por
 Nadia Contreras

 

Honda felicidad

En punto de las nueve de la noche, el hombre se levantó de su asiento, tomó las llaves y arrastró los pies hasta la puerta. ¿Cómo es que había terminado ahí? Después de haber arrojado al suelo al pequeño hijo del patrón. ¡Qué no se puede estar quieto, dijo, cuando los gritos y las carreras de éste lo hicieron perder la cabeza! Cuidar del invernadero fue lo único que le ofrecieron y aceptó no porque le agradara sino porque a sus cincuenta y cuatro años se sentía demasiado viejo y cansado como para buscar otras opciones. La primera semana paso rápido y sin ningún sobresalto. Plantas iban y venían. Fue en la cuarta semana que una vez más sintió que las fuerzas lo abandonaban. Ni siquiera el verde de las hojas, el color exuberante de las flores, el olor a tierra mojada, le devolvían el ánimo. Pero volvamos al principio, cuando en punto de las nueve, nuestro hombre se levanta de su asiento, toma las llaves y arrastra los pies hasta la puerta. Volvió la mirada y vio que todo estaba en orden, ese orden que no era otra cosa más que su gran «negligencia». El invernadero, todos los notaban menos él, moría lentamente. Al fondo, las luces de los arbotantes iluminaban de manera tenue, distinguió la silueta de una muchacha. ¿Cómo entró? ¿Quién era? ¿Por qué estaba ahí? El hombre se volvió por completo y avanzó hacia aquella imagen que se confundía con las hojas de los arbustos, pero no por eso dejaba de ser hermosa, perfecta. ¿Acaso era la mujer de don Carlos, la mujer que mató hace más de cuarenta años, cuando la encontró con Matías su sirviente? ¿El invernadero era su casa entonces? Sobra decir que nuestro hombre, mientras se acercaba se volvía fuerte, ágil, jovial. De pronto sintió dentro de su cuerpo la temperatura ardiente del deseo y ya nada lo detuvo: se arrojó a los brazos abiertos de la muchacha desnuda y los dos se ahogaron en un profundo aliento oscuro. Al día siguiente lo encontraron abrazado a su propio cuerpo extinto. Su cara, dijeron, reflejaba la honda felicidad que brinda el placer.

 

El inventor

 

Trabajó años enteros en el proyecto: un teléfono que ayudaría a perfeccionar la especie humana. Llevarlo prendido al cinturón o en el bolso, equivalía a dejar de sentir dolor, inquietudes, sentimientos innecesarios. Sin repiquetear siquiera (el celular conectado por medio de señales a una matriz altamente sofisticada, y esta a su vez, con la corriente extrasensitiva y extranivelada del espacio), las aflicciones, los recuerdos, la maldad, los prejuicios, desaparecerían. El inventor pensó en hombres que, abandonando su estado de víctimas, fueran grandes comerciantes, gerentes, empresarios, escritores, doctores, gobernantes.

Con animales, el experimento fue un éxito. Los conejos olvidaron el estrés y se volvieron más amigables, incluso con los gatos y los perros. Por supuesto, para sorpresa del inventor, la fama le dio un giro total a su vida: entrevistas, conferencias, presentaciones y la postulación al Premio Nobel de las Ciencias. Sin embargo, de pronto, como predestinado a esa misma fuerza que haría a los hombres exitosos y felices, su nombre fue detractado por la comunidad científica. La televisión, los diarios y revistas, pronto mostraron interés en otros temas, según la declaración de los mismos, de mayor importancia. Dicen que la aflicción lo llevó a abandonar su proyecto y huir definitivamente de la ciudad. Vive en una cabaña muy pequeña, allá, en medio del bosque solitario.

 

La despedida

 

Me pongo a pensar de otra manera sobre la despedida. Lo que me parece extraño es que sus brazos rodearon mi cuello y los míos su cintura. Un par de segundos más tarde, todo lo vivido caía de bruces al suelo. El otro día leí que lo más importante a la hora de la ruptura es que el otro no vea tus lágrimas. Así, pues, di la vuelta y caminé sin detenerme. Nunca jamás sospeché que la relación terminaría así. Los últimos días había llorado bajo la regadera. Pese al llanto, a su cuerpo abatido por la tristeza, se veía hermosa a través de la cortina transparente. ¿Qué sucedió? Todo parecía normal. Eran pasadas las siete de la noche que yo llegaba a la casa. Entonces iba de un lado a otro: me recibía, me ayudaba a quitarme la corbata, el saco, guardaba el portafolio y me servía la cena. Los dos reunidos siempre a la misma hora. Hubo tardes-noches que transcurrieron en absoluto silencio, sólo un gesto, una pequeñísima intervención que le permitía alcanzar mis manos. Otras, en cambio, eran alegres, vibrantes, diálogos que fluían hasta horas muy avanzadas. El lector comprenderá que si ella, en esta evocación, está sentada a la mesa, hubo circunstancias que la trajeron aquí. No quiero alterar el orden de la historia, pero en este retroceso, ella está en mi cama, confiándome su cuerpo como nunca lo ha hecho antes. Yo me movía nervioso y cuando terminamos, la cubrí celosamente con la cobija. Nadie más, prométeme que nadie más, y ella asintió con una sonrisa que le devolvió la infancia. Un paso hacia atrás y estoy parado justo en el cartel que anuncia el espectáculo. No estoy convencido pero entro dejándome llevar por los aplausos. Había demasiada gente. Las mujeres bailaban en el centro de la pista. Cuando terminaron, una de ellas me tomó por la espalda, me dio un beso en la oreja. No cobro caro, me dijo, incluso no cobro las chupaditas. En el hotel, le separé suavemente las piernas y la penetré como quien descubre un continente. Un tumulto de sensaciones se me vinieron encima. Puedo decir que me enamoré, sí, me enamoré. Jenny se entregó completa y no dudé en invitarla a mi casa. Primero un día, luego semanas, un año y el otro. Como ese primer día, no había mañana, tarde o noche que termináramos jadeantes. Sin embargo, esa mañana, antes de salir al trabajo, la escuché llorar bajo la regadera. La ensoñación había terminado. Me citó frente a la plaza, junto a la luminaria que, en la promesa de vivir juntos el resto de la vida, nos guiaría como un faro a los barcos. Nos abrazamos, nos despedimos. Sin comprender lo sucedido, sé que terminaré por acostumbrarme nuevamente a mis cenas solitarias.

 

Historia de los números.
A manera de ensayo

 

Pienso en un mundo habitado por el agua, mucho antes de la creación, cuando el ser que lo verá todo, lo sabrá todo, lo dirá todo, aún no existía. Podemos decir, entonces, que de esta misma agua, pero muchos siglos después, nacieron infinidad de seres. Dios, por supuesto, también nació del agua. El hombre, que luego crearía su primera fogata, su primera ciudad, su primera guerra, como lo escribe Fermín Petri Pardo, también surgió de ésta. El hombre dijo llamarse Uno y a sus hijos los bautizó con el nombre de Dos, Tres, Cuatro y Cinco. Con su segunda esposa, nacieron Seis, Siete y Ocho. No cabe en este brevísimo ensayo, explicar cómo estos primeros personajes-números, se multiplicaron hasta lo infinito. Lo que sí es válido, es referirme al hombre que en pleno siglo XXI y con el mayor avance tecnológico, deja de lado la hoja garabateada y mira su reloj pulsera. A la pregunta expresa por parte de uno de sus alumnos ¿pudiéramos existir sin números?, responde con un no categórico y, sentado a la mesa, las noticias en el televisor, defiende de manera escrita su postura. Lo que ahora se llama lento, rápido, largo, corto, divisible o extenso, el sueño, el amor, el placer, el sexo, la fascinación y las medidas perfectas 90, 60, 90 de la mujer; los 21 centímetros de largo y 17 de circunferencia del miembro masculino, serían como en el principio: agua, nada. La luz, la fortuna y la eternidad (Dios y el diablo ¿cómo contarán los pecados, las vergüenzas, las infidelidades?) tampoco estarían a nuestro alcance. No dudo, apreciable lector, que después de leer el pensamiento disparatado del hombre, te sientas de pronto agobiado por el miedo. El mismo miedo que nos provocan los genocidios, las enfermedades, los crímenes, la explotación de recursos naturales… ¿Qué existiría, pues? O mejor dicho, los números arrebatados ¿qué quedará de nosotros?  El hombre mira la hora en el reloj pulsera y pone punto final. Lo demás (eso que ya suprime, rompe, quema) es definitivamente innecesario. Se levanta, se ajusta el abrigo, toma las llaves y cierra la puerta. Aparecen la noche y sus estrellas palpitantes.

 

separador párrafo Narraciones cortas

Nadia Contreras (Quesería, Colima, 1976). Poeta. Presencias (Mantis Editores, 2008) es su último libro publicado. Radica en Torreón. Coahuila, México.

🖥️ Página Web: La eterna enamorada del viento (http://nadiacontreras.blogspot.com.es/)

 Ilustración textos: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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