

En plena luz, nada.

Es el sueño de cada niño ante su pupitre: ser invisible. Pero ya tengo setenta y ocho años y el propósito de ser invisible me horroriza y da pavor. ¿Cómo puedo ser invisible? Hago muecas como niño gracioso. Aleteo los brazos como pollo loco. Salto como mono. Ningún reflejo mío me imita en el espejo.

Marta entra, ajetreándose. Su mirada me atraviesa de nuevo mientras ella se traslada el cuarto y pone una bandeja con mi desayuno encina de una mesita.

—Señor. ¡Señor! —dice mientras se gira a la cama.

Noto que Marta mira fijamente a la cama con el ceño fruncido y las cejas como si fueran signos de exclamación horizontales. El sonido de su voz tiembla un poco.

—¿Buenos días, señor?

Miro adonde mira ella. Allí en la cama veo una forma muy conocida, acostada, cubierta en las sabanas. Quieta.

Otra brisa pasa por la recámara, agitando las persianas, tirándome, jalándome, desenredándome, y por fin llevándome y trasladándome como si fuera una cola de papel ondeando de papalote.

Sí, soy invisible.

 

separador relato El día en que desaparecí

Miguel Eduardo Kelly. A lo largo de los años, ha tenido la oportunidad de explorar varios caminos profesionales para incluir padre, maestro, administrador de escuela, escritor, y editor. Ha publicado en inglés y también ha trabajado como editor de una revista de seguridad nacional en Estados Unidos. Actualmente sirve como editor de un boletín semanal en Indonesia. Ha pasado la mayoría de las últimas dos décadas viviendo en América Latina «en parte por mi amor a la lengua, las diversas culturas, la comida increíble, y el trabajo genial de mi querida esposa».

📩 Contactar con el autor: kellymeworldwide [at] gmail [dot] com

Ilustración relato: Peterborough, UK (Unsplash), Stefan Rayner two34, CC0, via Wikimedia Commons

 

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