relato por

Juan J. Sánchez González

 

L

a mañana de agosto es absurdamente alegre. No hay nada trágico en su límpida luz, que destella en las tapias encaladas de las últimas casas del pueblo, ni en su aire ligero y cálido, ni en los gordos gorriones que revolotean alegres alrededor de las frondosas adelfas que flanquean la carretera cargadas de flores, como vibrantes salpicones de sangre y nieve. Tampoco son trágicas las afiladas siluetas de los cipreses, alzándose sobre las blancas tapias del cementerio hacia el pálido cielo del verano, en la cima de la distante colina por la que asciende la grisácea y estrecha cinta de la carretera. Tampoco hay tragedia, sólo un poco de asombro tranquilo en los oscuros ojos de los pocos testigos que observan desde el otro lado de la carretera, mientras caminan hacia alguna parte, como si contemplasen algo normal, aunque un poco curioso.

La cuerda avanza deprisa y en silencio. Los cinco condenados, unidos por una grosera cuerda de esparto anudada a sus muñecas, con las manos a la espalda, están pálidos y serios y apenas levantan la mirada para vislumbrar un trozo de luminosa realidad indiferente. Los llevan cinco jóvenes vestidos con verde uniforme militar y un fusil colgado al hombro. También van en silencio y no parecen más alegres, aunque tampoco tristes. Sus rostros casi adolescentes exhiben una estúpida solemnidad burocrática.

El segundo de la cuerda es casi tan joven como ellos, pero no viste uniforme militar, sólo una limpia blusa blanca, unos pantalones negros y unas viejas alpargatas marrones. Es pequeño y delgado. No tiene aspecto de obrero. Su cara blanca y chupada es propia de un estudiante o un oficinista. Un mechón de intenso pelo negro ha caído sobre su frente perlada de sudor y se estremece a cada paso.

El joven se llama Carlos y lo van a fusilar. Ha defendido ideas que otros rechazaban y por eso lo han condenado a muerte. Un par de días antes, un improvisado tribunal militar, reunido en una escuela, sin dejarle hablar una sola palabra, le declaró culpable y le condenó a muerte. Ahora tiene miedo y apenas es capaz de fijar su pensamiento en algo. Las ideas cruzan por su mente, rápidas y confusas, mientras sigue caminando. Es como si el pensamiento se acelerara en la infame dilatación del tiempo. Se acuerda de Dostoyevski, en algún sitio ha leído el relato sobre el simulacro de su ejecución. Mientras era conducido a su muerte, el tiempo se agrandaba paso a paso, calle a calle, esquina a esquina. Camino del patíbulo, las cosas debían tener para él la misma fuerza que para Carlos esas adelfas cuyas flores rojas y blancas han adquirido una densidad tan agobiante, como si quisieran absorber toda su consciencia, retenerla consigo, brindarle un refugio frente a la muerte.

No sabe si está enfadado o rabioso o triste o todas las cosas a la vez, no es capaz de analizar sus emociones. Intenta pensar en su muerte y en los motivos de su muerte. Necesita saber que muere por algo. Es culpable porque así lo han decidido y nada más. Conoce el razonamiento que le condena porque también él ha condenado razonando de ese modo. El mundo es un caos. El hombre tiene el deber de darle un orden, da nombre y significado a las cosas y decide dónde tienen que estar. Y también decide las que no deben estar en ninguna parte. El hombre rehace el mundo según la idea que se ha hecho de él. Por eso van a matarle, porque en el orden que esos hombres quieren darle al mundo no hay sitio para él. Es un germen del caos, una indiscreta negación del orden. Por eso es culpable. Él también tiene una idea de lo que debería ser el mundo, cree en un orden distinto de las cosas. También hay cosas y gentes que sobran en su idea del mundo y también ha matado por esa idea. Lo único en común entre él y sus verdugos es el empeño en que las cosas no puedan ser como son, sino como se quiere que sean. Sólo que las cosas, a veces, se empeñan demasiado en ser lo que son. Por eso tiembla, por eso tiene miedo, porque hay algo en él tan agobiante y denso como las flores de las adelfas, algo que no quiere ser reducido a lo que se quiere que sea…

Un camión cruza a su lado, en sentido contrario. Su estruendosa carrocería se sacude con los pequeños baches de la calzada, alzando un bronco ruido de hierro y madera que ahoga el bramido del motor. En el remolque, un grupo de soldados se asoma sobre la barandilla. Decenas de ojos se fijan en ellos, tranquilos, curiosos, sin rabia ni compasión. Lo que ven responde a un orden, al orden por el que matan, por eso pueden mirar tranquilos, sin problemas de conciencia. Cumplen con su deber.

La carretera asciende. Las adelfas quedan atrás. Una llanura infinita y ondulante, seca y amarilla, se extiende desde ambos lados de la carretera hacia el lejano horizonte. Sobre ella un cielo pálido y vacío. Sólo las radiantes tapias blancas del cementerio, sobre la colina, y el estirado verdor de sus recios cipreses, rompen la triste monotonía del paisaje. Esa vista le inspira una idea, la idea de la nada, lo que no es ni idea de orden ni simple y caótica presencia, sino la completa ausencia de todo, la ausencia que acecha vigilante en torno a un luminoso pedacito de existencia. Nunca había pensado lo suficiente en la nada. Sí en la muerte, que se imaginó de mil formas, últimamente bajo una forma heroica, la muerte del mártir, la muerte redentora… sólo que entonces no la tenía tan cerca, ni se imaginó que su proximidad tendría ese insípido aspecto tan inquietantemente anodino… se la había imaginado como un cuadro heroico en el que todo se subordina a la gran escena central, en el que el mundo se convierte en un resonante coro que llora la muerte del héroe… así debía imaginársela todo joven que acepta sacrificar su vida por la idea… pero no así, no como esa ordinaria escena estúpidamente tranquila, semejante a un suceso insignificante…

Los soldados ordenan a los condenados que se detengan frente a la tapia del cementerio. En la pared hay manchas de sangre sobre la cal y estrechos agujeros que penetran hasta el pardo tapial. Los soldados desanudan la cuerda de las muñecas de los que van a matar. Lo hacen con rapidez, sin pérdida de tiempo. Nadie les ha dicho nada, saben lo que tienen que hacer, son eficientes. Nadie habla. Cuando están sueltos separan de sus compañeros de infortunio a Carlos y al que le ha precedido, y les obligan a colocarse delante de la tapia, mirando al frente, a los campos vacíos. Carlos mira un instante a su compañero. Es un poco más alto que él, también delgado, y quizás algo mayor. Tiene aspecto de profesor. Le castañetean los dientes y tiembla. También le mira un instante. Sus ojos negros están llenos de horror. Sus labios tiemblan, un hilo de voz escapa de ellos. Carlos reconoce el familiar sonsonete de una canción… la canción que cantan los suyos, la que identifica a quienes defienden su misma idea del mundo. El profesor se aferra a eso… Carlos no puede, por alguna razón la idea ya no está en su cabeza, se ha esfumado, en su lugar sólo hay una confusa mezcla de emociones… y una certeza, la nada.

Cuatro de los soldados se colocan frente a ellos, el quinto, con el fusil entre ambas manos, apuntando al suelo, vigila a los otros tres condenados. Los verdugos cargan el fusil. Lo hacen con la misma eficaz diligencia con que hacen todo y sin expresar ninguna emoción. Levantan los fusiles a la altura de sus cabezas, los brazos se enroscan en torno al arma y las cabezas se doblan sobre la culata. Esperan.

Carlos siente su corazón desbocado y una molesta humedad en los pantalones. Acaba de orinarse, pero ni en los ojos de los otros condenados, ni en los del soldado que vigila, reconoce un gesto de burla. Los ojos de sus verdugos han desaparecido tras el estrecho agujero del cañón. El profesor balbucea algo, pero no es capaz de dar firmeza a su voz. Es una consigna. Quiere morir por la idea, quiere precipitarse en la nada abrazando la idea. Pero Carlos no tiene nada que abrazar. Lo único que queda en él es la rabiosa impotencia de ser consciente tarde de la única verdad, de que sólo hay cuerpo, ese cuerpo que ahora siente en su agobiante densidad, ese cuerpo que no quiere ser reducido a lo que se quiere que sea, ese cuerpo que siente ahora el miedo como otras veces sintió el placer o el dolor o el hastío… el cuerpo, sólo el cuerpo frente a la idea que lo usa… sólo el cuerpo frente a la nada… ahora lo comprende… cuando el soldado que vigila tuerce la cabeza hacia los que apuntan los negros fusiles y dice sin gritar, con una tranquilidad que estremece, «fuego»… ahora lo comprende… cuando los fusiles atruenan, elevándose ligeramente por la fuerza del retroceso hacia el cielo pálido en el apacible día, desprendiendo a su alrededor miserables penachos de humo gris… ahora lo comprende, cuando su cabeza es sacudida por un par de golpes que le empujan contra la pared, en el último instante de lucidez, cuando la indiferente realidad luminosa se retuerce a su alrededor… ahora lo comprende… que por nada se mata y que por nada se muere.

 

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Juan José Sánchez González. Autor extremeño, natural de Villafranca de los Barros (Badajoz). Es presidente de la Asociación de Amigos del Museo Histórico de Villafranca de los Barros, desde la que se publica la revista digital El Hinojal (ISSN 2341-3093).
Con relación a su profesión como Historiador del Arte ha publicado dos libros y varios artículos en revistas científicas. Tiene publicados diversos relatos en las revistas literarias Ariadna RC, Almiar, Narrativas, En Sentido Figurado, Relatos sin Contrato (RSC) y Pluma y Tintero, además de en antologías como El Vuelo de la Palabra, el cuento en Extremadura en 2015 y 2016, en la 1.ª y 2.ª Antología de relato corto publicada por Serial Ediciones y Palabras Contadas de La Fragua del Trovador.

 

Contactar con el autor: ret50jon [at] hotmail [dot] com

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Ilustración relato: Fotografía por lacarabeis / Pixabay [dominio público]

 

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