relato por
Victoria Gutiérrez Valencia

 

O

lalla había desaparecido y en la empresa ni siquiera se le buscó reemplazo, era perfectamente prescindible, era cuestión de abusar un poco más, en un día completo de trabajo eso era realmente inapreciable.

Pero ahora debo empezar por uno de los principios de mi historia.

La visión de aquella ciudad me pareció la alegoría del castigo, y una niña de trece años no tiene entidad para soportar tan espantosa premonición. Y dentro de aquella alegoría estaba un barrio que parecía concentrar toda la fealdad de las poblaciones en crecimiento indigerible. Coronaba la fealdad el espantoso ruido de la tan próxima estación de Renfe. En ese barrio se ubicaría mi nuevo hogar, ¡hogar!, ¿y mi casa?, ¿por qué me había quedado sin mi casa?, ¿por qué me encontraba sin casa, sin vecinos, sin pandilla, sin campo y sin libertad? Yo no era más que mi propia fuga, las palabras de Cortázar resonaban torturándome.

Allí entramos con el asombro desolado del desamparo, un piso vacío que llenamos de maletas y bultos que precisaban orden, todas nuestras pertenencias materiales en unos cuantos paquetes, y todo lo inmaterial sin hallar aposento ni en la memoria.

Lo mío en estos aciagos primeros meses fue delirio regionalista. Llegamos en septiembre y en octubre mi tío me mandó membrillos del pueblo que sabía que me gustaban muchísimo. Yo me tiraba en el suelo de la cocina membrillo en mano, pelándolo y sin cesar de llorar, con la fruta tenía algo de lo desaparecido en este desahucio de emigrante y me aferraba a ellos perdiendo agua (porque el membrillo ahoga) y vida. Mi madre me los tenía que quitar con profunda tristeza en su mirada, ¡pobre madre!, la habían incapacitado para proteger a sus hijas y esto debe doler más de lo soportable.

En ese mismo mes cumplía catorce años, ya podía trabajar, así que entre semana buscaba trabajo yo sola, luego con dos niñas que conocí en un polígono y en mi misma situación. Íbamos de polígono en polígono y de nave en nave con la sensación de mendigar, aunque el trabajo dignifique. Algún sábado (porque se trabajaba los sábados) quizá me acompañase mi padre, solo tengo recuerdos como en ráfagas, y en esas ráfagas se perciben tristezas, porque para nosotros llevaba humillación implícita esa búsqueda en lugares tan feos, tan feos. Pero yo solo pensaba en mi padre que fue maestro de oficio, con la clase que da un gremio y el orgullo de ser artesano, y con varios muchachos a su cargo; dinero no daba (eso no), pero humanidad, sí. Yo lo miraba brevemente leyéndole cada agonía, así fue siempre con él, siempre buscaba en sus ojos, y así lo quise siempre profundamente.

Tras mucho buscar (no recuerdo buenos tiempos para obreros), me dieron trabajo en una fábrica de juguetes. Entraba de aprendiza, así que tendría el trabajo que decidiesen las oficialas y, en cualquier caso, el que menos les gustase.

Mi aspecto era de provinciana en todo: mejillas saludables y prontas a profundizar en el rojo, ojos asustadizos e idiotez en el rostro por el continuo asombro y la continua impresión de moverme sobre arenas movedizas. Mi vestuario aún me delataba más, nada que ver la moda de un pueblo, o más bien la ausencia de moda, con lo que llevaban estas chicas de un pueblucho de Madrid. Aunque yo en esto ya estaba curtida, mi madre me mantuvo con las mallas bajo falda cuando todo el mundo llevaba bonitos pantalones y de campana. No tuve la bastante creatividad para salvar esta situación, me enfrentaba a diario con una sensación espantosa de ridículo, deseaba desaparecer, o al menos, ser invisible de cintura para abajo, lo cual, transcurrido el tiempo parece simbólico ya que siempre tuve clarísima mi desventaja por haber nacido mujer; en imágenes: el rodete en la cabeza y la carga de ropa tras lavar en el río, cinturas cimbreadas por chiquillos, sumisión y abusos de todo tipo y en mí el miedo por si la sangre traspasaba el pantalón con tan pocos años, la imposición punitiva de coser y no leer, la obcecación adulta por la seriedad, el trabajo y el sacrificio; y la seguridad de que todo me costaría mucho más que a un chico.

La mayoría de trabajadores eran mujeres, todas muy jóvenes, había dos aprendizas como yo de catorce años, Mariela y Sonia, dos oficialas de dieciocho, Conchi y Charo, otra de veintidós, Carmen, y estaba Teresa que no pasaría de los veinticinco pero parecía tener setenta. Solo había tres chicos con escaso protagonismo en mi memoria, recuerdo más al mayor porque escuchaba a Serrat, creo que yo no lo había escuchado antes, luego estaría ligado a momentos muy gratos que la falaz memoria convierte en mágicos.

Y estaba Olalla y nuestra reciprocidad contradictoria. Era para mí una persona excepcional, libre y preciosa, la más admirable e irreal. Yo, la provinciana, tan noble y tan inocente que causaba algún tipo de envidia, y ella arremetía contra mí, provocándome, por mi ingenuidad de catorce años que ella había sustituido por una precocidad amoral. Pero, luego, sin auditorio, me abrazaba largamente y yo sabía que me quería. La atracción que sentía por ella me hacía observarla en cada movimiento, palabra o gesto. Me sorprendía ese sostenido estado de gracia, por contradictorio que parezca; porque aparentaba tener el mal muy lejos de ella, parecía no conocerlo y estaba claro que sus convenciones sociales no corrían paralelas a las nuestras. Se atrevía a todo y convencía siempre. Pero yo supe que el mal no tenía secretos para ella.

Tenía relaciones sexuales y parecía muy promiscua (los catorce años se ocultaban siempre), ante mi asombro o mi ignorancia, si yo le preguntaba ¿te gusta David, o Juan, o Roberto…?, ella me respondía que para contestarme, con conocimiento de causa, tendría que probarlos. Lo cierto es que elegía a los mejores, chicos que no vulgarizasen su virtud y a los que esas relaciones marcasen para siempre.

Me convertí en su sombra y por ello supe lo que ella me quiso contar sobre su vida. Ahora, después de tanto tiempo, el diagnóstico se hace imposible, ¿qué mal podía aquejarla?, porque el escepticismo no me deja ni acercarme a las certezas de mis catorce años, a esa inconsciencia peligrosa que me aproximó, también a mí, a la locura. Y, ¿solo a mí me confiaba sus historias?

Decía que era cátara y que recuerda sangre, mucha sangre; y rabia, mucha rabia, rabia como de mordida de animal rabioso, rabia como sedimento que fue acumulando para ser, quizá, el origen de su fratricidio. Porque luego fue Violante, que estuvo casada con Alfonso X, y que envenenó a su hermana Constanza. Desde entonces estuvo maldita y ha dedicado todos estos siglos a purgar su culpa. Malas muertes la esperaban.

Esa segunda vida la vivió como la historia quiso, después de matar a su hermana se quedó vacía, el odio había impulsado su vida y después de cumplir ese maldito designio quedó sumida en la nada, no había tenido identidad propia hasta el momento del asesinato y no podría tenerla después. Fue la única vez que la tortura no precedió a la inmediata muerte, seguro porque estuvo torturada durante toda su vida.

En la vida siguiente renegó de las emociones y del acercamiento afectivo. Se hizo profesora de reyes y el distanciamiento fue su primera imposición. Era superior, y desde esa superioridad, empezó a disculpar, a empatizar, a compadecer y a aliviar al hombre. Y por aliviar y empatizar indiscriminadamente fue acusada de alta traición a los intereses reales, acusación acompañada de la debida muerte (no se acordaba, sería la horca porque le había quedado la secuela del dolor de cuello) , llevada a cabo por sombras aventajadas del mal que demuestran en cada acto un escalofriante conocimiento físico del dolor.

En los tiempos del teatro deseó todas las máscaras, quiso la experimentación absoluta y vivió todos sus sueños. Se disfrazaba, se involucraba en todos los problemas, escuchaba con paciencia infinita y huía de la vulgaridad. Parecía que comenzase a amar entre la realidad y la ficción, y amó con verdadero empeño. Ocurrió que se aficionó al placer y siguió experimentando. Si ese placer no le proporcionaba serenidad lo apartaba inmediatamente. Buscaba, besaba, probaba cada cuerpo probable, saboreaba, provocaba y si no veía entrega, abandonaba. Os matizo que la entrega no le suponía dependencia alguna, desligaba la natural muestra emocional de la privación absurda de libertad. Era una vida temeraria, parece que nunca llegó a conocer la esencia humana porque de nuevo cayó en otra trampa: la lujuria del ejecutor que la llevó al patíbulo.

Así hablaba, y ahora comprendo que no era nada terapéutico para mí, pero me proporcionaba la evasión necesaria para soportar una realidad mezquina.

En los tiempos del imperio de la razón no pudo encajar en vida alguna, menos mal que el romanticismo la resarciría. Allí conoció la borrachera de las palabras. Se apoderaban de poetas y escritores, embriagaban hasta la ceguera, y estos acababan suicidándose por no poder aprehender la vida que del lenguaje surgía. Parecía costarles muy poco librarse de una vida tan pobre fuera del invento literario.

En las tomas de contacto con la realidad, en la fábrica, las aprendizas, a excepción de Olalla, recibíamos una completa formación, nuestras maestras principales eran Conchi y Charo, pareja gamberra, bien conocida en sospechosos ambientes de gran parte de la zona sur de Madrid. Las menores estábamos a su cargo, éramos intocables, teníamos asegurada la defensa ante cualquier peligro y las prevenciones ante la posiblemente cercana iniciación sexual. Ante dudas de embarazos tendríamos que dar saltos continuos desde cualquier sitio elevado, someternos a cambios de temperatura extremos, aplicar la solución del perejil abortivo (indicios de un tiempo aún detenido por la huella indeleble de una dictadura demasiado larga, envilecedora y castradora). Nos enseñaban a alternar (un poquito de alcohol) y a ligar (nuestro poder de seducción debía alcanzar la excelencia, sobre todo con los mayores).

Y pese a este aprendizaje, ¡corríamos tanto peligro!, la droga se adueñaba de tanto desarraigo, las calles eran inseguras entre miseria, bestialización y golferío; las chicas debíamos tener ojos en las espaldas y saber correr veloces. La ingenuidad era un peligro aún mayor si cabe, y la sensibilidad había que esconderla y defenderla como un tesoro. Recuerdo que el hermano de una amiga, sabiendo que me gustaba, me apartó del grupo, me llevó a unos pisos abandonados sin acabar de construir, y me retuvo bajándose los pantalones y queriéndome obligar a tocarle aquella cosa, porque yo no había visto nunca una cosa así. Salí corriendo como alma que lleva el diablo y mis amigos al verme la cara casi me llevan al ambulatorio. Tardé mucho en diluir esa imagen y el miedo que me produjo la situación.

Ocasiones hubo en que fuimos amenazadas con botellas rotas puestas sobre el cuello, también con navajas, por dinero, menos mal que era solo por dinero. Por suerte, es un seguro de vida conocer gente hasta en el infierno y, a veces, la capitana de los asaltadores era la hermana de algún amigo y, al reconocerme, nos dejaba libres. En esas escaramuzas siempre se descubrían los verdaderos afectos, la cobardía delataba rudimentarias amistades que se iban a escape sin mirar atrás.

Estábamos, con seguridad, entre los socialmente desfavorecidos pero vivíamos intensamente, nos hicimos expertas en hacer de la necesidad virtud. El trabajo era duro, a veces consistía en resucitar perchas de los grandes almacenes a su vida anterior de plástico, curiosa conversión en polvo. Montones de perchas se descargaban constituyendo un paisaje de basurero, en el que nos movíamos seleccionando para llevar a una máquina que manipulaba el compañero de turno, y cuyo trabajo consistía en colocar la percha bajo una cuchilla que la partía en dos liberando el hierro, y, así purificada, la percha pasaba al molino, una máquina infernal y ensordecedora que nos obligaba a comunicarnos a gritos y que nos hacía vulnerables ante cualquier peligro, como de hecho pasó en dos ocasiones, porque la máquina purificadora tenía vocación carnívora y al descuidado compañero le aprehendía por algún atrevido saliente de su ropa y entre giro y giro se lo iba tragando, y gritaba y gritaba y nadie podía escucharlo, solo y como siempre, nuestras guardianas Conchi o Charo que conocían la nave como nadie y desconectaban los plomos. Al compañero ya le había quebrado la máquina el brazo y acababa en el hospital, pero se recuperaría totalmente.

Los bazucas debían comprimir el aire para ser capaces de disparar y salían muchas series defectuosos, había que probar siempre el lanzamiento, aquí volvíamos a ser niñas jugando, aunque para mis centinelas procaces era el pretexto para justificar sus moretones o chupetones en el cuello aunque fuera poco creíble.

Las pátinas (patinábamos marcos de cuadros o de fotografías para envejecerlos) fueron alguna vez utilísimas, y cuando alguna de las protagonistas de nuestra historia, Charo o Conchi, deseaba irse a su casa, no tenía más que inspirar el disolvente hasta marearse, nosotras, las mejores cómplices, hacíamos corro ayudándola y pidiendo al encargado que la acercase alguien a casa porque estaba muy enferma.

Fumábamos y poníamos conferencias al pueblo cuando estábamos solas. Mis compañeras pedían prestados los juguetes más preciados, y es que sus hermanos los necesitaban y las necesidades debían cubrirse. Yo no lo hice nunca porque el encargado me los daba si se los pedía, me quería mucho, siempre anduvo preocupado por mí, por mi supervivencia en este entorno, a él le escandalizaba la desvergüenza de mis amigas.

Olalla nos proporcionó momentos imborrables, era una actriz consumada y en la hora de la comida elegía escenarios: casi siempre un bar de los pueblos cercanos. Podía ser una embarazada que se ponía de parto, una pendenciera que nos obligaba a salir corriendo, o una imitadora. Pero nos dejó y, entre nosotras, su ausencia se sentía, y Charo, vecina de su madre, intentaba dar una explicación a esa huida, porque debía ser eso: una huida. Olalla vivía con su madre y su padrastro y se decía en el barrio que este abusaba de la niña. La madre era una vencida que entre trago y trago seguía sin conciencia. Comprendí entonces que su historia era tan vulgar que no podía hacerla suya.

* * * * *

Las encontré en una concurrida estación de metro; una era una mendiga flaca, enferma y extraviada; la otra, una mujer joven que suplicaba salmodiando:

—Vente conmigo, vente conmigo. Por favor, vente conmigo.

Me detuve tras una columna próxima y escuché. La primera hablaba subyugada por la locura, con sonidos dolientes.

—Me miran con desprecio y me golpean para apartarme.

—Sabré curarte, acompáñame.

—Un día tuve vasallos, dominaba la música y la poesía, escribía las mejores comedias. Mírame ahora.

—Vente, yo sabré servirte, me acostumbré a tus sueños.

—No me gusta lo que estoy viviendo y mis caminos los elijo yo. ¡Vete! ¡Déjame en paz! Me ofende tu presencia, me estás humillando. Óyeme, ya nadie podrá hacerme daño.

Al acabar de decir esto le dio un fuerte empujón y la joven se golpeó contra la pared. Me acerqué a ella para ofrecerle mi ayuda, nos sentamos a tomar un café y me contó su historia.

Me horrorizó especialmente lo que la perturbada cabeza de Olalla imaginó en la Alemania nazi, y cómo transmitía el terror a sus muertes, muertes de páramo; el ejecutor tenía la orden de matarla varias veces. Asesinatos, sin duda productivos, bestializaban en breve espacio de tiempo y el ejército de orcos se constituía con naturalidad, capacitados para violar, torturar y grabar el espanto, la mutilación total en la vida saqueada.

Intercalaba lo poco que llegó a saber de su vida después de desaparecer de la empresa: lo que se decía de su padrastro y de su madre y que terminó en un prostíbulo, y que apenas conocía la historia de un novio, El Negro, que seguramente precipitó su degeneración. Con lo que, tras dejar la empresa, parece que tuvo una muerte repentina con atroces visiones que la alargaron. Me dejó tiritando la idea de que había presentido su vida en esas vidas inventadas, era el escalofrío de adentrarme en las sombras, en la maldita magia creativa del ínfimo hombre que se pierde en la voracidad vital. El mal que la había aquejado siempre era la locura, una locura incapaz de discriminar una situación real de desamparo, de abuso miserable y de asesinato prolongado con espantoso final. Ahora sí, la muerte acabaría con todo.

 

separador texto relato Puro invento

 

VICTORIA GUTIÉRREZ VALENCIA, es Profesora de Lengua Castellana y Literatura. Vive en Madrid. Formación académica: Filología Española (Universidad Complutense de Madrid y UNED); Filología Inglesa (1er. ciclo – Habilitada para dar clase en Secundaria y Bachillerato) y cuenta con el Certificado de Aptitud Pedagógica, expedido por la Complutense.
Contactar con la autora: viguva [at] yahoo.es

 

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Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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