relato por
Guillermo Antuña Martínez

 

L

as paredes son blancas y no hay ventana, tal como me había imaginado. No tengo compañero, lo que me sorprende y alegra casi a partes iguales ya que es uno de los mayores miedos que tenía, no sólo por el hecho de estar aquí con alguien que no conozco, dormir con él, sino por la incapacidad para poder comunicarme con él. La certeza de ese silencio incómodo me aterraba todavía más, ahora sólo tengo que preocuparme cada vez que me sacan de aquí para ir a la ducha o al patio, aunque ninguna de las dos salidas dura mucho tiempo. Nunca pensé que pudiera alegrarme por algo así.

Mirando desde la puerta la cama está a la derecha, sin almohada y sin manta porque no hace falta, casi siempre duermo desnudo pese a los mosquitos. El váter es un agujero en la esquina contraria, justo al lado de un lavamanos del que casi no sale agua y la poca que sale deja un cerco marrón cuando cierro el grifo después de mojarme la nuca y la frente. Sólo entra la luz del pasillo por un pequeño cristal que hay en la puerta, queda a la altura de mi cabeza y da a la celda de enfrente. Nunca he visto nadie tras la otra puerta, tal vez esté vacía, aunque es verdad que prefiero no asomarme demasiado porque a veces pasa un guardia y empieza a gritarme hasta que reculo. Otras veces sólo miran y se ríen. Ayer con la comida me trajeron un libro escrito en una lengua que no conozco.

A diario me da por pensar que no saldré de aquí, me pasa sobre todo por las noches cuando los demás presos hacen menos ruido y puedo pensar mejor pese a estar más cansado. La humedad es horrible y no dejo de sudar, aunque por lo menos no me obligan a estar vestido mientras estoy aquí dentro y para salir puedo hacerlo con la ropa que tengo, con la que entré aquí y que debe llevar un mes sin lavarse. Digo debe porque ya he perdido la cuenta: el reloj que traía puesto se paró la tercera noche y no puedo saber en qué día estamos. Recuerdo que iban a venir a por mí, que no tenía que preocuparme, todo iba a solucionarse y en una semana estaría en un avión de vuelta a mi casa. Pero sé que todo eso ya ha pasado, no he vuelto a saber de nadie ni he recibido más llamadas o visitas.

Cuando echaron la puerta abajo serían las cinco de la mañana, sólo hacía un par de horas que había hablado con mi chica.  Yo estaba durmiendo en el sofá así que a mí me pegaron primero. Entraron dos grupos, cuatro o cinco fueron directos a por mí, uno encañonándome y los demás pegándome primero con la porra, después patadas. Mientras me golpeaban pude ver cómo empujaban a 9 fuera del cuarto, hacia la estancia en la que yo estaba, y a la chica que dormía con él la arrastraron por los pelos hasta la puerta y la tiraron rodando escaleras abajo. Yo ya no distinguía quién gritaba.

Dejaron de pegarme y uno de ellos me apretó el cañón de un fusil contra la cara mientras me pisaba el pecho. Yo tenía las manos levantadas y giré levemente la cabeza cuando entre el caos escuché que 9 me llamaba. «No les digas nada», me gritó. «No les digas nada». Entonces el hombre del sombrero, el que se había quedado apoyado en la puerta fumando un cigarro, se acercó despacio y con la pistola de otro soldado le pegó dos tiros.

Mirad cómo corre esa cucaracha. A veces salen del agujero del váter o de una tubería rota que hay debajo de la cama. Más de una vez pienso en comerme una, no puede ser mucho peor que la mierda que me dan aquí. Después pienso que si esto sigue así preferiré morirme de hambre.

Cuando bajo a las duchas todos me miran, se acercan por mi espalda, algunos aprietan los puños. Dos guardias tienen que bajar conmigo, acompañarme durante todo el pasillo y guardar mi ropa para que no me la quiten, pero ellos también se ríen y hay dos que a veces me pegan en el culo. No puedo decir cada cuánto nos duchamos,  pero cada tres duchas nos sacan un rato al patio y allí es lo mismo: yo sentado en una esquina acompañado por los guardias, con todos los demás observando y escupiendo al suelo mientras yo miro cómo se mueven las nubes.

Dentro del camión ya no me pegaron pero no dejaban de gritarme, creo que porque yo no dejaba de llorar. No me preguntaron nada, solamente llegamos y me tiraron aquí dentro después de pasearme por varios pasillos iguales. Unas horas después vino un hombre de traje, dijo que hablaba mi idioma y que él podía ayudarme, que avisaría a la gente adecuada, que me sacarían de aquí. No he vuelto a saber de él.

A veces los guardias golpean las puertas, a patadas o de seguido con las porras, imagino que será por la noche y para no dejarnos dormir pero eso no me importa. Cuando estoy en el patio o en las duchas, que también tienen ventana, miro hacia el cielo y pienso que las nubes aquí se mueven diferente, pero no puedo acordarme de cómo se movían allí y me entristezco un poco más por no poder recordar tantas otras cosas y por ser incapaz de imaginar algo que no se parezca a un final. He guardado el reloj aunque ya no funcione, me lo dio papá el día antes de mi doce cumpleaños, envuelto en un horrible papel de regalo rojo con unos renos saltando y muchos copos de nieve. 9 se reía porque con él puesto casi no se me veía la muñeca. Es un reloj grande con una esfera de cristal.

 

separador relato nueve metros cuadrados

Guillermo Antuña MartínezGuillermo Antuña Martínez. Nacido en El Entrego (Asturias) en 1995 y de padres periodistas, el gusto de Guillermo por la literatura viene desde muy pequeño, cuando se pasaba las mañanas de colegio leyendo a Boris Vian por debajo del pupitre. Hace varios años que vive en Madrid, donde termina sus estudios de Publicidad y Relaciones Públicas y Filología Hispánica, y busca su primera publicación.

📩 Contactar con el autor: antunamartinezg [at] gmail [dot] com

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Ilustración relato: Fotografía por despoticlick / Pixabay [public domain]

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