relato por
Jerónimo García Tomás

-R

ecoge hilo, Santi —le dijo—. Y si crees que ya has esperado demasiado, saca el anzuelo y vuelve a lanzar. Tampoco es cuestión de hacer el primo.

—¿Estoy haciendo el primo? —preguntó el chico.

—No. Sólo es una forma de hablar. Pero, ¿qué opinas tú? ¿Has esperado bastante?

Santi se encogió de hombros, un poco avergonzado bajo la fija mirada del adulto. Al rehuirla, clavó los ojos en el corcho que asomaba tímido a la superficie y que era un punto rojo en una inmensa mancha verde parduzco. Lo observó un buen rato. Parecía que su cabeza diese vueltas alrededor de él. Ni siquiera apartó la vista para contestar:

—Me parece que voy a lanzar otra vez.

—Muy bien —asintió Corrado en tono de aprobación.

El corcho se elevó sin hacer ruido y al poco lo siguió el anzuelo, forrado en el cuerpo de la lombriz. Santi hizo balancear el hilo, la caña casi en posición vertical, y lo lanzó un poco más adentro de la charca. Estaba satisfecho de sí mismo. Ligeras ondas se suavizaron enseguida, volviendo el agua a su estado calmo. El chico continuó aferrando la caña con ambas manos.

—Puedes dejarla en el suelo —le dijo Corrado—. Si pica alguno, lo sabrás enseguida.

Obedeciendo, Santi se recriminó no haberlo pensado él antes. Tuvo que apartar un poco al perro, que nada más llegar se había echado a dormir a su lado. El animal se alzó, sacudió la cabeza hasta que el lomo y el cuello parecieron contraérsele y entonces dobló las patas para quedar de nuevo tirado en el suelo, entre ellos dos. Era un perro de raza indescifrable. Estirado, apenas pasaría del medio metro, y el pelaje escaso, de un marrón cremoso, se pegaba a su piel haciéndose prácticamente invisible. Por su edad ya debería haber mostrado unas orejas erguidas. Sin embargo, éstas le caían a los lados, y sus colmillos parecían constituidos por un cartílago fino y traslúcido.

Corrado se metió el índice bajo el cuello de la camiseta. Tiró, separando el tejido pegado a su torso por efecto del sudor. En la charca el sol rebotaba para después atacarlo todo a su alrededor. Golpeaba primero al agua, que apenas se alteraba, como si nada pudiera perturbar su natural estancamiento. Y tras ese contacto, el sol salía tocado de una hedionda humedad.

—Te gusta pescar, ¿eh, Santi?

—Me gusta mucho —se apresuró a decir el chico—. Me encanta.

Corrado giró la cabeza, emitió un sonido bronco y escupió entre los juncos.

—Y tu madre, ¿qué dice?

Santi levantó los hombros y los dejó caer. Ahora sí miraba al adulto, los ojos grandes y redondos.

—Nunca la he visto pescar.

—Ya. Supongo que ahora ya no. Tu padre no es muy de esas cosas.

—No —replicó Santi. Y bajó la vista hacia el viejo y carcomido entablado.

El puesto de pesca salía a la charca de en medio de una densa rivera de juncales. Su espacio no daba cabida a más de dos personas o tres, y uno de sus ángulos externos se había ido inclinando con los años cada vez más y más sobre el agua. Ellos habían llegado a través de un sendero abierto entre la maleza, que partía de la trasera de la casa del chico. Habían portado consigo dos asientos plegables, los utensilios de pesca y una bolsa de red dentro de un cubo que hasta el momento no contenía nada más. El perro se les había acoplado.

—Pero a tu madre le gustaba pescar —siguió Corrado—. Yo sí lo sé bien. Lo sé porque de pequeños ella y yo lo hacíamos. Primero nuestro padre, tu abuelo, que en paz descanse, nos enseñó. Y a partir de cierta edad ella y yo veníamos solos a este mismo lugar y pescábamos. Unas carpas preciosas y enormes. Porque hasta las carpas de esta charca ya no son lo que eran. Antes el río corría más, renovaba el agua y dejaba aquí sus buenas carpas. Pero ahora…

Vio bostezar al perro. Ese animal podía estar cinco minutos seguidos bostezando.

—¿Por qué crees que ha venido con nosotros?

—No lo sé —respondió el chico—. Le gusta esto.

Santi observó cómo Corrado dejaba de mirar al animal y contraía la mejilla izquierda en señal de disgusto.

—Creía que sólo iba detrás de tu padre —dijo el hombre.

—Casi siempre. A veces me sigue a mí cuando vengo a la charca.

—Pero el chucho es suyo, ¿no?

—No es que sea sólo de él. Es de los tres, pero papá lo trajo a casa. Le pasó por encima con el coche, lo llevó enseguida al veterinario y allí lo salvaron. Se quedó con esa pata rota, pero podría haber muerto y se salvó. Al perro le gusta más ir con él. Supongo que será por eso.

—Pues no parece que esté muy sano. ¿A ti te lo parece?

—No entiendo de perros —dijo Santi, encogiéndose de hombros otra vez.

—Claro. Yo tampoco los conozco bien del todo. Quizás esté equivocado.

Algo se movió en alguna parte y hubo un agitar de maleza y un golpe sordo y denso en el agua. Corrado se rascó la barba mientras observaba pensativo su propio pedazo de corcho rojo, semihundido en el agua turbia. Cogió la caña. De nuevo se elevaron anzuelo y cebo, silenciosamente, y acto seguido se produjo un chapoteo, una leve perturbación en la superficie al ser impulsado el hilo más hacia dentro. En lugar de devolverla al suelo, Corrado apoyó la caña sobre sus piernas, aguantándola con una mano. Los dos puntos rojos quedaban a la misma altura y parecían incandescentes bajo el sol. El mismo sol que hacía crepitar los juncales y la maleza.

—Sea como sea —dijo el hombre tras un rato—, a mí este perro no me inspira nada bueno.

Santi mantuvo la boca cerrada. Dos moscas correteaban a través del cuerpo escuálido del animal y sólo cuando alguna se atrevía a tomar el descenso de la cola provocaba en éste alguna reacción, que nunca pasaba del inofensivo e inútil barrido. La mosca daba un par de vueltas en el aire hasta posarse otra vez sobre el lomo o sobre la cabeza. A Santi las palabras de Corrado le habían ocasionado un repentino aumento de calor interno.

—¿A ti te gusta? —oyó al adulto—. ¿Te gusta el chucho?

De nuevo los hombros respondieron por el chico.

—¡No hagas eso, por el amor de Dios! —exclamó Corrado—. Me molesta tanta indecisión. Un hombre debe tener siempre una opinión firme. Y debe saber defenderla también. ¿No te lo han enseñado? —calló unos instantes y luego, mirando hacia otra parte, añadió—: No. Supongo que no.

Durante un par de minutos sólo se oyó el crepitar de la vegetación y el esporádico zumbido de las moscas.

—Mira —empezó Corrado, suavizando el tono—. A mí por ejemplo este chucho me desagrada. No tengo problema en admitirlo, como hombre que soy. Y hasta ahora pensaba que tú también lo eras. Pero ya no estoy tan seguro. ¿Eres un hombre? ¿Qué tienes que decir?

—Tengo once años —contestó Santi.

—Eso da igual. Se puede ser un hombre a los cinco y se puede no serlo a los cincuenta.

—Yo creo que soy un hombre.

—¡Muy bien! —aprobó Corrado, y el chico tuvo que sujetarse las piernas—. Ahora, entonces, óyeme: yo digo que a mí este chucho me disgusta. ¿Qué dices tú?

Santi no se paró a pensarlo.

—No me gusta.

—¿Eso quiere decir que te es indiferente o que te desagrada?

—No lo… —se cortó a tiempo.

Miró al perro por un instante. Tirado junto a la caña de pescar, cualquiera diría que no iba a levantarse nunca. Parecía muerto. Estaba muerto y las moscas buscaban en su cuerpo las heridas ya secas porque llevaba tiempo muerto. La cola se movió de un lado a otro y a esto le siguió un zumbido que duró lo que una exhalación. Una exhalación de muerto.

—Me desagrada —dijo Santi.

—¿Estás seguro? —preguntó el adulto—. No quiero que lo digas sólo porque lo he dicho yo. Quiero que tengas tus opiniones propias.

—Estoy seguro.

—Así se habla —aseguró Corrado, y al chico le entraron ganas de saltar y de contestar a un sinfín de preguntas más.

Desde donde ellos estaban no se veía otra cosa más allá de los juncos. Detrás del entablado que asomaba a la charca, el sendero se retorcía, asfixiado por paredes de más de dos metros de maleza y vegetación salvaje. El agua no acusaba movimiento alguno y todo estaba igual de quieto bajo el sol. Santi se imaginó por un momento la charca como la cabeza de un enorme caimán. El cuerpo y la cola se hundían bajo tierra y los dos puntos rojizos eran los ojos que escrutaban el exterior. Algo rascó la madera. Los dos vieron al perro de pie. Se había levantado y se desperezaba, doblando las patas traseras y estirando la delantera que le quedaba sana de forma que se alineaba con el tronco. Al volver a su posición normal, las uñas arañaron de nuevo los tablones, haciendo nuevas marcas entre las múltiples que ya había. Lentamente, el animal fue cojeando hasta el borde del entablado. No ladró a su propia imagen, como habría hecho otra clase de perro. Pronto giró la cabeza y, para sorpresa de Santi, lo miró a él.

Raras veces lo miraba. Quizás llamaba su atención porque quería algo, pero Santi no podía atenderle, ya que había dicho que el perro le disgustaba. Lo había dicho y así era realmente. Preocuparse por el perro hubiese sido una contradicción y, aunque no estaba muy seguro, suponía que eso no era propio en un hombre.

Sintió que podía respirar de nuevo cuando el animal dejó de atosigarle. Por el rabillo del ojo lo siguió mientras se apartaba del borde para volver a tumbarse en el mismo sitio de antes, junto a su caña de pescar. Respiró de nuevo con tranquilidad y entonces oyó a su tío decir:

—¿Sabe nadar?

Santi lo miró como si no hubiera entendido la pregunta.

—El perro —aclaró Corrado.

—Nunca lo he visto tirarse al agua. Pero…

—¿Qué?

—Tiene una pata rota. Una pata delantera. No creo que pueda nadar con una sola pata.

—Pero un perro como él debería poder nadar —insistió Corrado, alzando el tono—. Con una pata, con dos… Los perros nadan, ¿no crees?

—Sí. Los perros que están bien, sí.

—¿Qué significa estar bien?

—Estar bien —repitió Santi—. No tener nada. Quiero decir… Éste tiene una pata rota.

Corrado clavó en el chico unos ojos duros, tan imperturbables como el agua. Luego dijo:

—Yo de ti lo probaría.

—¿El qué? —logró pronunciar Santi en un hilo de voz.

—Ver si nada. Lo lanzaría a la charca, bien adentro, a ver qué pasa.

—No nadará —se apresuró a decir el chico.

—Hace un momento dijiste que no lo creías. ¿Es eso un «no nadará» o un «es posible que nade»?

—No lo sé —admitió.

—Ése es el problema. Deberías saberlo. Por eso te recomiendo que hagas la prueba. A ninguno de los dos nos gusta ese chucho, pero ni siquiera le hemos dado una oportunidad. ¿Es eso justo?

—Puede ahogarse.

—Sí —replicó Corrado sin alterar el tono—. Pero en lo que a ti y a mí respecta, ¿qué nos importa? Si se salva, habrá ganado algo a nuestros ojos. Tal vez un poco de respeto. Si se ahoga, nosotros no habremos perdido nada.

—Pero papá…

—No lo sabrá —le cortó el adulto—. El chucho se fue de paseo, seguramente dio un traspié, por esa maldita pata suya, y cayó a la charca. Una lástima que no supiese nadar. Aunque quizá sí sepa y estemos diciendo tonterías.

Santi ya no tuvo fuerzas para contestar. Sentía un malestar en las tripas que se iba extendiendo hasta la cabeza y ésta palpitaba, como si todo el sol de repente hubiese querido concentrarse allí. Se quitó la gorra, se enjugó la frente con el antebrazo y se la volvió a encasquetar. Quiso volver a casa lo antes posible. Pero no podía.

El perro dormitaba, tirado de costado sobre las tablas. Las costillas aparecían y desaparecían bajo la piel con cada aspiración, cuando su vientre se hinchaba como una bolsa de cuero áspero y sin curtir. Una de las moscas le pasó por el surco de la línea del parpado. Eso lo despertó. Abrió y cerró los ojos y cambió de posición, colocándose la pata sana de delante por encima del hocico. Santi evitó fijarse en él. Corrado escupió entre los juncos, levantó el extremo de la caña para volver a tirar el anzuelo más adentro.

—Será algo entre los dos. Entre hombres. Porque los hombres, Santi, saben mantener un secreto. Eso los une y los hace más fuertes, y es importante que así sea, porque quien no lo comparta, no llegará demasiado lejos. Ni en esta charca, ni en esta tierra, ni en esta porquería de mundo. ¿Lo entiendes?

Santi afirmó secamente con la cabeza.

—Muy bien —le felicitó su tío—. Estás aprendiendo deprisa hoy, chico. Lástima que los peces no quieran echarte una mano. No se puede tener todo de un golpe. ¿Qué te parece si vuelvo un momento a tu casa y traigo unos refrescos? Saludaré a tu madre, ya que estoy, y le diré que lo estamos pasando en grande. Le diré que su hijo ya es todo un hombrecito.

Corrado se inclinó para dejar la caña en el suelo, se puso de pie y, volviendo la espalda a la charca, tomó el sendero que surcaba la maleza. Apenas había llegado al primer recodo cuando se detuvo otra vez para hablar al chico.

—Dentro de unos años, ¿quién sabe? Probablemente podremos contárselo a ella. Para entonces, si las cosas han cambiado, todo se habrá convertido en una especie de broma. Y ella reirá tanto como nosotros o más. No pierdas la fe, Santi. Los hombres nunca lo hacen.

Los pasos del adulto se habían perdido y otra vez estaba sólo el crepitar, constante y viejo como el sol. Insistentemente, las moscas jugaban en su terreno resbaladizo, tortuoso. El agua estaba calma, hasta que algo en el centro de la charca comenzó a agitarla. Hizo que se removiese hasta en el último de sus rincones y siguió agitándola, más y más profundamente.

Relato incluido en
Trama de grises (Ediciones Contrabando, 2014)

 

separador texto relato La charca

Jerónimo García TomásJerónimo García Tomás (1977). Es técnico superior en imagen y sonido y licenciado en filología inglesa. Colabora regularmente con la cartelera Turia, donde está a cargo de una sección en la que crítica y analiza series de televisión. Ha escrito y dirigido dos cortometrajes: Un asesino casual (2001) y El arma (2012). Ha participado en las antologías de relatos cortos LAB: Imprevisualizaciones (Editorial Cocó, 2013) y El poder de los cuentos: construyendo un mundo más justo (Ayuda en acción, 2013). En 2014 se ha publicado su primer libro de relatos Trama de grises (Ediciones Contrabando).

📩 Contactar con el autor: jeronimogtomas [at] hotmail[dot]com

 

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

Biblioteca relato Jerónimo García Tomás

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