relato por
Roelvis Ortiz Núñez

 

I

L

a biblioteca había alcanzado un alto nivel ese año. Ostentaba con juvenil orgullo sus adornados libros, bellas revistas coloridas y modernas computadoras, acariciados todos de un hermoso ambiente, fundido con la elegante sonrisa de los bibliotecarios que satisfechos de su labor reflejaban su felicidad. Todo estaba inmerso en suave paz y armonía.

Con prosélito encomio repasaba diariamente al llegar a la biblioteca la colección de referencia Fernando Bell, bibliotecario de cuarenta y ocho años, cuyo cabello rizo quedaba inmóvil ante su vaivén frente a los libros. Sus bigotes recién cortados dejaban entrever una sonrisa que mostraba su gran alegría después de hojear y revisar cada ejemplar disponible en la vitrina. Mientras tendía la mirada en los ocho tomos de la Enciclopedia Interactiva Océano, últimas de la colección, ubicadas después del Diccionario de la Real Academia Española tomo II, fue llamado por la Directora de la biblioteca, la Dra. María Fernanda de la Rosa, quien con su furente conducta imposibilitó a Fernando culminar su habitual reencuentro mañanero.

La Biblioteca, de paredes de buen cemento blanqueadas con cal y techo de tejas, estaba compuesta por dos subdivisiones medianas, una más grande y otra pequeña. Las dos medianas estaban ocupadas, una por el fondo de libros de estantería abierta o de libre acceso y la otra contenía la colección hemeroteca, mientras la más pequeña contaba con dos computadoras Haier y la más grande poseía veinte mesas y ochenta sillas, denominada esta última Sala de Lectura, en la que se encontraba una enorme vitrina con la colección de referencia.

La directora citó a todos los bibliotecarios para una reunión que constituía más bien una costumbre: repasar histéricamente las medidas de seguridad, haciendo hincapié en la protección de la colección de referencia, insinuando que el único responsable de su integridad es el bibliotecario, aludiendo a un comentario publicado en la prensa que abordaba la pérdida del Atlas del Cuerpo Humano en una biblioteca preuniversitaria, calificando de culpable al bibliotecario referencista, quien por funestas gestiones dio lugar a oportunistas ignorantes. Su voz resultó clara y agradable, pero todos odiaron aquella voz.

Al culminar la reunión los trabajadores irrumpieron en un mar de comentarios en los que aborrecían el tono irónico e imponente de la directora, considerando dicha reunión como un agravio para todos y decían que cada palabra constituía burradas matizadas con aire de desconfianza.

Fernando Bell había guardado silencio y escuchaba con una leve sonrisa en sus labios un poco pálidos. Uno de sus compañeros, deseando escuchar sus opiniones se dirigió a él y pidió su explicación. Al fin se pudo oír su voz agradable y completamente calmada:

—No hay que pelear. Vamos a llevarnos todos bien y a cumplir las ordenanzas impuestas —dijoijo con inquebrantable serenidad. Todo se calmó desde entonces, las palabras de Fernando constituyeron un calmante, pues la verdadera causa de la exaltación era exactamente Fernando Bell, bibliotecario referencista, quien con indescriptible amor acariciaba y protegía su colección; por lo que constituía para sus compañeros una ofensa hacia él las declaraciones de la directora.

Esa misma tarde, minutos antes de cerrar la biblioteca, una estudiante solicitó a Fernando una entrevista, en la que explicó su necesidad informativa, destacando que deseaba conocer algunos detalles de los presocráticos Tales de Mileto, Anaximandro, Anaxímenes, Parménides, Heráclito de Éfeso y Pitágoras. Fernando con gran seguridad e inteligencia comentó que estos filósofos desarrollaron un vocabulario original, sobrio y severo, y agregó que los datos esenciales de esas personalidades se encontraban en la Enciclopedia Interactiva Océano tomo I en la sección correspondiente a la Filosofía Griega. Rápidamente se dirigió hacia la vitrina y comunicó a la estudiante que buscase su carné para realizar el préstamo interno. Mientras separaba las enciclopedias de los diccionarios de la Real Academia Española para extraer la número I su cuerpo se estremeció como un violento sismo, se enderezó de un salto, entreabrieronse sus labios y vibraron las aletas de su nariz. Se pasó una mano por el pecho y un inoportuno pensamiento lo sacudió todo. Movió con violencia la cabeza como para tirar lejos aquellas ideas. De repente, como atraída por sus pensamientos, en ese mismo instante la directora se dirigió hacia Fernando, quien exaltado la interrogó:

—¿Ha  tomado  usted  la  Enciclopedia  Interactiva  Océano  tomo  I?

—Pues, no, ¿qué sucede? —respondió la directora confundida.

—¡No está, directora!, ¡no está!

II

Encendiendo el bombillo, incapaz de volver a exponerse a la oscuridad de la noche, Fernando Bell se preguntó qué iba a hacer. Su conciencia alumbró la suma total de cada uno de sus actos y al pensar una y otra vez en lo sucedido se quedó absorto. Descubrió que había vivido en paz consigo mismo hasta entonces. Pasaba y repasaba asiduamente y sin tregua su vida, sus años, sus días, las horas, los minutos, cada instante, sin que la idea atormentadora de lo acaecido lo abandonara por un solo instante, golpeándole y llegando a provocarle náuseas. Temprano en la mañana caminaba por las calles en una especie de estupor, en un estado de semiconciencia automática, inmovilizadas las ideas en una imagen fija «la Enciclopedia Interactiva Océano tomo I», de la que no podía escapar. Completamente pálido, con gran lentitud, entró a la biblioteca evitando los saludos de sus compañeros y usuarios amigos, con gestos nerviosos no habituales, muy distante de aquel hombre inteligente y cariñoso que a todos encantaba. Al pasar como alma inerte frente a la vitrina, lágrimas brotaron de sus ojos, pero no se detuvo, como ave sin rumbo cierto dirigió su cuerpo tambaleante hacia la sala pequeña donde se encontraba la directora, quien con aire de desconcierto masculló unas palabras de saludo que Fernando no percibió:

—¿Durmió bien anoche? —le preguntó con el tono profesional que apenas disimulaba la indiferencia.

Fernando permanecía inmóvil, semejante a un condenado frente al juez que dictará su sentencia. Solo clavó su mirada en los ojos de la directora como suplicante y a la vez como si fuese la persona que más odiase en la vida. Con el cuerpo y el alma congelados, se apresuró a dejar a su interlocutora, cuando ésta apenas intentaba intercambiar algunas palabras. Procuró moverse con sigilo, aunque no temía a aquellos ojos inquisidores, ni a las preguntas inoportunas. ¿A qué temía?, ¿por qué temía?, ¿por qué aquella inquietud acompañada de una gran angustia?… Ni él mismo podía contestarse. Apoyándose contra la vitrina, sintió la frescura del cristal sobre la frente sudorosa. Había cerrado los ojos para ver mejor, para pensar, o para no pensar, fue entonces cuando volvió a vivir la escena que tanto recordaba desde la tarde anterior (vio que la directora le felicitaba por ser condecorado con el Diploma que lo acreditaba como mejor referencista y mejor trabajador, agregando la siguiente frase para él escalofriante: «usted no va a seguir aquí», con una sonrisa en sus labios que Fernando calificó de egoísta e hipócrita).

Tratando de encontrar un antídoto para aquellos malos pensamientos, Fernando evocó a su Dios y una ola de resentimientos invadió su corazón. Habló para sí mismo, mirando los libros como para que ellos le oyeran: «no he cumplido conmigo. Soy indefenso, he dejado tranquila a esa mujer, a esa usurpadora, a esa sinvergüenza que poco a poco está acabando con mi vida. Pero ahora verá… verá como le hago los días difíciles, la vida insoportable y destruyo sus farsas. Me comenzará a conocer bien, se dará cuenta que no soy el estúpido que imagina, y no le va a gustar, no le va a gustar nada…».

Esa misma tarde al salir la directora entregó a Fernando una misiva que había encontrado encima de una mesa en la sala de lectura. Al llegar a casa Fernando la inspeccionó y se ruborizó más y más cada vez que leía una palabra.

Estimado Fernando Bell:

Nunca imaginé que me doliera tanto dañarte así. Fue un gran error de mi parte tomar sin su consentimiento la Enciclopedia Interactiva Océano tomo I; pero la necesidad se impone ante lo indebido. Ahora me doy cuenta que lo hice por míseros intereses que no puedo explicar. He decidido acudir a usted porque mi conciencia me condena tanto que ya no quiero vivir; pero al menos quiero implorarle a usted, arrepentidamente, perdón por mi indigno comportamiento.  

                                          Adiós, querido amigo.

El mensaje venía impreso y no daba pistas. Como para convencerse a sí mismo, tratando de acallar aquel confuso vaivén de sus sentimientos, exclamó en alta voz con rabia: «¡Dios mío, estoy enfermo del alma!, ¡cómo puede ser posible!, ¡detesto a la maldita, sí, sí, la detestooo!».

III

La luna parecía danzar locamente en medio de las blancas nubes que corrían en el firmamento perseguidas por el viento. La casa, los muebles, la cama; todo parecía fantasmal, como bañado en misterio, en soledad y cierta dulzura sedante. Fernando permanecía sentado sobre un ancho sillón de suave esponja, mirando embelesado a su mujer, durmiendo profundamente sobre la cama. De pronto se inmovilizó en el silencio despierto. Su imaginación lo llevaba una y otra vez a la biblioteca y de repente se encontraba frente a la vitrina, frente a su colección. Sus manos comenzaron a frotarse una y otra vez con nerviosa rapidez y su cuerpo rígido fue tomando una coloración rojiza que lo llevó a profesar con fría tonalidad: «¿pero, hasta cuándo tendrá su máscara?, ¡hasta mañana, claro, todos me creerán!». Acomodado en su lecho miró hacia el reloj de pared colocado en frente del armario y descubrió que eran las tres y treinta ante meridiano. Se cubrió con la sábana e intentó dormir tratando de concentrar sus pensamientos en la lluvia con viento y truenos que acompañaban la madrugada.

Temprano en la mañana Fernando transitaba por las calles acariciado tibiamente por el sol. Al llegar a su trabajo entró como vacas al matadero sin una pizca de deseo y con gran peso en su alma, sin prestar atención a los calurosos saludos que tenían preparados para él sus compañeros. Insistentemente uno de ellos se interpuso en su rápido, aunque apagado movimiento y le dijo con delicia:

—¡Buenos días Fernando! Muy oportuna su llegada, porque le tengo buena noticia, ¡bueno, al menos eso parece!, es un indicio más, mire, encontré este recorte en la sala de atrás donde está el fondo de libros, encima del primer estante. Tome, es a usted a quien más le incumbe, yo seguiré allá atrás donde está el fondo de libros, encima del primer estante. Tome, es a usted a quien más le incumbe, yo seguiré allá atrás —Fernando contestó el saludo, pero su semblante no cambió. Para él era una ficha más del juego, un lazo más de la trampa.

Se trataba de un recorte de hoja con letra mecanografiada que contenía un mensaje muy pequeño resaltado con letra mayúscula: «PRONTO LA DEVOLVERÉ, YA NO IMPORTA NADA, SOLO QUIERO PAZ, PAZ PARA MI ALMA. YO SOY, YO SOY».

Todo le pareció a Fernando una burla cruel, y sin pensarlo dos veces, rompió en disímiles pedacitos aquel pedazo de papel. Con los ojos chispeantes se dirigió casi corriendo a la sala pequeña donde radicaba la directora, quien se desconcertó mucho al ver el rostro increpante que a ella se presentó. A punto de explotar, Fernando le dijo con repugnancia:

—¿Qué me puede decir de esto? —y mostró las migajas de papel que conservaba en sus temblorosas manos.

Hacía todo como mecánicamente. Hasta esta frase que acababa de decir, había sido pronunciada así, sin dedicarles un pensamiento fijo, porque sus ideas parecían no estar puestas en sus acciones. Estaban todas confusas y alborotadas. Todo lo hacía maquinalmente, alejado a plenitud de sus cabales, como fuera de la realidad, porque la realidad la llevaba dentro, aunque un poco extraviada. En medio de aquel tumulto interior, en su subconsciente, se erguía siempre Fernando, tranquilo, inteligente, evasivo, cariñoso, a veces hasta tonto, pero siempre cuerdo. Un demonio oculto e irónico, burlón, tentador, parecía robarle su paciencia, su cordura y parecía sugerirle con insistencia: «ella es la culpable de tu amargura, ella lo planeó todo, está claro». Pero en medio de tantas ideas meditó: «no debo descartar tan malos pensamientos y tentaciones, porque esto me está sacando de mis cabales. Debo refrescar mi mente, pensar estratégicamente, usar mis experiencias. ¡No, no debo seguir! Debo rezar, rezar mucho para que Dios me ayude». Y con los pies ágiles y la cabeza hecha una tremolina, una confusión de pensamientos, deseos y tentaciones, salió del local sin esperar siquiera los comentarios de la directora, quien espectral quedó sin palabras.

Fernando fue calmándose. Cerró los ojos y fue cayendo en una especie de ensoñación. Minutos después, ya había recuperado su equilibrio emocional. Tomó una pastilla acompañada por un poco de agua que bebió a pequeños sorbos. Cerró los ojos y se dijo: «no es lo correcto, debo esperar, pero ¿cómo he llegado a tal extremo?». Soltó un sollozo ronco, reprimido, y sintió tremendos impulsos de llorar, como cuando era niño y su madre lo consolaba con un murmullo de palabras cariñosas. Tragó fuerte para deshacer aquel nudo que se le trababa en la garganta y meditó: «no puedo llorar, tengo que ser fuerte; nadie debe descubrir este remordimiento que me consume, tendré que dejar que siga haciendo de mi mal su bienestar, Dios hará justicia».

IV

Fernando era obsesivo por naturaleza y su pasión por los libros se había vuelto un tormento, una idea fija, una desesperante obsesión que lo mantenía como prisionero en ardientes tenazas: las caricias de sus libros, la seguridad de poseerlos, de cuidarlos y sobre todo la inmensa sensación que experimentaba cada vez que ofrecía un servicio lleno de amor, rebosando de felicidad cuando sus usuarios se marchaban alegres y satisfechos, convencido de que su colosal labor contribuía a la superación, a la formación, a la instrucción y a la construcción de miles de sonrisas. Toda esa obsesión apresada en su corazón fue la que le cambió la vida desde aquel hurto, Fernando perdió aquel día un pedazo de su enorme corazón y sabía que no podía vivir sin él, solo lo mantenía vivo aquella intuición, aquellas ideas dominantes que aplastaban su pérdida y le daban una esperanza, un suspiro, un poco de luz. Esa misma tarde sin saber cómo, apareció una carta, un poco más extensa, dirigida a Fernando Bell, quien la examinó detenidamente.

Fernando Bell:

Ruego a Dios constantemente que no me deje morir. Nunca en mi vida supe lo que es arrepentimiento hasta hoy, jamás he sufrido tanto, no puedo morir así. Imploro su ayuda, confío en su misericordia. Sus amigos ya me han avergonzado y no soporto más. Ellos me gritan, me insultan, me torturan y hasta me golpean. ¿Por qué no me lo dijiste, si fuiste siempre mi amigo? Nunca supe que contabas con ellos, me engañaste, me explicaste que solo eran sabios griegos y todo era una farsa, me persiguen, me molestan, no me dejan dormir. He sido sometida a incalificables vejámenes físicos y morales que jamás quiero recordar. Soy un monstruo perverso, debo perecer bajo las llamas del infierno. He agonizado tanto que ya no quiero vivir. Por eso, porque sé que no merezco esta vida y siento desfallecer, le imploro profunda y sinceramente perdón por mi injusto atrevimiento, esperanzada de que me lo otorgue, le aseguro que la Enciclopedia de su colección está íntegra y pronto llegará a sus manos.

                                          Adiós, querido amigo.

Esta vez la carta venía manuscrita, con grandes alteraciones en los trazos como si hubiese sido redactada por manos temblorosas e inseguras. Fernando se estremeció en su totalidad, su asombro fue ahora mayor que el experimentado con el hurto que cambió su alegría en lamento. Pareció desconcertado y comenzaron a atormentarlo nuevas ideas. Un pesado escalofrío recorrió todo su cuerpo y desaforadamente salió corriendo de la biblioteca. Mientras corría por las calles rumiaba sus desatadas dudas: «si eso fuera verdad… si lo fuera, y debe ser; ahora comprendo muchas cosas. ¡Pero, qué estúpido soy!».

El firmamento se había puesto súbitamente gris con nubes que el viento llevaba y traía, nubes oscuras, confusas, cargadas como el alma de Fernando Bell. Se habían abierto sus ojos y tenía casi certeza de lo que estaba sucediendo en el lugar al que se dirigía. Estos pensamientos aumentaban su velocidad. Se preguntaba entonces: «¿hasta dónde habrá llegado?». A todo le encontraba un significado. Todo cobraba ahora importancia y una gran amargura continuó invadiéndolo, llenándolo de vergüenza, dolor y terror. De repente, bruscamente paró su esforzada carrera. Se contrajeron sus cejas sobre la frente encendida. Empezó a hablar consigo mismo: «ella se cree estar sola, o tal vez acompañada de esos monstruos que dice ver, no se imagina que puedo estar aquí, que puedo sorprenderla, pero, cómo entrar, lo haré por atrás, sí, saltaré el muro y entraré, ya estoy cerca, me meteré por estos matorrales y pasaré». Cumpliendo sus ideas al pie de la letra se encontró frente a una pequeña puerta de madera, la cual se encontraba semiabierta y correspondía a la parte trasera de una casa conformada por mampostería, coloreada de verde, a la que entró rápidamente. Con muy mal presentimiento le echó un vistazo a la sala en la que pudo observar un gran desorden, pero no logró visualizar su objetivo. Inmediatamente se dirigió hacia una habitación pequeña, cuya puerta estaba completamente abierta. Cuando penetró volvió a sentir aquel escalofrío que la agitación había calmado y que ahora lo dejaba en un solo temblor. Sintió que se desvanecían sus fuerzas, pero en medio de su desesperación se dijo: «no, no puedo dejarla así, tengo que ser valiente» y sacando fuerzas de toda su alma continuó sus acciones y auxilió a la muchacha que completamente pálida yacía tendida en el piso.

V

¡Un infarto!, fue el primer pensamiento que conmovió a Fernando. Se enderezó aterrado para levantarla y tenderla encima del sofá. Pero en ese momento comprendió que la joven no estaba muerta, ni grave, estaba herida su conciencia, trastornada su memoria, pues cuando se disponía a ayudarla, su cuerpo inmóvil recobró vida y sollozando con enormes chillidos se arrastró hacia él, aterrorizada, tomó sus manos e imploró vociferando:

—¡Usted tiene que ayudarme…, solo usted puede hacerlo…, nadie sino usted…! ¡Voy a morir, voy a morir, no tengo fuerzas, ellos me quieren matar, no aguanto más, mira, mira, ahí están, los ves, me insultan, míralos: Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Parménides, Heráclito, Pitágoras! ¡No me atormenten más, quiero morir, ayúdame, ayúdame Fernando!

—Pero, naturalmente, Lidinka, yo estoy aquí para ayudarte. Por favor, tranquilízate —agregó Fernando mientras bregaba duramente con la joven desesperada. Lidinka se agarró de él y lo aprehendió con sus débiles brazos.

Realizadas con rapidez todas las gestiones pertinentes, Lidinka Santana fue enviada al Hospital Provincial, en el que fue remitida urgentemente con el médico psiquiatra. Horas más tarde se daba a conocer un diagnóstico en el que se informaba que la paciente había sufrido una alteración de la percepción denominada «alucinación», cuyos síntomas reflejaban la visión de sujetos y objetos irreales, así como sonidos y voces inexistentes. En la parte final venía una pequeña nota que decía: «Esta joven ha sido una prueba irrefutable del poder que posee la conciencia como juez más severo del ser humano».

Fernando regresó a la biblioteca con paso ligero, voz melodiosa, brillante sonrisa. Aquella tarde se sintió ser Dios, lleno de bondad y de justicia; su frente brillaba pura como la mañana y en sus ojos se reflejaba el arco iris de la dicha; se sentía colmado de riquezas y abundancia, dueño de las frutas, el vino, los manjares, embriagado de amor, afable e indulgente, triunfante, feliz. Traía entre sus manos el comienzo, el centro y motivo de su dicha: la Enciclopedia perdida. Después de tres días interminables de amargura, vergüenza y sufrimiento, Fernando Bell había logrado sobrevivir, volvió a ser el mismo de antes, renació en él nuevamente su pasión, su amor, su sonrisa, sus caricias, su carisma; volvió a ser dichoso. Como el pastorcillo que alegre regresa con la oveja perdida en sus brazos, regresó este hombre radiante de paz, gestos alegres y felicidad. Saludó a todos sus compañeros, amigos, usuarios conocidos y a sus tesoros, esos que llenaban su espacio, sus expectativas, sus sueños, esos que constituían su mayor riqueza: sus libros.

Todos quedaron contagiados de felicidad, despedían esta jornada laboral, esta que marcó un nuevo hito en la historia de sus vidas. La directora esperaba pacientemente en la salida de la biblioteca, llamó sonriente a Fernando y le dijo:

—¡Muchas  felicidades!,  eres  especial.  De corazón, te felicito —le dijo llena de esperanza sincera.

—Gracias, gracias —respondió Fernando—. Pero le debo una disculpa, estoy muy arrepentido y avergonzado. Lamento mucho mi confusión, confieso que pensé algo horrible con respecto a usted y por ello actué así, indiferente, con odio y hasta locamente. Ya usted debe saberlo, la causa fue una mala interpretación. Pensé  que en aquella ocasión, cuando fui condecorado con el Diploma como mejor referencista y trabajador, aquella frase suya «usted no va a seguir aquí», estaba cargada de envidia, odio y rechazo hacia mí, por lo que no dudé que usted hiciese lo necesario para destruirme y sacarme de aquí. Al suceder este robo, a mi memoria llegó la insoportable idea de que usted lo había tramado todo para acabar con mi felicidad y destruirme, hasta el punto de abandonarlo todo. ¡Qué horror! ¡Por favor, discúlpeme!

Fernando cayó de rodillas ante la directora y suplicante sus ojos se humedecieron, brotando de ellos dos lágrimas arrepentidas. La directora tomó sus manos temblorosas, lo ayudó a retomar su posición anterior y le dijo sollozando:

—No te sientas culpable, te comprendo, no olvides que somos humanos y es propio de nosotros el equivocarnos, pero hay algo más importante aún, algo que inspira los éxitos humanos, que es de sabios: rectificar. Sé que eres el mejor y de eso estoy convencida, satisfecha, orgullosa de contar con un talento humano como tú. Con aquella frase quise decir que mereces una institución más alta, más noble, pero ya me di cuenta que fue un error absurdo, porque está aquí lo que tú amas, lo que cuidas, lo que apasionadamente viste crecer, lo que cubre tus aspiraciones, lo que te hace feliz. ¡Ves Fernando, todos nos equivocamos!

Y sin agregar más nada ambos se abrazaron con fuerza, sintiendo nuevo aliento y se marcharon juntos intercambiando palabras y sonrisas.

VI

Dos meses después el pasillo de la biblioteca estaba abarrotado de trabajadores, estudiantes, profesores y personas de disímiles lugares. Celebraban ese día, treinta y uno de marzo, el día del libro cubano. Fernando y la directora se habían encargado de programar una peña especial. Entre las caras alegres del público presente podía visualizarse la de Lidinka, quien tuvo una participación destacada, presentado algunos consejos útiles para cuidar los libros. Fernando clausuró la actividad con las siguientes décimas, cuya inspiración se encontraba en uno de los hechos más trascendentales de su vida. Fernando presentó:

Las voces de la conciencia

Invito a reflexionar
a los que aquí presentes
comparten como expectantes
este momento sin par
para juntos celebrar
este día tan galano
día del libro cubano
que con enorme placer
 se complace en ofrecer
honor a ese bello hermano. 

Yo no les quiero cansar
hablando con demasía
pero hay algo que sería
imprescindible mostrar
no hay libro para jugar
todos forman un tesoro
y cuidarlo como el oro
es tarea general
porque quedará muy mal
quien cause su deterioro.

Ahora quiero comentar
un hecho que aconteció
cuyas secuelas dejó
para muchos lamentar
sucede que por hurtar
de la biblioteca un libro
perdió todo su equilibrio
una joven inconsciente
trastornándose su mente
¡pues sí!, por robar un libro.

Muchos queremos lograr
con enorme precaución
conseguir la salvación
de los libros y llegar
a todos incorporar
a esta batalla de ciencia
para cuidar la conciencia
de los que por ser vulgar
le atormentan sin cesar
las voces de la conciencia.

La actividad culminó con aplausos, abrazos y sonrisas. Fernando volvió a contemplar con pasión su tesoro, sonriente, satisfecho, lleno de alegría. Lidinka continuó siendo su mejor amiga, esta vez, unidos por un mismo broche: el amor a los libros. Ella inhalaba un aire puro, se sentía casta. Esta vez, su conciencia estaba limpia, cubierta de perfectas melodías y voces angelicales: las voces de la conciencia.

arabesco relato voces conciencia

Roelvis Ortiz Nuñez


Roelvis Ortiz Núñez
Profesor del Departamento Ciencias de la Información del Instituto Superior Minero Metalúrgico de Moa. Provincia: Holguín (Cuba).
@ Contactar con el autor: rortiz [at] ismm.edu.cu

Ilustración relato: fotografía por Pedro M. Martínez ©


Biblioteca relato Roelvis Ortiz Núñez

TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

Imagen relato Roelvis Ortiz Núñez Los burros, por Ivette Guevara. En Margen Cero (Cuentos 4 – 2003)
Cuentos Un día de combi Un día de combi, por Juan J. Sandoval Zapata. En Margen Cero (Relatos 6 – 2006)
El mundo y la mariposa (hiperbreves), por Emanuel S. H. Marín. En Margen Cero (Relatos 6 – 2005)

Revista Almiarn.º 62 / enero-febrero 2012MARGEN CERO™

 

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