relato por
Ricardo F. Salvarrey Arana

 

L

a realidad era levantarse, darse una ducha, vestirse y ponerse aquel reloj fantástico en su muñeca izquierda. Era un gusto que se había dado, siempre le habían fascinado los relojes y éste particularmente. Desde que lo vio en aquel negocio cercano a su trabajo, no había podido desprenderse de la idea de poseerlo. Malla de acero, sumergible, aunque él nunca se sumergiera más que en la ducha y en las vacaciones, en la playa. Poseía pantalla con hora y fecha digital, además del tiempo analógico. También alarma, cronómetro, horario de ahorro de energía en verano y un sinfín de otros aditamentos.

Pero, tenía aquel soberbio representante de Cronos, una gran contra, que percibió con la continuidad en el uso. Era que le decía qué podía hacer y qué no, a cada momento, sin que mediaran las metáforas y metonimias del lenguaje humano.

A modo de ejemplo, si quería tomarse un descanso en la jornada, aquel aparato le indicaba que no podía pues estaba en horario de trabajo. Es claro que esas cosas preexistían a aquella maravillosa adquisición, pero no se las tomaba tan en serio como ahora que aquel aparato se lo explicitaba.

La cuestión comenzó a tomar un color negativo cuando un sábado, en que no tenía que ir al trabajo, aquel cancerbero de entre semana sonó su alarma igual y lo despertó. Las ganas de estrellarlo contra la pared le sobrevinieron, pero no podía destruir aquello que tanto esfuerzo le había costado conseguir, además de ser una bella pieza de ingeniería y tener la cualidad de ser antishock.

Pensaba que estaba teniendo ideas raras respecto a aquel dispositivo que le marcaba el tiempo exacto para cada una de las cosas que debía hacer. Pero también le indicaba el tiempo para las que quería hacer y en las cuales no podía excederse más allá de lo estipulado y permitido. Esas ideas referían a la libertad para realizar lo que deseaba en realidad.

Las cosas iban tomando un tono extraño respecto a su adorado reloj. Al poco tiempo ya lo sentía como un gran cepo que pendía de su muñeca. Tal vez fuera porque le recordaba, cada vez con más fuerza, el paso de las horas y los minutos sin dejarle tiempo para improvisar nada o hacer algo fuera de lo acostumbrado.

Es cierto, era él quien decidía cómo administrar su tiempo, pero aquello se estaba trastocando. Ni un minuto más ni un minuto menos para cada cosa. Un poco lo aliviaban los comentarios de sus compañeros de trabajo respecto a la magnificencia del reloj. Él se detenía en explicarles minuciosamente cada una de las características que poseía aquella maravilla tecnológica.

Con el correr del tiempo las alabanzas cesaron, todo volvió a la normalidad, los relojes como aquél se hicieron comunes, así como común, pensaba, era el encepado humano generalizado. Discurría a veces en qué significaba el libre albedrío. Tenía la libertad de no prestar atención al reloj, pero medía las consecuencias sociales que ello le acarrearía. La cita con algún contratista que requeriría de sus servicios, la llegada tarde al trabajo con la consiguiente amonestación verbal de su jefe, y así suma y sigue de cosas que podían ocurrirle si iba contra las marcas alarmantes del tiempo signado. ¿Sería de esa forma que estaba escrito el destino de cada persona?

La rutina lo es tal en la medida en que uno lo permita. Pero con la animosidad de cada uno, se puede confabular la relevancia otorgada a un reloj al que se ha transformado en regente del tiempo y se encuentra asido fuertemente a la muñeca de aquel que le da la importancia que no debería tener.

Empezó a sentir desesperación, a cada instante miraba su muñeca, orlada por aquel aparato que no era ni más ni menos que una computadora que cabía en un puño pero que se ubicaba de manera que no se la podía tener en un puño. Ello era así, a menos que su supuesto dueño, del que en realidad el aparato se había adueñado, decidiera deshacerse del mismo. Todas estas cosas, que parecen simples y no lo son, pasaban por la cabeza de aquel hombre que tiempo atrás se pensara a sí mismo viviendo en paz.

Comenzó a no quitarse el reloj ni para ir al baño. A toda hora aquella endiablada máquina le marcaba los pasos a seguir, el tiempo de cada cosa que hiciera, y le infundía el temor de no tenerla pues podía equivocarse en los minutos o segundos y ello podría ser determinante de su vida. Ya no se animaba a quitárselo para dormir.

Con el transcurrir de los días comenzó a pensar que su existencia no volvería a ser jamás como otrora y esos pensamientos lo perturbaban de manera que llegó el momento en que pensó que perdería el autocontrol.

Un buen día, al despertar en la mañana, notó su muñeca, la izquierda, muy hinchada. Intentó desprender el enganche de aquel brazalete del infierno. La piel comenzó a cortarse y sangrar al hincharse su muñeca y sufrir la sujeción. Los ayees de dolor por la herida, que se profundizaba más con el correr de los minutos fueron audibles aun para los vecinos, dado que los terrenos eran grandes y las casas distaban bastante unas de otras.

Aquello tomó dimensiones impensadas pues llegó a tener conciencia del momento en que aquel reloj estalló. A partir de ahí perdió el conocimiento. Cuando comenzó a despertar, entreabriendo los ojos se encontró con un cúmulo de voces que no conocía. Al tener noción de sí, recordó el dolor indecible que había sentido. Quiso contemplar aquel reloj que lo había provocado y solo se encontró, tendido en aquella cama de hospital, con un muñón, mero testimonio de todos los sufrimientos anteriores.

 

relato El cepo

 

Ricardo Felipe Salvarrey Arana. Comunicador social. Estudió Técnico en Psicología Infantil y Adolescente (Escuela de Colaboradores del Médico, Hospital de Clínicas, Facultad de Medicina). Colaboró en los programas Realidad Latinoamericana basado en una idea propia que se desarrolló junto al periodista Daniel Bianchi en canal 5, entre 1999 y 2002, y Perfiles Uruguayos, revista cultural desarrollada en CX-26 Radio Uruguay entre los años 1999 y 2003. Reside en Canelones (Uruguay).

Contactar con el autor: ricardosalvarrey[ at ]gmail[dot]com

 

Ilustración relato: Fotografía por Pexels / Pixabay [public domain]

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