relato por
Luis Pueyo García

 

N

unca pensó que llegaría el momento pero el diez de enero la sentencia, su sentencia, se cumplió. Había esperado en vano que los recursos se sucediesen indefinidamente, que las dilaciones, los retrasos, las sucesivas interinidades en el juzgado acabaran por atascar tanto su asunto que, por arte de birlibirloque, un día todo se hubiera esfumado. Soñaba despierto que quizás en un descuido su expediente se había triturado por error o en aquellas inundaciones de octubre, en alguno de esos sótanos anegados de lodo, se habían disuelto las evidencias, las pruebas documentales. Aunque le doliese, aunque le fastidiase, volver a testificar, volver a empezar de nuevo sería como una tregua y, con un poco de suerte, más pronto que tarde el asunto se perdería en algún cajón. Después esperaría pacientemente la prescripción, una figura que todavía se contemplaba por aquellos días. A eso se agarraba el infeliz. Pero ahora todo había acabado. Tendría que ingresar en prisión, a pesar de su estado físico, de su endeble salud. Que muchos delincuentes salían del talego si estaban enfermos, pero él no era un delincuente cualquiera. Y eso pesaba mucho. Era conocido, su caso era vox populi y las autoridades querían ejemplaridad. Escarmiento.

En aquel tiempo de luchas y tristezas había que agarrarse a lo que fuera. Las necesidades básicas dejaron de estar cubiertas. Ni siquiera el racionamiento había servido, como en otras posguerras, para paliar mínimamente el hambre y el vicio popular. La desesperanza se había apoderado de las personas que moraban aquellos barrios otrora de lujo y ahora simplemente periferia depauperada de las grandes ciudades del país. Tenían aire acondicionado pero no se podía encender por los continuos cortes de luz. Tenían lavadora, secadora, lavavajillas, nevera… pero de nada servía. Habían regresado a un estadio anterior de civilización. Muy de mañana se podían observar a personas cargadas de ropa sucia que bajaban hasta el pequeño arroyo antes contaminado, ahora sucio simplemente. Allí frotaban las ropas contra las piedras de la orilla para asear sus enseres más íntimos. No merece la pena seguir describiendo aquel estado de postración, aquella infamia, ellos, que de jóvenes habían conocido la prosperidad y la burbuja, el despilfarro y la sanidad gratuita.

En una de esas barriadas de edificios de cara vista y cristal, ahora en un estado lamentable, sucios, abandonados, las calles sin baldear, los adoquines de las aceras fragmentados, como puzles descompuestos, en un desangelado entorno urbano como aquel, Enrique esperaba con impaciencia que sonara el timbre de la infamia. Porque era una vergüenza que él, que no había hecho nada contra nadie, sino contra sí mismo, tuviese que ingresar en prisión. Un año antes había decidido, ante lo apremiante de su situación personal y familiar, ante el hambre que sus hijos comenzaban a manifestar sin tapujos, que los juegos y carantoñas ya no funcionaban con aquellos bebés, conseguir algo de dinero de la manera más drástica. Era muy duro para él, un hombre de acción, una persona íntegra y honesta, tener que llegar a ese extremo. Pero quizás era ya la única manera posible de comer, de afrontar por un tiempo, al menos, las deudas pendientes. Y, además, era la única posibilidad que le quedaba a sus hijos, la única opción de que algún día pudiesen estudiar y aprender idiomas para emigrar al mundo desarrollado, ese del que su país se había descolgado décadas atrás. Debía amputarse alguna extremidad.

Pero aquel incidente con el brazo derecho, porque esa fue su última elección, él que no era zurdo y ya no podría escribir jamás, porque quería dejarlo todo, solo obtener el suficiente dinero para los suyos, fue el inicio de una pesadilla todavía más profunda y obtusa que la de la propia amputación. Ahora le amputaban también su vida, a sus hijos, a su esposa, a los escasos amigos que habían podido no emigrar. Ingresaría en lugar sin posibilidad de volver a salir. La condena era a perpetuidad. Nadie podía osar en aquel tiempo atentar contra la hacienda del Estado. Las leyes habían sido modificadas años atrás. La economía primaba y tratar de obtener una ayuda que saliera de las arcas públicas indebidamente se consideraba más grave que asesinar a una persona. Porque, decían los legisladores de aquel régimen, el atentado era hacia toda la nación. Y en una sociedad de emergencia, donde la Carta Magna había sido suspendida sine die por el poder ejecutivo, donde los jueces habían sido suplantados por burócratas del partido, sucedió lo que toda la familia temía: la máxima pena.

Doce furgones blindados se oyeron llegar por la avenida paralela. Después toda la policía de la ciudad, por mandamiento judicial, abarrotaba las aceras de la manzana, como en el último desahucio. Llamaron a la puerta y las últimas lágrimas corrieron por sus ojeras. —Adiós—, se limitó a balbucear mientras esposaban su único brazo, el izquierdo. Enrique, las cámaras de televisión en la calle, perdió la entereza como ser humano. Pero todos veían en directo el escarmiento. El mensaje se entendía de manera meridiana: no se podía ser tullido por necesidad. Nadie podía auto lesionarse. En aquel sistema de control de las masas solo estaba permitido el suicidio.

 

 

relato El Tullido por necesidad

Luis Pueyo GarcíaLuis Pueyo García se dedica a la docencia. Es profesor de Geografía, Historia e Historia del Arte, funcionario del Estado titular desde 2009 y también ha impartido clases de Cultura Clásica y Ciudadanía. Gran lector, en sus ratos libres y, como afición, le gusta escribir relatos breves o cuentos, artículos sobre actualidad: economía, política y también edita una modesta revista de cine.

 

💻 Web del autor:
·De relato: http://reflexionsinimportancia.blogspot.com.es/
·De cine: http://elcinequeyoveo.blogspot.com.es/
·De Urbs Photographica: http://luispueyoperspectivas.blogspot.com.es/

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🖼️ Ilustración relato: pintura (detalle) por Ana González ©
(De su exposición en Almiar VER la muestra).

 

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