relato por
Jorge Cápiro

 

D

espués de dos años de trabajo en la gran ciudad era sólo cuestión de tiempo que al mirar las cosas que descansaban en mi pequeño cuartucho, a poca distancia de la estancia del subterráneo más al norte, se abriera en mi mente un paréntesis de comparación: nunca antes había tenido más de tres metros cuadrados de intimidad con mis medias sucias. Era un sentimiento que sobrepasaba la ambición, un egoísmo que no se entonaba a las banalidades humanas, era un sencillo pensamiento de mantener un estatus ordinario pero al menos deseado, y un poco de la libertad que había querido de joven.

Tenía pensado cambiar mi vida, aunque sería más correcto decir «conservarla». A través de las entrañables relaciones de mi madre con un médico fisioterapeuta de apellido Skachkov, este mísero y común masajista de veintiséis años de edad había sido llevado de la mano hacia las puertas del mundo por el mencionado benefactor. Skachkov me ofreció un puesto de trabajo en su clínica particular donde pude ejercer mi oficio, el cual me permitió echar mis primeras raíces en tierra extranjera.

Comencé a darme cuenta de que el frío había dotado a mis manos de una seguridad necesaria para mi progreso personal. No puedo acentuar, bajo el peso de la humildad, que me convertí en un masajista excepcional, pero me atrevo a decir que la capacidad de mis manos rozaba el tibio éxtasis del orgasmo. Incluso en las carnes masculinas, las cuales no deseo por naturaleza, pude percibir en más de una ocasión el sudor perfumado de la aceptación. El propio Skachkov fue sujeto de experimento en mis primeras sesiones, y algo debe haber descubierto en mí como para permitirme compartir la cena con su aperlada y entonces virgen hija durante más de medio año.

Precisamente en los albores de la intensa mirada de la joven Sofía Skachkova debo detenerme unos instantes. Ningún roce físico lo había sentido tan húmedo como aquel cruce de apetitos entre la joven de diecinueve años y yo. Una muchacha hermosa de cabellos rubios, como esas que se encuentran en los calendarios eróticos posando con un antes bien pensado y estudiado diseño destinado a un público pedófilo. De su línea de tiempo me separaban sólo siete años, una semana, así que me excluí desde el principio del mencionado club de psicópatas para permitirme degustarla en el horario establecido de comida.

Fui un invitado de honor, con todas las medallas y las designadas condecoraciones, durante ocho largos meses en la casa del doctor. Era un lugar bastante solitario. Asistíamos puntuales sólo él, su hija y yo, puesto que su mujer y madre de la preciosa criatura había muerto en un accidente motociclístico. Era una tragedia, por supuesto, pero no dejaba de encontrarle ciertos crueles detalles de humor. La señora había sido una corredora profesional de motocicletas, quien vivió al límite del ardor espiritual y del peligro. Mientras que su marido había seguido los designios de su familia como le correspondía. Era gracioso que Sofía hubiera sacado de su madre el amor al peligro y de su padre la belleza física.

Con Sofía Skachkova, el fin comenzó como tienen inicio los caprichos de las jóvenes doncellas: un roce, una mirada cómplice y una sonrisa de aceptación. Mientras su padre daba una disertación prolongada sobre el cuidado de los músculos en la adolescencia, ayudado por una copa de vino tinto, una pierna delgada se deslizó bajo la mesa y rozó con su porcelana el más preciado heno de mi té campestre. Abrí los ojos desorbitadamente ante la sorpresiva violación de mis tierras, al tiempo que Skachkov lo interpretaba como una señal de recalcada atención e interés de mi parte.

En las pausas de la disertación del doctor, encontré una estrecha rendija por la cual colar una mirada interrogativa hacia Sofía y esta, siguiendo el esquema de la sociedad adolescente, me devolvió una mirada cómplice y una sonrisa no solo de aceptación sino con ya unas ligeras pinceladas de lujuria.

No podía dejarme caer en la tentación por los simples juegos caprichosos de una niña que conmigo deseaba conocer el peligro por el que había vivido y muerto su madre. Sin embargo, sus dos piernas se movieron esta vez para hacérmelo más difícil: una de ellas, ligera pero decidida, abrió las mías velludas, mientras que la otra se las ingenió, dotada de un fugaz pie descalzo, cálido, para entrar a través de mis shorts con un atrevimiento inesperado. Encontró, ciertamente, la cima de la montaña.

Terminado el último aperitivo, a la par con el más secreto ingrediente, Sofía se levantó, recogió la mesa como era costumbre en su casa y nos dejó a los hombres en compañía de nuestras revelaciones y elaboradas mentiras.

Skachkov me ofreció una copa de vino y, mirando primeramente a mi rostro un poco ruborizado y luego al espacio que antes había ocupado su hija, brindó por su esposa. Como toro español en su corrida cumbre, vació su trago y dejó caer la cabeza sobre la mesa, derrumbado, con un estruendo a descanso final.

Los ruidos de la cocina habían cesado. Desde la puerta al final del pasillo emergió Sofía con el paso adecuado de la señora, el que no obstante había heredado de su madre: única perla obtenida de los genes femeninos. Aunque tenía tan solo diecinueve años de edad, la joven poseía unas largas piernas blancas, como columnas que sus shorts beige no habían podido empacar sin riesgos a raíces. Era más alta que yo en al menos dos metros, o así lo creí cuando con sus prominentes zancadas se había colocado a mi lado, agarrado mi mano y comenzado a escoltarme hacia el lugar de la revelación.

El color rojo en su cuarto realmente me asustó. No lo digo como fanático de las creencias satánicas y todo lo concerniente a estas en la vida de una joven mujer en su etapa de descubrimiento pasional. Lo afirmo como juguete que comprendió de inmediato su papel en la contribución a la tonalidad del ambiente.

Sofía se desnudó con la sensualidad que había visto desbocar desde sus rubios cabellos hasta la manera de llevar el tenedor a la boca, saborear la carne y utilizar la suya propia para erizar mi piel. Sofía se desnudó abiertamente y se tendió boca abajo en su cama circular de dimensiones proporcionales. Yo entendí de inmediato que debía llevar a cabo mi papel de masajista, era lo que más había esperado ver de mí.

Junto al cuerpo desnudo de Sofía, entregado al color rojo de su insanidad interna, esperaba el inicio del juego una botella de aceite especial Sochi.

Comencé la sesión como lo hacía normalmente, vertiendo con dotada medición el perfumado aceite sobre la espalda de la joven y luego embriagando mis manos del mismo aroma grasoso. Esparcí el aceite como se mueven los potros domados en las llanuras mongolas, paseando con mi técnica caballeresca los dedos fuertes de las manos. Con ellos estimulé, mediante una presión sostenida, los músculos en la hondonada, a la vez que volvía a aparecer en el rostro de mi cliente esa sombra de vientre mimado.

Compartí el líquido sobrante para esparcirlo por su cuello y sus brazos, obligando abrirse a los poros más tupidos para lograr un máximo traspaso de energía bajo la piel delicada. El calor del roce comenzó a surgir desde el interior de las células estimuladas, atravesando los puentes entre moléculas hasta la misma cúspide de la pasión macroscópica.

Pasé entonces a la parte más armónica del cuerpo femenino: el de la entrega y el respeto, el de la guerra y el fuego de fénix. El aceite Sochi se fijó glorioso a las largas piernas de la muchacha rubia. Esta era ya de por sí una sesión especial de masaje, pues nunca antes había tenido acceso al orgullo de una mujer ni me había sentido tan dueño y capaz de ahogarlo bajo mis manos grasientas.

Acabé por cubrir sus nalgas rosadas, de las cuales se desprendió una gota lenta, curiosa, a la cual vi caminar con la pausa de lo que se quiere inmortalizar, y se observa, se adora, se sigue con la mirada y la vida hasta las profundidades de la negra espesura, ya no tan negra sino ahora con la forma de un habitante exterior.

Mis herramientas se movieron por texturas inexploradas, tratando de forjar una espada de aquel horno abrasador en la sima volcánica.

El aceite conseguía fácilmente fundirse con los líquidos corporales de la joven, perdiéndose en hondonadas caprichosas, obligándome a utilizar aún más la preciada grasa. Pero qué más me daba, no era yo quien pagaba aquella maravilla.

Celebraron mis manos el contacto con sus piernas de danza, piernas para el soporte de tanta pasión en un mismo cuerpo. Comenzaron a escaparse de su boca, con mis adheridas descargas de energía, pequeños dejos de gemidos que erizaban mis vellos más cercanos a la muñeca. Era una sensación extraña, aunque tan agradable como para tomar la bandera bajo mi juicio y encajarla al fin en sus nalgas. ¡Qué culo tan pleno en cualidades prematuras!

Mi movimiento fue aceptado y apoyado. Sus manos cubrieron las mías e hicieron que estas presionaran con mayor fuerza aquellas esponjas musculosas. Era un cuerpo admirablemente desarrollado, Dios, demasiado como para tratarse de una jovenzuela de diecinueve años, desnuda, frente a mis ojos, destruida en gemidos, húmeda hasta la médula del placer mitocondrial.

Me obligaba a movimientos más rudos, más comprometidos, mientras el tono de sus sonidos se elevaba al nivel del trance psicológico. Era una pequeña psicópata con alas de cuervo.

En el ánimo de la propagación, hundió tres de mis dedos en su sexo grasiento y alado. Tres dedos que, con la invitación del diablo, la hicieron morder la sábana roja y llenarla de saliva, la cual se propagó como mar y dotó al color rojo de una excitante tonalidad sangre.

No me contuve, no pensé en las fronteras: saqué mi miembro endurecido por las olas de tormenta y lo dejé comandar el infinito que habían descubierto mis tres dedos.

Fue precisamente este episodio de colonizador quien dio al excelentísimo doctor Skachkov motivos suficientes para expulsarme de su casa y enviarme a vivir a un apartamento por mi cuenta. Sólo gracias a la gran amistad que sostenía con mi madre pude salvar el empleo y parte de mi pago, puesto que con la otra pagaba el alquiler de mi cuartucho.

Demonios que cruzan la mente de los hombres. Demonios a los cuales amo, debo confesar.

 

línea separación relato Primera piel

 

Jorge Cápiro

Jorge Cápiro. Nacido el 2 de diciembre de 1993 en La Habana, Cuba, comenzó sus incursiones literarias a los 12 años de edad. Ya a los 16, reuniendo las experiencias de la adolescencia, se embarcó a escribir con mayor seriedad, llegando a consolidar, en tres años, casi 200 poemas. Ha participado en concursos escolares, nacionales e internacionales. Recientemente ha concluido su primera novela y su primer poemario «oficial». Ambas obras concursan actualmente, en sus respectivas categorías, en concursos internacionales. También tiene una activa participación en comunidades literarias como es el caso de ArtgerustTusTextosFalsariaTusRelatos, entre otras.

 

📩 Contactar con el autor: jorgecapiro93 [at] yahoo [dot] com

 Ilustración relato: Fotografía por 25621 / Pixabay [CCO dominio público]

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