relato por
Diego Reyes

 

M

ientras me secaba el sudor de la frente, tiraba de mi pantalón para poder sentarme en la incómoda butaca de madera. Odio esos asientos porque tienen la costumbre de calentarse con todo el sol de la mañana. Jamás he sido un aficionado de la tauromaquia, de hecho me parece aberrante, pero todos me habían recomendado al Maestro Toribio. El vecino Martín, un anciano cascarrabias con aires de torero, me dijo que al verlo «podría despertar de mi sueño de activista verde y apreciar el arte taurino». Yo nunca he sido un activista verde, pero prefiero ver sufrir a la gente.

Después de un rato de mirar toreros de ningún renombre, la gente comenzaba a impacientarse. Sobre todo después de aquel joven: Zopilotito, que no supo colocar el pie adelante para realizar la chicuelina y el novillo terminó por embestirlo de frente. La señora de al lado gritó tan fuerte que hizo que el animal perdiera el interés por cornear al joven. Dentro de los tres actos que estaban programados antes de la salida del Maestro Toribio, eso fue lo más interesante y emocionante. Piruetas por un lado, rodillas en la arena, sudor cayendo sobre los trajes, gritos de ebriedad en el tendido, oles, sol en los ojos. Los otros dos toreros no tenían gran habilidad y sus pases eran lentos, faltos de técnica. Los pobres toros que les asignaron murieron de pena antes de ser indultados por la pésima actuación.

Los asistentes comenzaban a impacientarse con la falta de experticia de los pobres chicos. Un sujeto, quiero pensar, del fondo de la plaza comenzó con los abucheos. Los demás, como buena congregación, siguieron los pasos del primero. Me pareció algo tan imprudente y sinsentido que, en la frustración, sólo atiné a tallarme los ojos. Cuando los abrí vi el latón brillante, cilíndrico, de una nube de cervezas volando a la cabeza del alguacilillo. No pude más que reír porque la turba estaba empezando a enardecer.

Finalmente, luego de unos minutos estaba angustiado por los pobres toreros, salió el gran Toribio. Todos los abucheos y botellazos hacía la arena se habían convertido en ovaciones, aplausos y flores a los pies del barrigón torero. Sólo de verlo me pareció un tipo pedante que agradecía con la mano derecha mientras su capote le cubría el hombro izquierdo. No aplaudí y la señora de al lado me golpeó con el codo tratando de alentarme para que lo hiciera, no lo hice. Me miró con enojo y continúo conversando con el viejo que se encontraba acompañándola. «Este es un verdadero matador» —le decía al anciano. «Yo doy gracias a Dios de poder verlo todavía» —le contestó el viejo. Me resigné a escuchar los comentarios aduladores de los dos vecinos. De haberme reído pude acabar debajo de cientos de cervezas dudosas y ardientes por el sol.

Mientras el «gran maestro» se regocijaba entre los saludos de la gente, las puertas de madera, rechinante, se abrieron y asomaron unos cuernos blanquecinos. Cuando el toro salió por completo de la valla, un toro casualmente llamado Negro, se lanzó directamente a Toribio, como si tuviera un imán. Fue donde por primera vez pude notar la técnica que tenía el tal Toribio. Sus pases eran precisos, rayando en la perfección. A pesar de ser un matador algo pasado de peso, tenía gran elasticidad. Y lo principal, lo que hizo que todos los asistentes se llevaran las manos a la cabeza, lo que dejaba a la gente con un hilo de saliva escurriendo de la boca abierta: su gallardía. Era un hombre que se erguía sobre el ruedo como un gladiador en la arena, soberbio, andaba con los ojos cerrados, como si conociera el ruedo y los movimientos del bovino de memoria. La gente lo ovacionaba cada vez con mayor fuerza mientras avanzaban los tercios, era tal la escandalera que podía sentir un zumbido en mis oídos. Entre los resoplidos de cansancio del toro y los vítores de la gente, Toribio se desplazaba por el ruedo como si fuera arena que se mueve por el viento del Este. Ni siquiera había tocado al toro y se encontraba agotado el animal.

Levantaba el capote, llevaba al toro con el cuerpo, movía la muletilla con la gracia de la lluvia. Era hipnótico lo que hacía. No negaré que me pareció majestuoso. Sus movimientos motivaron el de mi cuerpo: comencé a aplaudir. La señora de al lado me miraba con alegría mientras su rostro se empapaba en llanto. El viejo a su lado se encontraba completamente excitado, se retorcía en su asiento sin saber qué hacer. Parecía que estaba a punto de gritar y salir corriendo hacia la calle.

La escena vecina se repetía en toda la plaza. Los hombres entre lágrimas y gritos, mezclados de ira y euforia, comenzaban a aullar, su ansiedad se derramaba por los ojos. Las mujeres entre gritos de pánico comenzaban a morder sus uñas y, cuando terminaban, mordían la piel de sus dedos. Yo las miraba entrar en un estado de ansiedad tan fuerte que comenzaban a rasgar sus lindos vestidos de tarde mientras clamaban al Señor. En el momento cumbre de su actuación, Toribio no había notado la respuesta del público o se encontraba acostumbrado, comencé a sentir el nervio dentro de mí, pero no quise hacer nada que pudiera sorprender a la gente. Recuerdo haber pensado que una turba de gente así es muy peligrosa. «En la primera oportunidad me largo» —pensé.

Los movimientos que realizaba Toribio se volvían más precisos, el toro jadeaba y bufaba de cansancio. No había recibido una sola estocada y parecía a punto de morir, como si hubiera comenzado a desangrarse al entrar al recinto. La gente contemplaba absurdamente cada movimiento, como luciérnagas acercándose a la luz azul. El sujeto que comenzó a abuchear a los primeros toreros se encontraba en un estado de éxtasis tal, que comenzó a arrancarse la ropa y derramar lágrimas mientras daba inquietantes carcajadas y bramidos irreconocibles, entre sus gemidos sólo había una palabra que podía distinguirse: «¡Maestro!».

El torero continuó hasta que el pobre animal cayó del cansancio en la arena. Al ver al toro en el suelo, exhausto, creí que iba a morir. En ese momento, el público comenzó a desfigurarse, sus rostros comenzaban a hacer gestos imposibles: muecas hechas de hoyos negros en las mejillas, ojos girando en sentidos paralelos, lenguas alargadas y llenas de pústulas. La gente gritaba su nombre, las mujeres comenzaban a arrancarse el cabello. Los hombres, en su desesperación brutal, comenzaron a saltar la valla. Todo mundo corría desnudo en un frenesí sin sentido y Toribio, en su actitud gallarda, comenzó a dejarse acariciar por la gente que ya no parecía serlo. Los dientes habían sido remplazados por huesos con forma de ganchos; las uñas se habían tornado negras, ya me costaba trabajo distinguir a los hombres de las mujeres. Finalmente, los salvajes comenzaron a besarle las manos, con sus largas bocas babeantes llenas de ganchos, lo abrazaban en su ímpetu fanático. Los besos llegaron hasta su rostro y pronto se convirtieron en relamidas. El Maestro Toribio se volvió parte del momento, parecía estar en el mismo estado de enajenación que los demás, cada postura que hacía para agradecer inflamaba más a la gente, hasta que la mujer que se encontraba a mi lado, la reconocí por el desgarrado vestido, no pudo más con el llanto y la zozobra: comenzó a morderlo. Toribio se extendió con los brazos abiertos frente a su público. Su mano comenzó a sangrar, pero no había muestra alguna de dolor, sus dedos caían ensangrentados en las fauces de la gente. Otros se unieron al banquete y mordían los antebrazos, los pies, las piernas, el cuello. El maestro Toribio sólo sonreía y se mostraba soberbio. Luego de que el tendido se hallara vacío y tomaran y bebieran todos de él, los asistentes se retiraron entre balbuceos y gruñidos, como animales carroñeros, dejando tras de sí, únicamente, una línea de sangre espesa en la arena que conducía directamente a la salida. Luego de un largo suspiro me levanté en silencio y el toro, que permanecía en el suelo del ruedo, pareció mirarme; sacudiendo la cabeza, partí.

 

Diego Reyes nació en la ciudad de México, donde actualmente reside. Es estudiante de Literatura. Pueden seguirlo en Twitter en la cuenta @Shoegazer99

 

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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