Poema por
Pedro Sevylla de Juana

 

Con una pluma de cálamo partido,
el hombre desguarnecido se defiende,
polvo en agua desleído,
tinta viscosa surgida de su frente.
Es una pluma solamente
y la blanca superficie del papel
en flecha, en daga la convierte;
la palabra que perfilo es un ciprés
lanzado contra el cielo inexpugnable e inclemente,
para desaguar, haz y envés,
sus rebosantes recipientes.
Van siendo las seis y el campamento
—levantado en el seco álveo de un torrente dormido—
en círculos de piedra aviva el fuego,
y con la tranquilidad de quien ignora los peligros,
apura faenas diferidas por el breve asueto
o desata recuerdos de los tiempos idos.
Planchas de hojalata forman techos y paredes,
cascotes de algún derribo, tablas rotas,
frágil refugio destinado a expulsar a la intemperie.
El viento lo avisa con su silbo ralo,
un olor a crisantemo marchito
viene del Norte cargado de presagios:
se han callado los grillos
y los gorriones agitados
revolotean en círculo.
Presto el altar, la ofrenda desconoce los designios;
procesiones de nubes llegan al lugar de los hechos
siguiendo el orden inmutable del aviso.
Las temperaturas elevadas,
carentes de paciencia,
perforan la barrera de la exigua enramada;
los indómitos valles desdibujados centellean
y desde lo alto de las nubes altas
ordenadamente se dispone la tragedia.
Recoge rayos el sol, envaina su soberbia,
retrocede y huye ante ejércitos de nubes
embutidas en armaduras prietas,
amazonas sobre corceles infernales
que hostigan una cólera densa.
Llueve la negrura que aleja el horizonte de esperanza,
en los confines se confunden las líneas de llegada y de partida,
parpadeando resplandores se agita el dios de la borrasca
visos perversos que agigantan lejanías,
en una tarde de verano bien bastarda.
Descubre el ojo torvo en solitaria cabalgada,
el temor oculto de los campos a las ingratas sementeras;
por doquier el mal augurio aguarda,
por doquier la herida se sincera,
por doquier la muerte presentida,
insospechada y, sin embargo, manifiesta.
Urgidas galopadas de las piernas,
la primera gota inauguró el desconcierto,
cauta avanzadilla de sus compañeras,
las que ocultan el sol fatuo e incierto
esperando instrucciones más concretas.
Son millones y una sola es vida en el desierto,
añadidura del mar no desbordado;
una gota no es peligro verdadero,
ni diez juntas, ni mil veces un vaso.
Con cuatro nubes enconadas se forma una tormenta,
tres tormentas caben en un valle,
son tres los valles convergentes, y más de treinta
las nubes que acumula la gran nube resultante.
Toneladas de agua va resoplando la galerna,
millones de metros cúbicos caídos de la altura,
una fortuna si se reparte en el lugar de la carencia:
tierra reseca y cuarteada, balbuciente agricultura,
fréjoles, tubérculos, centeno, avena
hierba agostada y mustia,
alimento que salva de la muerte cierta
protegiendo un tiempo breve de la hambruna.
Apedrean las nubes con oro la puna y la sabana,
cientos de millones de onzas caen en absorbente terreno,
mentido pasto para miles de vacas
que morirían en un ayuno nuevo.
¡Agua va!: exclama el cielo como en broma,
y la nube total, el universo entero, las líquidas esferas,
abren las compuertas y en menos de una hora
cae destructora el agua reunida por todos los planetas.
Los pies no encuentran suelo, se disuelve la tierra,
todo es líquido suelto y su fuerza de arrastre,
arrastra rodando las rodadas piedras.
Las ramas se desgajan de chopos y de encinas
se tronchan los tallos de las plantas,
el dios de la muerte exige un centenar de víctimas
y el dolor de las supervivencias desgarradas.
Hay familias abajo, personas de todas las edades,
borbotones de sensibilidad y de ternura,
mansos humanizados animales,
enseres, útiles de pesca, herramientas rústicas,
amor a la Naturaleza inmensurable.
Se vuelve contra el hombre el ajuar diario,
arrasa arrasado y es espada;
es martillo, es estaca, es mazo;
es hacha violenta, es hiriente navaja.
Resisten los valientes derrochado brío
y agonizan en intento vano de remediar el abandono
alentando a los muertos en los vivos
mientras huyen los cobardes y se salvan solos.
Trócase la tierra en pegajoso limo,
los leños y las piedras se hacen presa,
sujeción de mares bien nutridos;
y en un momento que la fatalidad desdeña,
suelta el incontenible contenido.
Exaltados relinchos de caballo
de las gargantas escapan fugitivos;
los bramidos de toro ensangrentado
y los desgarradores gritos
expresan la cicatriz del desengaño
y la crueldad del espejismo.
Es abrumadora la impotencia,
y tras el instante eterno que dura la congoja,
insultan los heridos a quien ha dictado la sentencia.
La muerte forma manojos con los cuerpos:
manos asidas a los brazos,
brazos aferrados a los cuellos,
cuellos unidos a los labios;
mientras muerden los dientes el sensitivo nervio
del amor enamorado.
Pechos abiertos en canal se hacen cimientos,
y soportan el peso de los muros derribados,
de los precipitados techos.
Las astillas, incisivas como alfanjes,
y los árboles arrancados de la madre,
son armas para el descomunal gigante
que vomita el agua de los siete mares
sobre hormigas humanas insignificantes
acostumbradas al abuso de lo grande.
Cuando el cielo aclara su color y el temporal decrece,
ofreciendo evidencias quedan los despojos:
cabezas aplastadas por piedras inocentes,
extremidades presas bajo escombros,
vientres hinchados sobre desnutridos vientres,
cuerpos oprimidos rebozados en el lodo.
El lodo, el lodo, el lodo detenido;
el lodo desprende de su seno improvisado,
la expectativa de encontrar algún respiro
y el hedor de los restos putrefactos.
Los cadáveres preferidos por el agua,
son arrastrados río abajo,
hasta el delta que acoge en la ensenada,
el barro y la madera, los cantos rodados.
El amanecer amanece destruido:
la batalla despareja —sólo un bando—
ha dejado un esplendor corito,
cubierto por miembros descarnados,
de imposible retorno a los caminos.
En los morros verticales descubiertos
en el cauce yermo de las vacías torrenteras,
en los meandros de los ríos secos,
levantan los parias de la tierra,
sus pobres campamentos,
sus frágiles viviendas.
Y el cielo castiga
su extrema pobreza
y la obligada osadía.

 

 

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Pedro Sevylla de Juana
Pedro Sevylla de Juana
. Académico Correspondiente de la Academia de Letras del Estado de Espírito Santo en Brasil, nació en plena agricultura de secano, allá donde se juntan la Tierra de Campos y El Cerrato; en Valdepero, provincia de Palencia y España. La economía de los recursos a la espera de tiempos peores, ajustó su comportamiento. Con la intención de entender los misterios de la existencia, aprendió a leer a los tres años. A los nueve inició sus estudios en el internado del colegio La Salle de Palencia. En Madrid cursó los superiores. Para explicar sus razones, a los doce se inició en la escritura. Ha cumplido ya los setenta, y transita la etapa de mayor libertad y osadía; le obligan muy pocas responsabilidades y sujeta temores y esperanzas. Ha vivido en Palencia, Valladolid, Barcelona y Madrid; pasando temporadas en Cornwall, Ginebra, Estoril, Tánger, París, Ámsterdam, Villeneuve sur Lot y Vitória ES, Brasil. Publicitario, conferenciante, traductor, articulista, poeta, ensayista, editor, investigador, crítico y narrador; ha publicado veinticuatro libros, y colabora con diversas revistas de Europa y América, tanto en lengua española como portuguesa. Trabajos suyos integran seis antologías internacionales. Reside en El Escorial, dedicado por entero a sus pasiones más arraigadas, vivir, leer y escribir.

🖲️ Web del autor: www.pedrosevylla.com

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🖼️ Ilustración poema: Brigitte Werner, en Pixabay

* N. del E: Se ha procurado que los poemas aquí publicados guarden la anchura de las líneas tal y como los escribió su autor. Para su lectura en un dispositivo móvil aconsejamos que el aparato se sitúe en posición horizontal.

 

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