relato por
Rafael Cruz-Contarini

E

ra un lugar ligado a los paseos marítimos y a la vida en la calle. Una ciudad del sur acostumbrada a los desembarcos y al glamour. En las noticias locales era extraño no encontrarse con alguna movida de algún famoso, y en sus últimas páginas se solían anunciar los saraos del fin de semana. La gente vestía informal y ajena a las tradiciones cuando se acercaban a la orilla. Pareciera que la libertad se encontrara en el desenfado y el atrevimiento en el desafío. La gente se hacía acompañar de igual manera por un amigo que por una mascota. Sin causas aparentes, se había desatado una fiebre por los perros pequeños y por los caniches en particular. Los viandantes sorteaban con más facilidad a sus congéneres que a esos animales a lo largo del paseo.

—¿Sabes, Menchu? No deberías bañarlo todos los días. Ya te lo dijo el doctor —Blanca, su vecina del tercero acostumbraba a acompañarla a la clínica veterinaria que se encontraba a dos manzanas de su bloque. Ellas se entendían y congeniaban. Era extraño que  alguna  se  opusiera  a  los  planes  o  propuestas de la otra—. Mira el mío, de la misma raza, y lo lustroso que está.

—No, si ya. Pero me gusta verlo tan limpio. No creo que vaya a perjudicarle un baño, ¡por dios! —Menchu no dejaba de mirar su teléfono móvil. Esperaba un mensaje de Roberto. Hacía más de 24 horas que no tenía noticias de él y le extrañaba que no la hubiera llamado. Era raro, y por eso estaba más pendiente del aparato que de la conversación con Blanca—. En fin, que voy a seguir bañándolo.

—No.  Si  allá  tú.  Es  tu  perro  y  tú  verás  lo que te haces —Blanca desplegó el abanico y lo sacudió al aire revoloteando sus cabellos—. ¿Por qué no lo llamas tú? Que ya hemos cruzado la edad de Jesucristo para andarnos con tonterías.

—Si lo sé me opero mucho antes —Menchu se acomodó sus tetas elevándolas ligeramente—, mucho antes de que le ofrecieran ese cargo. Es que no para de viajar de un lado a otro. Que si hoy aquí, que si mañana allá —el caniche dio un leve ladrido cuando ella extendió su brazo desplazándolo hacia izquierda y derecha—. Calla Niki.

—¡Si es que al pobre lo tienes amarrado en corto!

—¿A Roberto?

—No, al perro.

—¡Ah!  Pero  no.  Éste  no  me  la  pega.  Ya andaré yo con vista —la sala de visitas seguía estando ocupada por ellas dos. El veterinario operaba una herida a un caniche que se había herido en la playa con un erizo enterrado en la arena—. Y si no, buscaré las pruebas donde las haya porque existir tienen que existir, todo es cuestión de paciencia y método. ¡Ja! —era extraño que a esas horas no hubiera más personas y animales esperando a ser atendidos sobre todo porque era el día en que la enfermera le ayudaba con las intervenciones quirúrgicas—. Que para eso he invertido mi tiempo en seguir todas las temporadas de CSI y del House, ese. Que en algo digo yo que me ayudarán.

La luz que advierte de la ocupación del pequeño quirófano cambió a verde mientras las dos amigas, con sus respectivos caniches, esperaban a ser atendidas. Un intenso olor a perfume floral invadía la sala de espera.

—Lo que tienes que hacer es hablar con él y preguntarle directamente por tus sospechas, como hice yo con mi ex. «Oye Carlos —una sensación de calor invadió su cuerpo cuando Blanca comenzó la frase—, ¿tú tienes algún ligue por ahí? Es que tengo motivos más que fundados para preguntártelo». Solo con su gesto y el tono de su respuesta sabrás si has pinchado en  hueso  o  vas  bien  encaminada.  Porque  seguro  que te lo  va  a  negar  todo  al  principio —los golpes de su abanico sobre el pecho aliviaban su sofoco mientras con su otra mano daba pequeños tirones a la correa de Pitu, su caniche.

—Bueno. Lo que ocurre es que no es tan fácil. Porque lo primero que me va a pedir son pruebas —dijo Menchu con los ojos casi llorosos. Es tan difícil entender los mecanismos masculinos. A veces casi más que entender los movimientos de los astros a través de la relatividad. «¿Me he dejado la lavadora sin tender?». Una ceñida camiseta blanca resaltaba el sujetador de Menchu sobre su voluptuosa delantera—. Que si estás obsesionada, que si siempre piensas en lo peor…

—No cariño, esto no es una investigación policial sino una cuestión de confianza. No se trata de que le pidas cuentas sino de que le manifiestes tu preocupación. Es todo. A partir de ahí, tiene que haber un cambio de actitud por su parte —en ese momento, Blanca pensó en si Carlos y ella seguirían siendo felices si se hubiesen entendido o hubiesen consentido sus formas de entender la vida por separado— o por la tuya.

—Ya no es solo que no me llame, que no me envíe ni un mensajito, es más la sensación de que puede prescindir de mí. Creo que no debí renunciar a mi trabajo, después de todo no tenemos hijos. Pero él insistió —en ese momento la enfermera salió del quirófano y se sentó tras la mesa de recepción—. Que no nos hacía falta, que yo viviría como una reina, bla, bla, bla. Con lo feliz que yo era en mi guardería.

—La que vive como una reina soy yo. Mírame —Blanca deslizó sus manos por sus caderas—. Creo que deberías hablar con Carla. No sé si te hablado alguna vez de ella —mientras hablaban, la enfermera rellenó unas tarjetas y recogió a los dos caniches llevándolos hasta el interior de la consulta.

—No lo recuerdo.

—Sí, mujer. La conocí en mi último viaje. La que es  psicóloga.  ¿Caes  ya  o  no?  Tiene  su  consulta  en el centro,  cerca  de  la  catedral —guardó  el  abanico  en  su  bolso  de  Vuitton  y  sacó  su  teléfono  móvil—. Anota.  ¿O  prefieres  que  hable  yo  primero? —cuando pasaba la lista de su agenda apareció junto al nombre de su amiga el de su ex. Más de una vez había pensado quitarlo de sus favoritos pero siempre se le olvidaba. «Ya te he dicho que es tiempo de que resolvamos definitivamente lo del divorcio. Me lo ha recordado mi abogado». Su pantalón beige y sus piernas largas parecían dos troncos jóvenes junto a un río—. Es un encanto. Te gustará.

 

Carla podría tener sobre cuarenta años, pero lo cierto es que representaba algunos menos. Su aspecto era realmente espléndido. Cualquier hombre interesado por las mujeres volvería su vista a su paso. Una beldad, sin duda. Era la chica que, en una fiesta, sería el sol que irradia y el punto cardinal al que dirigirse. Pero lo que realmente atraía de Carla, y no solo a los hombres, era su encanto personal. Sus ojos rasgados recordaban a los de Maureen O´Hara en El Cisne Negro, y su dulzura, a la de Kim Novak en Vértigo. Vestía de sport pero con un marcado estilo personal que acompañaba con sutiles complementos y diminutas joyas o abalorios. Era el tipo de chica que reunía todos los dones.

Merendaron en una cafetería próxima a su consulta.

—Blanca ya me ha hablado mucho de ti —Carla sonrió. El ventanal junto al que se situaron permitía contemplar el trasiego del bulevar—. Me ha contado que salís a caminar o a pasear a vuestros perritos y que hacéis juntas pilates.

Menchu observó su cara y encontró en ella al ángel del que siempre le hablaron y en el que nunca creyó. «¿Yo? ¿Qué si yo me enrollaría alguna vez con una mujer? ¿Yo? Ni loca. Me gustan demasiado los hombres». Sus manos, al gesticular, se aproximaban demasiado a las de su interlocutora. Quien las hubiera observado apostaría que eran amigas de la infancia, cuando por el contrario no hacía ni quince minutos que se conocían.

—Sí, así es. Desde el primer momento congeniamos. No es fácil hacer amigas cuando existe tanta afinidad —sí, la afinidad que le encantaría encontrar con su recién conocida. Llegó incluso a pensar si en un descuido no le había vertido una pócima encantada en el café—. Insistió en que te conociera y la verdad es que estoy fascinada —Menchu pensó en si esta última frase no pudiera mal interpretarse. ¿Fascinada con qué?, pensó.

Sentía un efecto placebo en los asentimientos de Carla que la hacían sentirse fuerte y segura de que sus sospechas podían tener fundamento y de que no eran solo producto de su neurosis. Su mirada caía siempre a la zona de sus labios y mientras le contaba algunos casos aislados de su relación le apeteció de pronto un vaso de licor o de whisky. Pensó que eso favorecería su desinhibición. Quería mostrase lo más espontánea posible con ella. Menchu sintió un pequeño nirvana cuando habló de sus deseos y de alguno de sus sueños.

Dos lágrimas asomaron repentinamente por sus ojos a punto de derramarse, cuando sintió la caricia de Carla en la mano que apoyaba sobre la mesa.

—Desahógate, no tengas miedo —Carla le ofreció un clínex—. No te preocupes, si ocurriera lo peor te administraría el método EMDR. Soy especialista en esa terapia y rebajaría bastante tu estrés y el trastorno propio de una separación.

—Antes tendré que hablar con él y aclarar ciertas cosas —una balada sonaba como música de ambiente y Menchu ya la estaba bailando, en sueños, con ella. Recostada, imaginando que era su colchón, ése que tanto necesitamos en las duras caídas—. Además, tendré, sobre todo, que aclarar mis sentimientos.

De nuevo las manos de Carla salieron al rescate. Pero en esta ocasión, no solo las sujetaban, sino que las acariciaban, como Menchu había hecho con su caniche tantas veces.

—Espero que esto no quede solo en una cuestión puramente profesional.

—Eso espero yo también.

—Toma mi tarjeta y llámame. La próxima vez quedaremos directamente en mi consulta, ¿te parece?

A las nueve en punto Menchu se encontraba en la sala de espera.

—Es preciosa la decoración, Carla. ¡Qué estilazo! No me extrañaría que muchos de tus pacientes vinieran solo a respirar y a sentirse relajados en este ambiente —era una exageración y lo sabía, pero era algo que tenía pensado y quería soltar.

—Gracias, eres muy amable y estás preciosa con ese vestido —¿no es eso lo que le diría un chico a su chica? Carla había elegido bien esas palabras y conocía el efecto de su significado. «Siempre dije que me gustaban los chicos pero que nunca despreciaba a las chicas». Tomó una de sus manos y la acercó hacia la puerta de su consulta—. Anda ven.

—¡Cuántos títulos!

—Han sido muchos años dedicándome a la psicología clínica, a la psicoterapia, al psicoanálisis, hasta las terapias más recientes relacionadas con los métodos de desensibilización. Me llaman para impartir muchos cursos, por eso viajo tanto.

Carla, en vez de sentarse tras su mesa, lo hizo junto a Menchu en el pequeño sofá de la estancia.

—Cuéntame. ¿Qué pasó? ¿Hablaste con él? —Carla ya sabía algo porque su amiga Blanca se lo había contado.

—Sí, y todo se ha ido al cuerno.

—¿Tus sospechas fueron ciertas?

—Al principio lo negó todo, hasta que le dije que me había enamorado de otra persona —el corazón de Menchu se aceleró y su voz se torció en un leve tono agudo. No podía creer que lo que estaba diciendo lo estuviera diciendo allí y delante de Carla. «Tú siempre has podido elegir. Que es demasiado pronto para tener hijos, que si no trabajaras tendríamos más tiempo, que si cambio de empresa mejorarán nuestras vidas. Ahora me toca a mí». En ese momento se despojó de la chaqueta y se recostó sobre el respaldo hinchando su blusa y estirando sus piernas enfundadas en unas medias negras y transparentes—. Son las trampas del corazón.

—Tranquila, esto lo vamos a superar —en esta ocasión, Carla apoyó su mano sobre uno de los muslos de Menchu—. También yo he pasado por esto. No resultó fácil, pero fue el corazón quien me salvó.

El cuerpo de Carla avanzó hacia Menchu hundiéndola aún más sobre el respaldo del sofá. Un abrazo de amigas que más recordaba al de un reencuentro que al de una despedida. Ambas se sintieron bien y quisieron verbalizar lo ocurrido.

—Tendrás mi apoyo no solo profesional. Ya puedes considerarme tu amiga —Carla sonreía mientras secaba una lágrima que corría por la mejilla de Menchu. «Esta mañana llorará, pero de alegría».

—Si ya somos amigas, quiero que nos veamos fuera de esta consulta la próxima vez —Menchu pensó que si la terapia que iba a recibir sería o no necesaria. Se ajustó la falda y con las manos aún temblorosas de la  emoción  solo  pudo  articular  unas  pocas palabras—. ¿Te gusta Springsteen?

 

Hacía tres meses que guardaba dos entradas para ir con Roberto al concierto, así que las aprovechó invitando a Carla.

Un pequeño tumulto esperaba a las puertas del Gran Estadio. Varias colas se preparaban para entrar en lo que sería un concierto multitudinario. Cerca de 50.000 personas repartidas entre la pista y las gradas se daban cita para vibrar, cantar y bailar con el rock de esa estrella y su banda.

Se habían citado en casa de Carla a las 20:00  h —Iremos  de  negro,  ¿verdad?  Sí,  e  iremos en  mi  moto—. Carla, con su melena recogida, vestía chupa y botas negras. Menchu, que ya había asistido a otros conciertos del Boss, llevaba una camiseta impresa con las fechas de su última gira.

—¿No es emocionante? —gritaba Carla bajo el casco mientras se dirigían al concierto.

—Sí lo es. Más que nunca —Menchu iba agarrada de la cintura de Carla. Llegaba a oler su perfume gracias al aire en movimiento que despedía la moto—. Nunca pensé llegar así a uno de sus conciertos. Por un momento me has transportado a la Ruta 66, junto al Gran Cañón —recordó todos esos conciertos que había visto en DVD y los que algunas amigas que vinieron de USA le habían contado.

—Será una noche mágica, como el título del último álbum.

—Sí. Mágica —gritó Menchu a los cuatro vientos. Pasaron cerca de un cementerio de coches abandonados—. Un día nos invadirán y no podremos salir de nuestras propias casas —susurró.

—Agárrate fuerte, cariño —era la primera vez que Carla la llamaba así. «Hoy la besaré». Solo había que dejarse llevar y ésta era una ocasión única para soltarse el pelo—, que vienen curvas.

En una recta soltó su mano izquierda del manillar y le dio un par de golpecitos en la pierna. La estaba avisando de que mirara hacia el fondo y contemplara la multitud y la avalancha de gente que cruzaba el puente por su parte central.

Menchu apretó con sus brazos el vientre de Carla como queriéndole transmitir que estaba segura, que se encontraba en casa, que aunque estuviera con ella en el Titanic, sabría que serían unas supervivientes. Una sensación que sentía a 120 km por hora.

 

Cuando sonó The River, Carla cogió a Menchu de la mano y se la llevó hasta la valla de seguridad cercana a una de las torres de iluminación. Mientras todo el mundo coreaba la canción o hacía fotos o elevaba sus teléfonos a modo de antorcha o bailaba, ellas se besaron por primera vez. Mejor decir que se devoraron. El cielo estaba allí, con aquellas sensaciones, con aquella música, con aquel calor que desprendían los focos. La voz del cantante era la evidencia de que algo estaba sucediendo fuera, algo muy diferente a lo que ellas estaban sintiendo por dentro. Sus corazones eran los redobles que el batería intentaba imitar y sus lenguas, la humedad que faltaba en el ambiente. Carla cerró los ojos mientras soltaba la camiseta de su amiga por fuera del pantalón. Menchu la besaba mientras sus lenguas se intercambiaban en un pequeño y nutrido río. Abrió los ojos y pudo observar cómo los párpados de su amiga eran pequeños pétalos dignos de ser ofrecidos a los dioses. Ambas recorrieron con sus manos la columna vertebral de su pareja descendiendo hasta la cintura de un cuerpo preparado para el amor.

La canción terminó y el público gritaba, aplaudía y aclamaba, y las dos se recompusieron y se miraron.

—A partir de ahora, esta música tendrá otro significado para mí —dijo Carla con la respiración entrecortada—. ¿Te sientes bien? —cogió las manos de Menchu y se puso a bailar con ella.

—Sí, muy bien —dijo Menchu sonriente—. No sé qué tipo de terapia piensas aplicarme a partir de ahora.

—Muy fácil, solo tendré que pinchar esta The River en el lector del CD —Carla sonrió y metió su mano derecha en el bolsillo trasero de Menchu mientras ambas coreaban balanceándose el siguiente tema titulado My Hometown.

 

separador relato descubriendo otro lado

Rafael Cruz-ContariniRafael Cruz-Contarini nació en Montilla (Córdoba), pero actualmente vive en Sevilla. Máster en Promoción a la LIJ y Licenciado en Ciencias de la Educación, desempeña tareas docentes en un Centro de Secundaria. Dedica parte de su tiempo a impartir talleres de creación literaria. Ha participado, como autor de varios libros de literatura infantil y juvenil en diversos Talleres y Muestras relacionadas con la literatura y, como ponente, en diversos cursos y Mesas Redondas. Pertenece al CIJ del Centro Andaluz de las Letras y entre sus pasiones se encuentran el cine y la poesía, a la que ha dedicado varios libros infantiles. Ha recibido el V Premio Luna de Aire de poesía para niños por la obra Estelas de versos y, con anterioridad, el poemario Sal de este Son fue distinguido con un accésit en el mismo certamen. Actualmente está cursando un máster universitario en Escritura Creativa.

@ Contactar con el autor: rcco2005[at]gmail[dot]com

 Ilustración relato: Cup or faces paradox, By Bryan Derksen [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html) or CC-BY-SA-3.0], via Wikimedia Commons

 

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