relato por
Jimena Tierra

 

L

ucía siempre había querido una estilográfica. Durante varios años la había pedido en su carta a los Reyes Magos pero, por alguna razón que desconocía, ellos solían dejar bajo el árbol otro tipo de regalos. A su hermano Colín, que era más pequeño, las pasadas Navidades le trajeron un duendecillo de color azul cian, con un par de antenas cosidas a la cabeza y una varita mágica. No tardó ni una semana en quitarle una de las estrellas que llevaba por ojos y custodiarla en su cofre de los tesoros. Lucía, en cambio, se encontró con un recién nacido con aspecto de mono tití que no hacía más que llorar y que reposaba tumbado en un carrito. Eso sí, lleno de compartimentos, para que cuando lo sacase de paseo pudiera llevar el equipo de accesorios al completo. Se enfadó mucho con sus majestades de Oriente, pero mantuvo la compostura. Al fin y al cabo, si daba la impresión de ser una niña desagradecida, en el próximo trayecto que hicieran pasarían su casa de largo. A pesar de todo, creyó conveniente escribirles una carta recordándoles lo responsable que era con sus cosas y lo ordenado que siempre tenía su dormitorio. A los quince días de haberla echado en el buzón y sin obtener respuesta, volvió a enfadarse. Sin embargo, nada más abrir los ojos en aquella mañana de invierno, estuvo segura de que todo sería distinto: cumplía diez años.

La señorita de Lengua era una maniática de las palabras. La Bruja, que era como le llamaban por la verruga que tenía en la punta de la nariz, hacía los dictados más difíciles que pudieran existir sobre la faz de la Tierra. Todos le tenían miedo a excepción de Lucía, que estaba tan acostumbrada a leer y a escribir que no cometía ninguna falta ortográfica. Sus compañeros se mofaban de ella porque era la preferida de la Bruja, pero a Lucía no le importaba. Al contrario. Gracias a sus consejos se convertiría en una gran escritora. Porque la señorita amaba la literatura casi tanto como a su gato Rufus que, según había escuchado en clase, se erizaba cada vez que notaba la presencia de un niño cerca de la casa. La última vez que Lucía se había equivocado había sido con la palabra algornoz. Y todo por culpa de sus padres, que no hacían más que reírse cada vez que la pronunciaba y nunca llegaron a explicarle que se escribía con «b». Cuando, en una redacción, la Bruja le dijo que no estaba bien, Lucía lo tuvo claro: no volvería a ocurrir.

Esa tarde, al sonar la campana, los críos salieron corriendo, como si se avecinase una tormenta. Lucía esperó en la verja a Colín, que tenía cinco años y todavía no podía cruzar solo la calle. Estaba muy orgullosa porque era la primera vez que su madre le encomendaba una misión importante. Se había ganado su confianza y no estaba por la labor de defraudarla. Nada más aparecer, le agarró de la mano y caminaron hacia casa. Antes jugaba a no pisar las juntas de las baldosas, pero ahora era diferente. Durante el viaje le fue contando todo lo que había aprendido en clase de cálculo, el control sorpresa que habían tenido en sociales y la canción que estaba ensayando con su flauta. «No te preocupes, Colín, cuando seas tan mayor como yo le diré a la Bruja que eres mi hermano para que te cuide como me cuida a mí». Pero Colín no escuchaba. Acababa de cruzarse con una mariposa dorada batiendo sus alas y había salido corriendo tras ella con ánimo de apresarla. Lucía consiguió alcanzarle a tiempo y le zarandeó hasta que se puso a llorar. «¡No te vuelvas a soltar, ya sabes que mamá lo tiene prohibido!».

Al llegar a casa, la madre de Lucía había preparado una mesa llena de canapés, sándwiches y bebidas. Colín se frotó los ojos con las manos sucias y fue a jugar a su habitación. Lucía se quedó con ella en la cocina, tocando la primera estrofa de la melodía que le estaban enseñando en clase de música. No se le daba muy bien, pero sabía que a su madre no le gustaba estar sola. Se lo había oído decir cientos de veces cuando su papá se sentaba en el sofá del salón a leer el periódico y ella refunfuñaba con el delantal puesto. Era algo que Colín no podía entender aún. «No te preocupes, mamá. Cuando sea una gran escritora te compraré una cocina más grande, con un sillón dentro para que papá pueda hacerte compañía». Su madre se reía mucho, aunque ella no sabía por qué.

Llamaron a la puerta varias veces. Lucía se agarró la falda del uniforme y salió escopetada a abrirla. Eran los abuelos, les oía desde el ascensor. El abuelo se había quedado sordo hacía algunos años y la abuela tenía que hablarle muy alto para que le escuchase. A Lucía le gustaba que estuvieran en casa, era un modo de poder estar presente en conversaciones de mayores sin tener que estar apoyando la oreja en la puerta de la habitación de sus padres para averiguar lo que decían. Les acompañó a dejar los abrigos sobre la cama de matrimonio y les custodió hasta el dormitorio de Colín. Estaba tirado en la alfombra jugando con unos marcianos de goma, con los mocos tan largos que le llegaban a los labios. Nada más entrar, Colín se los sorbió con la agilidad de una goma elástica y les abrazó como si hiciese siglos que no les veía. Entonces el abuelo sacó del bolsillo un alienígena envasado en un plástico al vacío, que le entregó como premio de consolación. A Lucía le gustaba ese detalle, porque sabía que cuando fuera el cumpleaños de su hermano también ella recibiría algún paquetito.

«Felicidades, aquí tienes tu regalo». Lucía estiró los labios como un acordeón y rompió el envoltorio rosáceo con cisnes blancos. No tardó en decepcionarse al ver el estuche de cremalleras con tres plantas. En la primera estaban estratégicamente colocados el celo, el pegamento, las tijeras, la escuadra y el cartabón; en la segunda los bolígrafos y lápices de colores; la tercera tenía una hilera de rotuladores que completaban el círculo cromático. Colín corrió a la cocina en busca de un cuchillo. Como ella era mayor, trató de mantener la sonrisa y dio las gracias a sus abuelos. A pesar de no ser perfecto, estaba segura de que sería la niña más envidiada de la clase.

Su madre abrió la puerta al segundo toque. Era la tía Rosaura. Lucía corrió a saludarla y le indicó dónde debía dejar el abrigo de visón. Llevaba un pronunciado escote y un perfume demasiado intenso, pero Lucía no hizo ningún comentario. Se limitó a contener la respiración hasta ponerse como una granada y fue con ella al cuarto de Colín que, en cuestión de segundos, estaba diseccionando su nuevo juguete para averiguar qué es lo que tenía dentro. «Felicidades, aquí tienes tu regalo». Lucía cambió el gesto al ver que le entregaba un libro lleno de dibujos. Los libros con dibujos eran para niños. Le dio las gracias y, nada más darse la vuelta, lo dejó junto a Colín para que hiciera lo propio.

Se sentaron a la mesa y comieron hasta reventar. Lucía, que estaba en la presidencia de honor, controlaba a los invitados. Al abuelo no le gustaba la sobrasada, Colín estaba escarbando entre los canapés de salmón, la tía Rosaura no hacía más que servirse vasos de limonada, la abuela solo comía por el lado izquierdo de la boca y su madre estaba preocupada en mirar el reloj. Lucía se había erguido lo suficiente como para que se le viese bien. De vez en cuando se cansaba y encorvaba la espalda, apoyando los codos sobre el mantel para adoptar una postura más cómoda. Luego se daba cuenta de que tenía que comportarse como una persona mayor y volvía a su posición inicial. No todos los días cumplía diez años.

El papá de Lucía aún no había llegado cuando su madre sacó la tarta del frigorífico y la llevó a la mesa. Se puso muy contenta de que hubiesen colocado tantas velas. Colín metió el dedo índice en el chocolate y la tía Rosaura le llamó la atención. «¡Nicolás, compórtate! ¿Es que no te enseñan nada en el colegio?». Lucía siempre había intuido que no le gustaban demasiado los niños pequeños. Ya lo entendería Colín cuando creciera.

Su madre prendió una cerilla y pidió silencio a los abuelos, que no dejaban de gritar preguntándose el uno a la otra dónde había visto el monedero por última vez. Cuando Lucía apagó las llamas de un fuerte soplo, todos aplaudieron. Tuvo que quedarse sin aire para hacerlo, pero era necesario para que se cumpliese su deseo.

Estaban cantando el cumpleaños feliz cuando el papá de Lucía entró en el salón generando una gran expectación. Parecía cansado, pero no dejaba de sonreír. Saludó a la familia, uno a uno. Después de decirle a la tía Rosaura lo bien que olía, sacó un paquete rectangular de su maletín. «Felicidades, aquí tienes tu regalo». Lucía se fijó en cómo los abuelos se cogían del brazo y esperaban impacientes. Arqueó una ceja y recordó que había apagado todas las velas de un soplo. Acelerada, quitó el lazo de alrededor y destrozó el papel de regalo. Colín se puso a hacer guarrerías con la boca manchada de nata, pero nadie le hizo caso. Las manos de Lucía temblaron cuando abrió el estuche de cartón y vio la pluma más bonita del mundo. Era de color verde botella y tenía mariquitas recorriéndola de arriba abajo. En el capuchón llevaba grabado su nombre. Se le llenaron los ojos de lágrimas y saltó sobre sus padres gritando lo feliz que era. «¡Sois los mejores del universo, mejores incluso que los Reyes Magos!».

Lucía esperó impaciente a quedarse sola para estrenar su pluma nueva. Cuando no escuchó más que silencio, se sentó en su pupitre con un cuaderno en blanco y trazó su nombre completo en la esquina. Era perfecta. Cogió carrerilla y empezó a escribir sobre quién era y cuándo había nacido, dónde estaba el escondite en el que el Ratoncito Pérez guardaba todos sus dientes, cuál era el libro sin dibujos que más veces había leído, cómo decapitaba Colín a todos los muñecos que encontraba a su paso y por qué la abuela se compraba pañales. Luego quiso escribir una historia inventada, pero no se le ocurrió nada original. Había sido un día muy largo. Tenía que tomar la difícil decisión de llevar la pluma al colegio o no, ya que los niños podrían rompérsela o, peor aún, cogerla sin permiso para hacerse también ellos escritores. Guardó el preciado tesoro bajo la almohada y se dejó vencer por el sueño.

A la mañana siguiente, Lucía metió su estilográfica en la mochila. No la enseñó en ningún momento. Cada cinco minutos se llevaba la mano al bolsillo exterior mientras atendía a las explicaciones. Cuando comprobaba que el estuche rectangular seguía en el lugar adecuado, recuperaba la concentración inmediatamente. Permaneció todo el día en tensión, esperando a que tocase la campana para recoger a Colín y llegar a casa disparada. Como cada tarde, su madre les había preparado un vaso de leche con cacao. Engulló la merienda atragantándose, hizo los deberes a una velocidad supersónica y extrajo la pluma de su escondite. Revisó en el cuaderno dónde se había quedado la noche anterior y continuó redactando sus memorias con gran cantidad de palabras, alegre por tener una pluma con la que poder llenar páginas y páginas. Sin embargo, cuando quiso improvisar, su mente se quedó en blanco. Lucía se puso a llorar.

—¿Qué te pasa? —preguntó su madre al verla tan compungida.

—Que no puedo ser escritora porque, ahora que tengo una pluma, no tengo ideas.

—Ten paciencia, cielo, seguro que mañana se te ocurre algo.

Lucía estuvo toda la noche meditando sobre aquello. Ni siquiera tenía ganas de dormir. Bajo la almohada, la estilográfica desprendía el calor de un ser vivo. ¿Y si su madre se equivocaba y nunca más volvía a tener imaginación? Normalmente no lo hacía, por eso era su madre. Era tan lista que sabía cuándo le estaba mintiendo solo con mirarle a los ojos, tanto que podía predecir cuándo iba a llover incluso antes de que lo dijese el hombre del tiempo. Pero, en esta ocasión, no podía estar completamente segura. Era cuestión de vida o muerte encontrar una solución. Buscaría ayuda profesional.

Al entrar en clase, una niña le dijo que habían pegado un chicle en la silla de la Bruja. Otra decisión importante. Si se chivaba, los compañeros se vengarían de ella y le darían de lado en los recreos. Si no lo hacía, provocaría que se desatara su ira. Cuando la Bruja se estropeó la falda negra aterciopelada les puso un dictado tan complicado que suspendieron todos. Todos, menos Lucía. Sabía que no era el mejor momento para hablar con ella. Se sentía culpable por no haberla avisado, también por no recordar su verdadero nombre. Además, tenía la verruga más hinchada de lo habitual, y eso solo ocurría cuando estaba realmente irritada. Pero tenía que hacerlo. Dio tiempo a que sonara la campana para armarse de valor acercándose a ella y pedirle consejo. La Bruja puso cara de interés. Cuando Lucía terminó de exponerle el delicado problema, le acarició la mejilla y le mostró sus dientes amarillentos. «Afortunadamente eres muy joven. Un escritor necesita creatividad, pero también ha de apoyarse en sus propias vivencias. Ya lo entenderás cuando seas mayor».

Lucía se marchó del aula pensativa. ¿Por qué tenía que esperar a ser mayor para entender algo que requería la máxima urgencia? No se sentía afortunada, ni mucho menos. Y, en tal caso, ¿la Bruja se refería a ser mayor como sus papás o tanto como sus abuelos? Todo era demasiado complicado. Quería ser escritora, ¡tenía una pluma! Nunca había estado tan segura de algo, ni siquiera cuando su madre le preguntaba cuál era su comida favorita. Pero, si la Bruja había dicho que tenía que crecer, pondría todo de su parte para conseguirlo. Si sus compañeros supieran cómo era en realidad, no serían tan malos con ella. Aunque era mejor así, porque solo Lucía conocía el secreto.

Estaba llevándose la mano al bolsillo de la mochila cargada a la espalda cuando se dio cuenta que Colín no había salido aún. El portero había cerrado la verja de hierro, eso solo ocurría cuando no quedaba nadie dentro. A lo lejos escuchó una sirena. ¿Tanto se había retrasado? Miró a su alrededor, el último que quedaba era un niño con orejas de soplillo que ya había cogido la mano de su abuelo. Agarró las asas del macuto y deshizo el camino a casa a paso ligero. El chisporroteo de la lluvia le hizo sentir un escalofrío. Si su madre se enteraba no sólo le castigaría quitándole la pluma. ¡También perdería su confianza en ella!

Al final de la calle, junto al semáforo, había un grupo de personas arremolinadas. Era su oportunidad. Lucía ensayó su mejor sonrisa y corrió hacia un señor sin pelo en la cabeza. Le preguntó si había visto a su hermanito, pero no le hizo caso. Estaba demasiado pendiente de lo que ocurría en el centro como para escucharla. La lluvia aumentaba su intensidad. Lucía tiró del abrigo de paño de una viejecita que no hacía más que llorar. Ni siquiera le devolvió la mirada. Tiritando, juntó las palmas de las manos y cerró los párpados tan fuerte que nadie hubiera podido despegarlos nunca: «Por favor, Dios, te prometo que si aparece Colín no volveré a utilizar la pluma». Entonces se armó de valor y avanzó entre empujones y patadas. Seguramente alguna de esas personas se había cruzado con él y podría ayudarla, debía captar su atención como fuera. Todos hablaban muy alto y se movían rápido. Con la respiración angustiada, se escabulló por delante de una señora gorda que olía de la misma forma que la tía Rosaura y llegó al núcleo. Estaba dispuesta a chillar cuando su corazón se hizo trizas. Colín yacía inerte bajo la rueda de un trailer.

 

Jimena Tierra

Jimena Tierra. Amante de la literatura y licenciada en Derecho por la UAM, Jimena Tierra ha realizado diferentes cursos de especialización en escritura creativa en centros como Escuela de Escritores, talleres Fuentetaja o la UIMP, de la mano de profesores de prestigio como Alberto Olmos (Premio Arte Joven de la Comunidad de Madrid en 2006 y finalista del Premio Herralde en 1998) o Philip Kerr, Premio Internacional de Novela Negra RBA en 2009). Ha colaborado en prensa local con diversos artículos de opinión y publicado numerosos relatos cortos en revistas narrativas. Asimismo, ha dirigido algunos espacios socioculturales en Internet y es autora de la novela Equinoccio. En la actualidad dirige la redacción del blog literario El invierno de las letras y continúa su formación cursando grado en lengua y literatura españolas en la UNED en paralelo a su trabajo como tramitadora en el departamento jurídico de una aseguradora del sector privado.


Contactar con la autora:  jtliteratura [at] gmail.com

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 Ilustración del relato: Foto de Soumojit Basu [Pexels]

 

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