reportaje por
David García Molina

 

E

n torno al río Cinca, en la provincia de Huesca, hay un lugar recóndito que ejerce un influjo inexplicable. Apenas treinta kilómetros separan el Santuario de Torreciudad, centro del Opus Dei, del Templo budista Dag Shang Kagyu: que religiones tan dispares se hayan asentado aquí, confirma el magnetismo de la zona. Una tarde de verano de 1988, un suizo llamado Kurt Fridez alcanzó en bici el alto de La Collada. Desde ese balcón divisó, sobre un risco, el pueblo deshabitado de Pano. La luz lánguida del atardecer coloreaba de mostaza los muros de las casas confundiéndolos con las paredes verticales de la peña. Este es mi lugar, pensó Kurt.

 

María Luisa

Con diecinueve años, Kurt se trasladó de Basilea a Ginebra para estudiar delineación. En esa época, mediados de los sesenta, los últimos habitantes de Pano emigraban a las ciudades y dejaban desierto el pueblo. Tristes montañas, dice Kurt y es como si su pelo cenizo se apagara más al pronunciar esas palabras. Las personas no pueden imaginar lo duros que eran los inviernos aquí. Fue lógico que se marcharan.

Tras acabar su formación, Kurt trabajó como encargado en una importante empresa en la que adquirió conocimientos de arquitectura e ingeniería que le prepararon para entrar en el negocio de su padre, una firma de sanitarios.

Una de sus aficiones es la música clásica. Fue en la escuela de canto donde conoció a María Luisa, una mezzosoprano siete años mayor que él. Nos casamos enseguida, yo era un niño aún. Al principio todo fue bien, pero frené su carrera. Ella era una artista reconocida que cantó en prestigiosos teatros y llegó a compartir escenario con Teresa Berganza. Sin embargo, los empresarios musicales querían un trato más allá de lo profesional y ella se negó. Era una mujer muy italiana, me dice Kurt. Quiso serme fiel y eso la perjudicó, también era pasional y con mucho genio. Incluso con su madre presente, discutíamos. Luego la suegra la reprendía: la mujer tiene que servir al hombre. Eli, una de las cooperantes de Pano, le recrimina que es un machista. Kurt sonríe.

La convivencia fue breve, aunque no se divorciaron hasta pasados veinte años, cuando Silvia quedó embarazada. Yo era joven y me fijaba en otras mujeres, Kurt se lleva abajo el párpado para enfatizar. Aparecieron las diferencias y además él realizaba excursiones en bicicleta a la montaña los fines de semana en las que María Luisa no le acompañaba.

Kurt ganó mucho dinero en el negocio familiar y se permitió ciertos lujos. En 1973 dio la vuelta al mundo en avión. Visitó lugares maravillosos y en las playas de Tahití pensó en que quería cambiar de vida.

A la vuelta esa idea se debilitó, aunque no fue olvidada por completo. Sentado en el tren, de regreso a Basilea tras una ruta a un pico cercano, la pulsión se manifestó. Kurt observó el desaliento de los pasajeros. Se preguntó qué compartía con ellos, aparte de esa desgana por retornar a la ciudad. Mi camino, aunque sea estrecho, tiene que ser diferente, se respondió.

 

Paisaje Pano, artículo Kurt Fridez

 

Silvia

A Silvia la conoció también gracias a la música: tocaba el violín y la viola. Era perfecta para él, puesto que se sentía alegre en la naturaleza y ligera sobre la bici. Sus sueños confluyeron, ambos querían iniciar una nueva vida en otro país. Buscaban una casa, no necesariamente un pueblo abandonado, pero sí con pocos habitantes. Al encontrar Pano, el proyecto se amplió. Esta es mi locura, confiesa Kurt.

En 1987 recorrieron en bici el sur de Francia sin éxito. Al año siguiente, probaron en el Pirineo catalán. Llovía incesantemente y decidieron descender hasta encontrar sol. Llegaron a Graus y cogieron un desvío, cansados y con las esperanzas mermadas. Al coronar La Collada vieron Pano rodeado de saúcos de flores blancas y el agua cristalina del pantano de El Grado al fondo. Yo creo en el destino, no en la casualidad, me dice Kurt.

Fueron al Ayuntamiento de Graus, ya que Pano es una aldea que pertenece a este municipio, para preguntar por los propietarios de las ruinas. Les remitieron al Catastro de Huesca, donde les atendió un funcionario estirado de bigote fino. Un burócrata franquista, asegura Kurt. Les dijo que no disponían de esos datos, pero no era cierto. Tras días de intentos, consiguieron que el funcionario atendiera la petición y que les enseñara un plano. Pero hubo más problemas, me dijo que la única forma de obtener una copia era contratando los servicios de un fotógrafo que él les recomendaba. Después surgió la dificultad de contactar con los dueños y los herederos. Contrariados, Kurt y Silvia pidieron ayuda a un gestor y regresaron a Suiza.

En agosto volvieron para reunirse con los doce propietarios que la gestoría había localizado. Me advirtieron de que era un error que nos presentáramos allí, porque lo que no valía nada duplicó su precio cuando nos vieron. Olieron el dinero, Kurt arruga la nariz como si venteara el aire: se vuelve expresivo cuando narra, casi teatral. No consiguió alcanzar un acuerdo general, de hecho todavía hoy existen casas que no le pertenecen, pero sí con la mayoría de los dueños, entre ellos el Obispado de Barbastro que le vendió la iglesia de San Miguel.

Transcurrieron tres años de preparativos hasta que en 1991 se trasladaron al edificio de la vieja escuela mientras lo reformaban. Las condiciones de vida eran precarias, pero ellos se sentían felices. Kurt limpió senderos y habilitó el camino de acceso al pueblo para que las camionetas pudieran acercar el material de construcción. Puso en práctica los conocimientos de arquitectura que había adquirido en el pasado. El esfuerzo era ímprobo y acababa de comenzar. Kurt no se amilanó, reconstruir Pano no era un capricho pasajero, sino lo que iba a dar sentido a su vida.

En 1994 comenzaron las obras del actual albergue. En el recibidor encuentro mermeladas, guantes, bufandas y gorros a la venta para colaborar con la Fundación. Curioseo un libro de firmas en el que los visitantes y voluntarios han escrito sus impresiones. Destacan los budistas que han pasado aquí unos días ante la falta de plazas en el templo. Ellos y los demás viajeros loan el silencio del lugar, la calma, el paisaje y agradecen la atención recibida por parte de Kurt y Silvia, aunque me fijo en que, a partir del 2003, Silvia desaparece y las dedicatorias se dirigen a Susana. Kurt no me ha hablado de ella todavía.

Incorporaron voluntarios a los trabajos cuando se terminó el albergue. Al principio vinieron grupos de belgas. En estos momentos, Rubén y Eli, una pareja barcelonesa, lleva un año en Pano encargándose de los huertos y de las gallinas. Según Eli, llegan buscavidas y personas que se esconden de algo o huyen de sí mismos. Aunque los perfiles han sido heterogéneos: incluso un estudiante de arquitectura fue voluntario. Se establecen meses aquí, pero lo habitual es que duren pocos días. Kurt tiene buenas cualidades, no he conocido a hombre con más voluntad y perseverancia, pero es muy perfeccionista y estricto en las costumbres, me dice. Si hubiera un grupo permanente de personas, se avanzaría más rápido.

A los cincuenta y cuatro años, Kurt prefería no ser padre, pero Silvia quería tener hijos. Accedió, aunque dejo a las claras su disconformidad en el primer parto. Kurt se fue a un castillo en Irlanda a la fiesta de cumpleaños de un colega de trabajo. Su hijo había nacido, pero él voló directamente a Suiza y regresó a Pano quince días después.

Aunque la pareja se asentó en el pueblo, él ha viajado, aún hoy, de manera periódica a su país para supervisar la marcha de la empresa y cuadrar cuentas con el socio. La financiación de la rehabilitación procede de los dividendos que genera la factoría.

Hubo tres nacimientos más. Los hijos han crecido: dos de ellos viven en Suiza, el penúltimo estudia en Huesca y Micky, el pequeño, a estas alturas de curso, con los exámenes próximos, viene a Pano después del instituto porque aquí existen menos distracciones que en Graus. Los niños distanciaron a la pareja y, en el año 2000, Kurt se separó de Silvia. Yo quería una amante, no una madre, me dice.

Llega la noche y Kurt lee la biblia antes de acostarse. Me habla de religión y de que dos veces al año asiste a las reuniones que la Nueva Iglesia Apostólica celebra en Barcelona. Yo subo al segundo piso, una amplia habitación abuhardillada con camas corridas. De vez en cuando aguzo el oído por si escucho las ánimas que vagan en el pueblo. Solo percibo el sonido de una mosca que choca contra el cristal de la claraboya, hipnotizada por la luz de la luna. A veces creo distinguir el idioma ancestral de las arañas que habitan el cuarto. La mosca deja de zumbar, quizás ha sido presa del canto de sirena de las arañas. Duermo en paz.

 Cocina de la casa de Kurt Fridez

 

Susana

Kurt se levanta a las siete de la mañana con la claridad que entra por las ventanas. No ha colocado en ellas cortinajes ni persianas. Repite la misma rutina: realiza sus ejercicios de rehabilitación y baja a la cocina, con un intenso olor a queso, a preparar muesli. Mientras desayuna, sentado en un sofá mecedora, escucha en la radio suiza las noticias y un programa sobre consumo.

Me pide que cuando me lave no deje el grifo abierto. A pesar de que en La Collada existe un depósito municipal de agua conectado a Pano, Kurt prefiere abastecerse del que ha instalado y se nutre del agua de lluvia. Para el resto de necesidades me señala el campo. Cambia de lugar cada vez, me advierte. Hay duchas en el sótano del albergue, pero Kurt recomienda utilizar la ducha al aire libre como él hace. Pienso que bromea o exagera, pero me equivoco: por la tarde, con un viento no precisamente cálido, aparece desnudo con una toalla que no tapa su badajo.

Apenas prueba la carne y el pescado, no come pan y no toma café porque lo considera una droga. Está prohibido fumar, para hacerlo hay que salir a la entrada de Pano —existen muchos rincones apartados en el pueblo, que, por supuesto, utilizo para incumplir esta norma—. Tampoco está permitido el consumo de drogas y el de alcohol con moderación, no más de un vasito en la comida.

En la sobremesa Rubén recoge los platos, excepto el de Kurt, amarillo para diferenciarlo. Antes de retirarse, Kurt lo limpia a lengüetazos. No quiere que se friegue con jabón, me explica Rubén. Ya los dos solos, preparamos café. Cojo una caja de leche para acompañarlo, pero Rubén me detiene. Quieto, no tomes la leche de Kurt, no sé cómo se la prepara. Su estómago es de hierro, pero los demás podemos irnos patas abajo. He visto a este hombre beber y comer cosas que no imaginarías. Durante un instante, me viene a la mente el archiconocido monólogo final del replicante Roy en Blade Runner: «Yo he visto cosas que vosotros no creeríais».

 

Kurt me habló de sus proyectos mientras caminábamos por el pueblo. Quiere rehabilitar el horno de pan y el trujal, acondicionar la antigua era como plazoleta y colocar nuevas placas solares. Me llevó hasta un cuarto cerrado con una puerta de acero reforzado y una señal de peligro eléctrico. Dentro estaban las baterías y otros dispositivos. Me explicó el funcionamiento y los planes de ampliación, pero no entendí mucho.

Ahora sus esfuerzos se centran en finalizar las obras de la iglesia y de la casa anexa. El templo es pequeño, con paredes de piedra, y las vistas desde la torre, inmejorables. Pretende hacer allí un centro de actividades culturales con exposiciones y conciertos de música clásica. Atravesamos el atrio, en cuyo centro hay una hormigonera, y encontramos a Willy. Hablan brevemente en alemán y luego me lo presenta. Willy es el carpintero del templo budista, pero lleva un tiempo ocupado en Pano. Mientras barniza con aceite de linaza los listones que formaran el suelo del coro, me explica que es suizo y el budismo lo trajo a la zona hace ya veinte años. Ahora los tibetanos no tienen pasta, así que este trabajo me viene bien, me dice. En las capillas de la iglesia hay estanterías con cientos de herramientas y sacos de cemento, el suelo está cubierto de serrín. En la parte superior, unos tensores unen los muros laterales, ya que amenazaban derrumbe. Kurt explica que duda a qué empresa comprar los cristales. Deben ser los mejores, para que aíslen del frío en invierno, dice. Luego se acerca a los listones, y, orgulloso, pasa la mano sobre ellos. Es pino de Las Landas, de una lisura perfecta.

La antigua Casa Sanz

Salimos al exterior y me mostró la nueva estructura de la antigua Casa Sanz, la última en el límite sur de Pano. Kurt la destinará a oficinas y a viviendas para los responsables de la Fundación que, previsiblemente, serán sus hijos. Además, dispondrá una cocina industrial, un depósito con más capacidad y baños amplios. Todo destinado a satisfacer las necesidades de los visitantes. La estructura está rodeada de andamios. Antes Kurt se subía habitualmente a ellos, pero desde hace un año, los albañiles contratados son los que se encargan del trabajo. Kurt me señala la parte de un andamio, a una altura de tres metros. Desde ahí me caí. Se rompió la cadera y el peroné, pero podría haber sido peor. Después del accidente y la muerte de Susana, me he acercado más a Dios. Pensé que ya estábamos preparados para hablar de ella.

 

Era viernes, el día en que Kurt ensaya con la coral de Graus. Horas antes, estaba especialmente contento. Me propuso que le acompañara en bicicleta. Estupendo, me dije, va a ser una oportunidad para ver a Kurt en acción. A María Luisa y a Silvia las conoció en ambientes musicales, así que, con suerte, quizás se mostrara seductor. Por otro lado, no daba crédito: aquel hombre de setenta y cuatro años, tras lesiones de gravedad, pretendía bajar y luego subir un puerto de catorce kilómetros. Mi amor propio me obligaba a aceptar: no le hice caso, excusándome en que el ensayo terminaba a las diez de la noche y tendríamos que volver en plena oscuridad.

En el trayecto en coche, Kurt me contestó que se consideraba solitario, pero no me parece un hombre huraño. Está integrado en Graus, es miembro de asociaciones culturales y del grupo ciclista, en el paseo por la localidad tuve ocasión de ver cómo vecinos y comerciantes lo saludaban. Una de las visitas fue a la radio local en la que me presentó al periodista Ángel Gayúbar, que lo ayudó a frenar el proyecto del anterior alcalde. El edil quiso instalar alumbrado público en Pano a través de una línea de torretas. Kurt se opuso, porque sospechaba que solo respondía a intereses económicos y además nadie lo había demandado, y porque provocaría contaminación lumínica y paisajística. La presión de los medios y las quejas elevadas a instancias superiores lograron paralizar el proyecto.

Este hecho, junto a la negativa de utilizar el suministro público de agua y otros comentarios críticos hacia la gestión de los servicios, me hizo preguntarle si alguna vez se había involucrado en política. Kurt me contestó que en Suiza se afilió al Partido Radical, una formación de centro derecha. En ella participó en diversas comisiones relacionadas con el medio ambiente, aunque nunca ostentó ningún cargo.

Su ideología quedó patente cuando nos íbamos del ensayo. Era periodo electoral y se celebraba un mitin del PSOE en el mismo edificio en que se reunía la coral. Nuestra salida coincidió con la del acto. En la puerta se concentró gran parte de los asistentes. Kurt leía las pancartas con atención. Le confirmé que era una reunión de los socialistas. Rodeado de ellos, sin pudor y con una sonrisa amplia comenzó a decir en voz alta: «No les votéis, nos llevarán a la ruina». Observé, de repente, semblantes serios y ceños fruncidos. Casi tuve que tirar de la manga de su jersey para sacarlo de allí.

Kurt Fridez en el coro

Nos sentamos en el comedor del albergue, alrededor de una mesa larga. En las paredes hay cuadros y sobre el piano una escultura de madera que representa un cabestrante del que cuelga un cascote. Un amigo talló en la base: Piedra a piedra se reconstruye Pano. Al hablar de Susana, baja la voz.

Ella fue a Pano junto a una amiga y un grupo de mejicanos para participar en unas convivencias en el templo budista. Susana le dijo, más adelante, que en el momento en que lo vio sintió atracción por él. Kurt intuyó que así fue por la manera en que lo miraba y la atención que le prestaba. Por las mañanas, espiaba desde la ventana de la habitación cómo entraba con su amiga en la iglesia para meditar. Cuando regresaban del templo, charlaban durante horas después de la cena. Susana confesó a su amiga que Kurt le gustaba, pero no se atrevía a dar ningún paso. Se acaba el tiempo, así que aprovecha para hablar con él en la fiesta de esta noche, le aconsejó la otra.

Kurt estaba sentado en la misma silla que ocupa y Susana permanecía de pie en la entrada del comedor. La música estaba a un volumen alto y los mejicanos gritaban mucho, me dice Kurt. Ella no paraba de mirarme y entonces la llamé con el dedo. Kurt observa la puerta y enrosca el índice, y por un segundo veo un hilo dorado que atrae a Susana. La invitó a un lugar íntimo y sin ruidos: bajo el único olivo de Pano.

Me habló de sus defectos y manías, parecía que intentaba alejarme de ella. Las preguntas se sucedieron y ella le confesó la causa que le impedía iniciar una relación: era enferma de SIDA.

El marido de Susana había consumido drogas sin que ella lo supiera, contrajo la enfermedad y se la contagió. Ella tenía veintidós y corría el año 1988, cuando no existían tratamientos efectivos: pensó que iba a morir pronto. Vendió el taller de costura y otras posesiones y se dedicó a ayudar a enfermos en las prisiones, además de mantener reuniones con las administraciones para que invirtieran más fondos en paliar los efectos de la pandemia.

Estuvo al borde de la muerte. Me dijo que escuchó la voz de Dios: todavía no es el momento.

Se recuperó junto a Las Hermanas de la Caridad de Barcelona, que la iniciaron en la meditación. Con esta halló la paz y se interesó por el budismo zen.

Quise darle un beso, pero me apartó. No estaba interesada en el sexo, y por primera vez, me dio igual. Solo me dejó besarla en la frente. Acordaron que reflexionarían sobre el futuro y que se encontrarían a la vuelta del viaje que él iba a realizar a su país. Lo esperó en el aeropuerto con un ramo de flores y, ya en el hotel, le regaló un sobre que contenía una canción. Yo le di unas hojas en las que le explicaba mi pasado y cuáles eran mis planes con ella. Me estaba enamorando del ser más sensible que había conocido. No podía engañarla como a las otras, a ella no podía hacerle daño, me dice Kurt.

Susana se mudó a Pano, impulsó la creación de la Fundación, se encargó de las relaciones con las instituciones, además de organizar la intendencia y de cuidar a los huéspedes que llegaban desorientados o dolidos. Ella sabía elegir a los cooperantes, asegura Kurt, enseguida se daba cuenta de si eran buenos y trabajadores.

En mi último día en Pano, Kurt me llevó a una de las casas rehabilitadas que todavía no me había enseñado. En la segunda planta hay una amplia habitación dividida, por la disposición de los muebles, en un dormitorio y un estudio. La cama de matrimonio fue la que compartió con Silvia y los niños. Kurt me señaló las vigas a las que trepaban sus hijos para lanzarse al colchón y luego el escritorio que usaba Susana como oficina. Junto a él, hay un arcón forrado en piel. Tras la muerte de Susana, encontró en su interior varios diarios que ella redactó en la adolescencia. Desde niña tuvo una sensibilidad especial que nadie comprendía, me dice Kurt. Le escribía cartas a un chico llamado Jordi y detallaba las conversaciones que mantenían. Parecía que era la única persona con la que se entendía. Kurt cree que Jordi existió en la imaginación de Susana, que inventó un amor para no sentirse sola.

Tras el escritorio, en la pared hay un corcho con fotografías. Los veo en la boda tibetana, vestidos con ropas de lino blancas y con collares floreados. Susana está muy guapa y a Kurt no lo reconozco, más gordo y con bigote. Ambos sonríen. Debajo hay una foto: una mujer posa junto a Susana, que muestra signos evidentes de debilidad. Era su doctora, ni ella ni yo logramos convencerla para que se medicara. Susana había conocido a una persona que había sobrevivido con una terapia natural. Estaba convencida de que siguiendo ese tratamiento no iba a morir.

 

Al regresar del ensayo, en el alto donde se deja la carretera y comienza el camino que conduce a Pano, Kurt me hizo detener el coche. Nos bajamos. En el pueblo solo se apreciaba la luz del cuarto de Eli y Rubén. Si llegan a poner farolas y cableado hubieran estropeado la vista del cielo, me dice. Nos quedamos un rato mirando las estrellas. Pensé en todas las personas que han venido a Pano y en Kurt y en Susana aquella noche que hablaron bajo el olivo. Quizás el magnetismo de este lugar no provenga de la tierra, sino de la bóveda celeste que te ancla aquí para que la contemples.

 

 

DAVID GARCÍA MOLINA. Escritor, historiador y técnico socio-cultural. Ha publicado la novela corta El juego de Álex, que ha sido traducida al inglés. En la actualidad escribe en su blog El hombre que inventó Zaragoza (www.davidgarciamolina.com/ el-hombre-que-invento-zaragoza/).


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Ilustraciones del artículo: Fotografías por David García Molina ©

 

artículo El constructor que amaba a las mujeres

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