relato por
Luis Pueyo García

A

quel país había vivido por encima de sus posibilidades, se hartaban de decir los corifeos de las familias de más rancio abolengo de la nación. Precisamente ellos, los que habían vivido siempre en el lujo y la opulencia fueron los que difundieron aquella especie. Y todo aquel sonido siniestro que salía de sus gargantas, en especial en televisión, fue asumido casi sin rechistar en colas del cine, del pan o en bares en los que se amontonaba la gente para ver los partidos. Era la manera habitual en aquella tierra, como en todas, de controlar las mentes bien pensantes e ingenuas de su sociedad civil y militar.

Pero entonces, una exigua minoría que, siendo analfabeta funcional y no habiendo llegado nunca a realizar siquiera los estudios medios, era ya en aquella época la más diligente e instruida, sin haber leído un libro en su vida, alzó su voz y se levantó cívicamente contra los responsables de tamaño desastre, ellos, gente dura y tosca, sin formación de ningún tipo, solo con su primario sentido común. Fueron estos los que comenzaron a organizarse sin saberlo. Ellos difundieron el rumor de que los culpables de la depresión en la que vivían eran unas cuantas familias que dominaban aquel régimen antidemocrático conocido como democracia.

No caló al principio entre la masa de licenciados inertes pero, en unos meses, incluso los catedráticos de universidad, los científicos más reputados (aunque exiguos) así como escritores e intelectuales varios cuando se reunían en opíparas cenas, en lujosos espacios acristalados en donde compartían sus conocimientos absurdos e inanes, comentaban con odio que habría que diseñar un enorme trasatlántico en el que se metieran a la fuerza a todos y cada uno de los políticos y después abandonarlo en medio del enorme océano, sin suministros, sin gasóleo, a la buena de Dios y que, de esta manera, muriesen de inanición.  Era un pensamiento débil, burdo y de personas vulgares como ellos solían decir, pero ya entonces muy difundido por todas las arterias y venas de aquella sociedad otrora denominada con el falso epíteto «del conocimiento».

Los desheredados, los humildes, quizás los menos sabios pero, a la vez, los únicos con cierto sentido común, habían tomado conciencia de que su empobrecimiento era colosal mientras el enriquecimiento de sus líderes no tenía parangón. Cansados de que les esquilmaran acabó por generarse un clima prerrevolucionario, difícil de detener.  Pero como siempre sucedía en esa patria, los cabreos acababan por ser pasajeros. A una nueva noticia de un robo, de un saqueo, de un desfalco y el consiguiente cabreo popular solía suceder un ideal de relajación, una pasión diríamos de quietud y sosiego que siempre iba acompañada de grandes dosis de humor. Así había sido siempre y así era ahora. Esa minoría rebelde, la de menos formación, acababa dejándose llevar por el conformismo del resto de la sociedad, en especial de toda aquella enorme masa de titulados universitarios, de doctorados y sabios que por doquier habitaban aquel reino del estancamiento económico perpetuo.

La ilusión de revolución pronto se fue borrando del imaginario colectivo. Nadie supo muy bien qué es lo que había pasado para que un pueblo al borde del shock general, pleno de odio contra la casta que los dominaba desde hacía décadas, de repente, un día por la mañana, hubiera vuelto como por encantamiento a la situación de mansedumbre anterior y, lo que es peor, ya no hablara de todo aquello.  Y no es que se hubiese regresado a aquellas insulsas conversaciones de ascensor, a aquel frenesí violento de gritos por el arbitraje en un determinado partido de fútbol, al chascarrillo barriobajero sobre la vida de tal o cual inmundicia humana, no. Lo que pasó fue mucho más grave y quedó, para siempre, registrado en la memoria colectiva de idiotas y listos, titulados y currantes.

Sin que nadie supiera muy bien por qué esa mañana todo el mundo estaba alegre, sonreía al salir de su postigo, por la calle saludaba con alborozo y alegría a sus convecinos, al llegar a la tienda todo eran sonrisas cómplices con los desconocidos y risas cada vez más sonoras con los conocidos. En los bares, abiertos como siempre desde antes del amanecer no era necesaria el carajillo en ayunas para despertar la alegría por doquier. Todo el mundo estaba muy, pero que muy contento con todo lo que veía y escuchaba. Se produjeron hechos curiosos que dan que reflexionar. Al paso de un coche fúnebre muchas personas, sin poder evitarlo, señalaban la caja en el interior de los cristales tintados y reían de manera extraña al comentarlo con su convecino de acera. O también cuando alguien era abordado por la calle y robado impunemente por algún carterista, en algún tirón, en vez de enfadarse y denunciar el robo reía descojonado señalando al ladrón que ya no corría, sino que seguía su marcha entre el aplauso general de  los testigos. El propio ratero saludaba a la concurrencia con una sonrisa que dejaba ver su deplorable dentadura.

Para que veamos a qué extremos se llegó, se produjo un atropello que casi le cuesta la vida en el momento a un motorista, embestido brutalmente contra una fachada por la negligencia de una buena señora que conducía sin percatarse del rojo del semáforo y, ¿creen ustedes que la policía le tomó siquiera los datos? Al contrario, cuando llegaron las autoridades, entre sollozos provocados por la risa emocional, daban unas palmaditas en la espalda a la infractora. Respecto al accidentado, ya fallecido, decenas de personas veían entre sonrisas sus últimos momentos de vida ante su pasividad. Cuando los servicios sanitarios llegaron nada se podía hacer ya por él que, sin el casco reglamentario, había perdido parte de su masa encefálica sobre los adoquines.

Hechos así se repetían sin dejar de suceder alrededor de pueblos, barrios y ciudades del país. Además, las autoridades municipales no veían nada extraño en estos comportamientos puesto que ellos, ahora, formaban parte de la misma clase social que el resto: la de los chistosos. Toda la nación era ahora alegre y graciosa. La igualdad por la que habían estado clamando desde hacía años era ahora más real que nunca puesto que todos se podían equiparar en listeza, cualquiera podía contar algún chiste mejor que el de su compatriota.  Bueno, mentiríamos si dijésemos que todos eran ahora alegres y felices. Había unas cuantas familias, en particular una familia en concreto, que era la que había estado ostentando durante 40 años el poder económico y político pero a la que nadie lograba identificar con claridad que no compartía la alegría, al menos no de puertas adentro.

Muy pronto grandes masas de personas sin trabajo, que habían estado buscando en los contenedores algún pedazo de comida no roída todavía por las ratas, comenzaron a realizar manifestaciones de alegría colectiva, reuniones en los barrios en las que, de manera rotatoria, en improvisados escenarios, los más graciosos salían a contar sus vidas de manera tan chistosa que a todos les chorreaban, cual néctar salino, lágrimas, llantos de regocijo. Las carcajadas eran casi dionisíacas, desproporcionadas, las caras se desencajaban y los escasos servicios sanitarios que la mangancia de los políticos había permitido subsistir debían recoger a personas con grandes dolores musculares, con sus mandíbulas descoyuntadas.

Todo el país estaba envuelto en una pandemia severa de alegría que estaba empezando a tener graves consecuencias: pronto empezó a morir gente. Muchas personas fallecían después de largos minutos presos de ataques de risa, bien de paro cardíaco, ictus cerebral o, sencillamente, por el agravamiento de los males que les aquejaban. Aquel siniestro y detestable día las gentes fueron cayendo como ratas envenenadas. En un recuento posterior hecho por personal sanitario internacional, que tuvo que ser habilitado desde el extranjero, se hablaba de una auténtica tragedia de carácter apocalíptico: no miles ni centenares de miles sino que millones fallecieron en aquel día y posteriores. Fueron necesarias en las ciudades y partidos judiciales de mayor envergadura habilitar terrenos baldíos para, en grandes fosas comunes, ir depositando a las personas que, amontonadas como basura, se depositaban con sus cuerpos retorcidos, en ocasiones partidos por la labor de las palas mecánicas. En multitud de provincias se tuvo que utilizar las incineradoras de basura para quemar la amalgama de carne y huesos que había quedado amontonados por calles y plazas.

Exactamente una semana después de haber estallado aquella ponzoña funesta muchas personas, algunas todavía en centros de salud improvisados, dejaron de reír.  La ciencia moderna no acertaba a comprender la naturaleza de aquel  virus histrión, acaso inyectado por el aire, como sucede en los ataques químicos de las guerras. Lo cierto es que la gente dejó de reír y solo entonces comprendió la magnitud de la catástrofe. Muchos de los que se  habían salvado comenzaron a asimilar todo lo que les había sucedido en aquellas jornadas de vivaz júbilo y regocijo. Comenzaron a sospechar de sus élites.

Hay que señalar que, cuando las estadísticas salieron a la luz, aunque obviamente manipuladas, se supo que el país era mucho más rico que un mes antes, más próspero, de la noche a la mañana, un país que había sido la rémora impertinente de la Europa entera. Ya no había tanta población pasiva, en especial pensionistas y, además, milagrosamente la tasa de desempleados se había reducido notablemente, algo que no sucedía desde hacía décadas, antes del inicio del Gran Estancamiento. Estas noticias, anunciadas a bombo y platillo por las autoridades, con ciertas dosis de complacencia, en medio del luto nacional, la indignación se apoderó de aquella opinión pública. ¿Habían acaso las autoridades autorizado una masacre jocosa? Tenía que ser culpa del gobierno, clamaban por las calles.

Pero el tiempo pasó y la reflexión que sobreviene a la revuelta propició análisis más acertados. Quizás todo aquello no hubiese sido obra del maligno, encarnado en el poder ejecutivo, en aquel horrible personaje que maltrataba al  país con sus medidas sociopolíticas. Cabía la posibilidad de que hubiese sido, sencillamente, un contagio mimético de una sociedad complaciente. A fuerza de transigir, de no protestar, de mirar para otro lado durante décadas en lo que respecta a los asuntos públicos se habían dedicado exclusivamente a la crítica mordaz, sagaz acaso, pero humorística al fin y al cabo. Y, entonces, ese país había llegado al paroxismo de la gracieta y el chascarrillo.

Tanto había sido así que, tiempo después de haber quedado totalmente claro que nada oscuro ni organizado desde instancias superiores había detrás de aquellos millones de muertos, algunos ciudadanos la tomaron con los humoristas, con el humor gráfico y televisivo, con los graciosillos y acabó instaurándose una dictadura de lo correcto, donde el menor atisbo de humor era duramente penado por la ley. Y, sin embargo, aquella sociedad, aquel estado, aquella nación era consciente de su culpa, de su negligencia y de su parsimonia. La pandemia de humor, de risa incontrolada, solo había sido posible en un país como ese, en el que a fuerza de no quejarse, de no luchar por sus  derechos habían descuidado toda la crítica en el chiste, la chirigota y la burla. Un país que había sacrificado su propia existencia por una vida tranquila y jocosa. Ese país estaba ahora mejor económicamente, había logrado el ansiado despegue, el crecimiento sostenido y sostenible pero como sociedad amoral que había llegado a ser estaba muerto para siempre.

 

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Luis Pueyo García
Luis Pueyo García
se dedica a la docencia. Es profesor de Geografía, Historia e Historia del Arte, funcionario del Estado titular desde 2009 y también ha impartido clases de Cultura Clásica y Ciudadanía. Gran lector, en sus ratos libres y, como afición, le gusta escribir relatos breves o cuentos, artículos sobre actualidad: economía, política y también edita una modesta revista de cine.

🖲️ Web del autor:
▫ De relato: http://reflexionsinimportancia. blogspot.com.es/
▫ De cine:
http://elcinequeyoveo.blogspot.com.es/

▫ De Urbs Photographica: http://luispueyoperspectivas. blogspot.com.es/

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Ilustración relato: Postwarhol, fotografía por Javier Miranda-Luque ©
(participante en la III Muestra de fotografía Almiar – 2006).

 

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