relato por
Santiago Charro

 

A

ntes de la llegada de la modelo que tenía que fotografiar, Enrique preparaba el escenario que le iba a servir de fondo a las tomas. La agencia de publicidad le había encargado unas fotos a realizar en una cocina con sabor a rancio, de aquellas de los años cincuenta, para publicitar una miel pura del campo, preparada en una granja ecológica. Se encontraba ordenando los tarros de miel, de madera oscura, sobre la estantería marrón de la pared de la cocina, al lado de la pequeña ventana, cuando sonó el timbre de la puerta. Apareció la modelo, de unos cincuenta años de edad, morena, con el cabello frondoso, y de mediana estatura.

—Hola, soy Enrique.

—Yo, Ana —y se saludaron con sendos besos en las mejillas.

En el momento de quitarse el abrigo, sobresalió el brillo de un jersey entallado, de color crema. Un olor a perfume encendió a Enrique, quien colgó el abrigo en el brazo de la lámpara que había al lado de la puerta, al no encontrar ningún perchero en su entorno. «Se conserva muy bien para la edad que tiene, pero podría ser mi madre» —pensó, mientras regresaba a recoger su cámara.

—Siéntate, por favor —le dijo él, con temblor en los labios.

«Quizá  no  lleve  sujetador  debajo  de  ese  jersey —siguió cavilando—; los pezones le resaltan como dedales. Calma, Enrique, calma. Acabas de empezar en el oficio; acuérdate de lo que te dijo tu jefe, quien te duplica la edad, sentado con los pies encima de la mesa de la sala de reuniones, con la barriga curvando el espacio; y con voz ronca, áspera: nada de acosos a las modelos, ni de piropos; ni de invitaciones a cenar; porque…, a la primera de cambio te mando al carajo. Esto es un oficio como otro cualquiera, y las modelos no son lo que crees; así que desahoga tu fogosidad juvenil en otros sitios, ¿enterado?».

—¿Qué tengo que hacer, Enrique? —le preguntó Ana, interrumpiéndole los malos recuerdos.

—Es muy sencillo —le respondió él con voz entrecortada, distanciando las sílabas, y aún prisionero del perfume—. Te colocas junto a la encimera —señalándola con el brazo, a unos tres o cuatro metros de allí— y sobre una rebanada de pan, derramas la miel de alguno de esos botes, sonriendo como una mamá orgullosa de sus hijos.

—¿Solo eso? —y se dio la vuelta en dirección a los tarros, mientras Enrique contemplaba acalorado cómo balanceaba rítmicamente cada lado de su culo, insinuantes debajo de la falda negra entallada.

—Y…, y…, alguna cosa más que ya te iré diciendo, a medida que te vaya fotografiando —lo dijo con esfuerzo, sin saliva en la boca, en un tono dulzón—. Ayúdame, Ana, venga, pon la foto esa del abuelo en la encimera…, la de blanco y negro —le dijo para olvidar ese balanceo que había contemplado hacía unos instantes.

—¿Cuál, la que tiene unas banderas? —le dijo ella volviéndose con ingenuidad, como si no hubiera hecho nada malo, inocente conducta que alteraba más a Enrique.

—Sí, esa —le dijo él.

—¿Coloco esta radio antigua aquí al lado, para ambientar…? —le preguntó Ana, poniendo su mano blanca encima de la radio, dejando entrever una piel suave que Enrique se imaginó besándola despacio; recorriéndole el brazo con los labios  pegados  a  esa  piel  dulce,  tierna…; y,  de  vez  en cuando —siguió imaginando—, se detendría, para mover con la punta de la lengua los finos vellos negros, sólo visibles en la cercanía.

—¡Enrique!, ¿me has oído?

—Sí, sí; espera, te ayudo; tiene que pesar un montón esa radio. Al levantarla entre los dos, se rozaron los dedos por debajo.

Al retirarse él, comenzó a enfocar a Ana desde el centro de la cocina. «Está derramando la miel sobre el pan con una sonrisa de ángel; luego, cuando las revele, tendré que borrarle esas maravillosas arrugas de la cara; un momento, ¿qué digo?, ¿qué arrugas?», pensaba Enrique, mientras apretaba los botones de la cámara y se desplazaba de un lado a otro, sin perderla de vista.

—Espera, que te pongo el delantal.

—No, deja, deja, me lo pongo yo, hijo. Además, no es un delantal, es una servilleta.

En ese momento ella derramó un poco de miel sobre la encimera. La recogió con los dedos índice y corazón de su mano derecha y se los metió en la boca, bañados en miel, chupándoselos despacio. Luego, al sacarlos, lamió los restos que no había conseguido tragar.

Enrique temió perder la cabeza al verla limpiarse los dedos de ese modo. Pensó por un instante, a pesar de las advertencias de su jefe, que el gesto que acababa de hacer ella, lo podía considerar como una invitación a desearla, a besarle esos sugerentes dedales, aún sobresalientes a cada lado de su torso, después de levantarle el jersey con ardor y arrojarlo al suelo.

Dudó unos instantes y cuando con la mente ofuscada se dirigía hacia ella, para satisfacer lo que él había estimado como una invitación a besarla, sonó el timbre.

Al abrir la puerta, entró su jefe.

—¿Habéis terminado ya?

—¿Eh?… Me falta una par de tomas —le dijo Enrique, sorprendido.

Su jefe, se dirigió hacia la encimera, precedido de un hedor a alcohol que enterró el perfume femenino, y besó en la boca a Ana, quien le respondió agarrándolo por la cintura y reteniendo el beso.

—No tardes, cariño. Te espero en el bar de abajo. —le dijo él—. ¡Y tú, date prisa! —le ordenó a Enrique.

 

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Santiago Charro del Castillo. Economista y abogado de profesión, es autor de numerosos relatos publicados en antologías de cuentos y en páginas web literarias; asimismo, publicó un libro de relatos titulado Claroscuro.
📧 Contactar con el autor: infomalaga [at] charroyasociados [dot] com

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🖼️ Ilustración relato: Miel, fotografía por fancycrave1 / Pixabay [dominio público]

 

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Revista Almiarn.º 84 / enero-febrero de 2016MARGEN CERO™

 

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