De las peripecias de un pitillo

Xavier de Tusalle

Pues sepan vuestras ingratas mercedes que cada uno expulsa lo que ingresa o, por mejor decir, lo que de suyo contiene entre pecto y espaldares, que es como ubicarse en los despropósitos sin antes y sin después de los fondos sin retorno y arte olvidar.

Ahora soy una colilla. Me consumo en el transcurso de una combustión chabacana. Pero antes de liberar el ánima que, colilla y todo, me anima, quisiera contarles el discurso de mi breve vida.

Vi por primera vez la luz el día que se abrió la cajetilla donde había sido embutido de modo unilateral y mecánico. Así que fue como abrir el cascarón y recibir los exabruptos de la tormenta a guisa de recibimiento y bienvenida. Lo que quiero decir es que me encontré de repente con un fogonazo que se me pegó a las partes inferiores, al tiempo que me sentí succionado y recorrer mis entresijos un humo caliente e incómodo que me incomodó sobremanera; aunque, por ser de mío vegetal y poco dado a las verbales manifestaciones, decir, decir, lo que se dice decir, más bien no dije nada.

De haber tenido la oportunidad de expresarme con la virtud que los labios tienen —cuando no envuelven, de manera harto desvergonzada y altanera, los vermiculares cuerpos y cilindrines de los de mi especie—, combinados con la hueca boca y la viajera lengua —que mucho se mueve y poco avanza—; expresar, como voy diciendo, hubiera expresado mi fuga y descontento de haber nacido producto de combustión y artes fumatorias, que es como destilar orines y no encontrar el rastro humedad de las gotas.

En definitiva, mi vida nació —fue prendida— en una galería de alimentación, delante del puesto 73 «Congelados Martínez», por lo que puedo recordar, que es poco, debido a que se me asfixian las memorias. Eso de nacer brasa y promesa de futuras cenizas, teniendo delante el hielo de vida que todo lo conserva, se me antojó poco providencial, pues de buena gana me hubiera trocado por una de esas pescadas tan bien entradas en sus frescas antártidas y regiones polares, forradas de cómodos y rigurosos helechos. Pero el hecho es que no, lo mío no fue cosa de alborozos sino de muy serias y en extremo horneadas enjundias.

Mas no acaban aquí las desdichas de mi desafortunada existencia, no, pues tan sólo estamos al comienzo. Cuando uno empieza a agitarse en la vorágine de la vida; quiero decir que cuando a uno se le acerca la fatídica llama que le llama a uno a vivir tan sólo unos instantes antes de la consunción definitiva; echa humo y eso ¡porca miseria! a unos les encanta mientras que a otros les produce vértigo.

La existencia es un penduleo constante entre las dualidades.

De modo que no sólo tuve un infernal natalicio sino que, además, vine a traer guerra y no paz. Y les contaré el caso.

Mi fumador, éste que ha dado principio al fin de mis días; besándome, sobándome, mordiéndome y paseando mi humo espíritu a través de sus fosas nasales como si en ello le fuera la vida, observaba unos apetecibles lenguados y hacía cálculos entre sí al tiempo que dejaba escapar abundantes humaredas que colmaban el ambiente. Una señora de aspecto endeble le da un codazo, a mi modo de ver, harto elocuente, y ya iba a decirle algo bien dicho mi fumador cuando una segunda sale en su ayuda.

—¡Qué güevazos tenemos, coña! ¡Podía tener la decencia de echar el humazo para otro lado!

—¡Pero, señora… !

—¿Es que está usted ciego, caballerete, no ve los carteles que prohíben fumar? —tercia una tercera—. ¡No, si la gente joven cada día está más agilipollada!

—Y tiene menos vergüenza —añade una cuarta al tiempo que carraspea y lanza luego un gargajo contra los baldosines del suelo.

—¡Oigan! Una cosa es…

—Haga el favor de no alborotar, caballero —proclama la pescadera exhibiendo una hermosa pescadilla de ración con gesto amenazante—, si no le gusta lo que hay por aquí váyase a otro lado.

Mi fumador, que va buscando comida y no gresca, se aparta un poco pero, al parecer, con tan mala suerte que pisa a una señorita de aspecto oficial, dejando caer —sin mala intención, por supuesto— un montoncillo de ardiente ceniza allende el escote. Ni corta ni perezosa, le suelta un mandoble directo a la mandíbula que le hace trastabillar, y yo, que estaba tan a gusto hace un rato en mi cajetilla, sin meterme con nadie, salgo disparado por los aires, cruzando un bosquecillo de cabezas —ora calvachochas, ora pobladas y multicolores—, yendo a aterrizar cerca del desagüe de la verdulería de enfrente. Un niño se agacha y me recoge con gran curiosidad, entonces oigo:

—¡Quita, niño! ¡Caca! ¡Caca!

Debe ser la mamá que, encima, me propina un manotazo que casi me arranca la pava.

Bueno, éste, además de ser un mundo que oscila entre sus polos de una manera estúpida y con gran pérdida de inocente energía, raya la impostura. ¿Qué culpa tendrá uno?

Ahora he rodado un poco y me parece que estoy bajo el arco de un tacón femenino. De seguro que pertenece al gracioso pie de la jugosa pierna del espléndido cuerpo de una magnífica y bella mujer. ¡Ay, y uno se está quedando en la colilla!

¡Pero bueno! Ahora se me acerca un tipo, que tiene toda la pinta de ser un vagamundos; de esos de barbas infinitas, maneras libres y desusadas, barrigas prominentes y pocos ascos.

—¿Me permite, señorita? —dice a la del tacón, apartándola suavemente.

¡Ajá! Me ha echado el ojo. ¡Mira! El que parece el novio de la otra le pone una cara que ya, ya; y enfrente, las de la pescadería la están emprendiendo con un individuo que tiene un zaborro habanos entre los labios. Los novios cuchichean, pero el vagabundo me chupa con fruición y desmesura.

¡Ay, qué poco voy a durar! Con lo bien que estaba yo en aquellos campos recibiendo la caricia del sol y la grata lluvia; aunque, aquel líquido que me echaban —creo que era insecticida— me sentaba fatal. Me daba como una especie de náusea. Total, ¿para qué vale la vida de uno? Para acabar siendo ingerido, chupado, violado, inhalado y escarnecido por estas voraces gentes, de una u otra manera; que igual le transforman a uno en tabaco rapé que vinagrillo, colorado que cucarachero; lo mismo para ser sorbido por vía nasal —tan llena de trabas y mucosidades— que para ser quemado en una cazoleta de madera de brezo, de cristal, de espuma o de porcelana.

¡Vaya! El vagabundo se ha subido en una caja de hortalizas y está soltando un discurso. Me encuentro en una posición bastante elevada, menos mal que no padezco de vértigo.

—¡Por Cristo! Sepan ustedes que el humilde cigarrillo es primo hermano del aristócrata puro; y lo que es puro, aunque haya devenido purillo, ¿cómo va a contaminar? ¿Qué es, al fin y al cabo, un poco de noble humillo comparado con el nauseabundo smog que invade nuestras calles?

La verdulera está echa una furia; viene con un manojo de gruesos cebollinos y resoplando como una locomotora de las antiguas. Desde luego, está que echa humo: a lo mejor también es fumable.

Un guardia municipal aparece muy oportunamente y pone un poco de orden —o, al menos, lo intenta—, indicando claramente que está prohibido fumar en sitios públicos y cerrados; y, a pesar de que en este momento no lo recuerda, probablemente también en los abiertos. De todos modos —asegura—, lo que sí está totalmente contraindicado es increpar a las gentes desde una caja de acelgas.

—¡Haga usted el favor de bajar de ahí, payaso! —agrega rematando su autoritario discurso.

—Vaya, la libertad no es compatible con los púlpitos improvisados —protesta el vagabundo.

—Señor, está usted interrumpiendo el orden público…

La verdulera, acompañada por dos de sus hijos —dos descerebrados y hercúleos mozalbetes— se decide a lanzar una cebolleta rumbo a la cabeza del desarrapado orador; los mozos, sin embargo, se decantan por sendos y hermosos calabacines.

—¡Querrá decir, señor guardia, que el desorden público me interrumpe a mí! —exclama el vagabundo llevándose las manos a la cabeza.

Como era de esperar, la cebolleta —¿o ha sido un calabacín?— me arranca de los labios del charlatán y voy a aterrizar junto a un higadillo de pollo que yace exangüe en el suelo. Veo algunos entresijos, aquí y allá, pedazos de callos blanqueados, aristas de criadillas, ojos de cordero, sangre, humores derramados y grasa. Me parece que he ido a caer en la casquería, y esto no es de buen agüero.

¡Con qué rapidez transcurre el tiempo! Me estoy quedando en el filtro; al final, sólo seré un recuerdo de ceniza. ¡Hola! Al otro extremo diviso a un hermano en humo ¡y es negro! ¡Por todas las nicotinas! Poco se puede hacer ya, el pobre, ni siquiera tiene filtro; era un hermano menesteroso, casi desnudo; ahora, por fin, totalmente deshumado, espíritu ceniza, ya no podrá ser chupeteado ni escarnecido.

Repose en paz.

Uno no es más que el usufructo de sí mismo; dentro de un ratito, dejaré un ligero rastro apenas perceptible. Ya estoy en el filtro. El propio paso del tiempo, la propia vida, se encarga de borrar las huellas de nuestra existencia. Uno no es más que el usufructo de sí mismo y habiéndose disfrutado con plenitud, imagino que pasará a formar parte de su particular totalidad eternamente.

(De El álamo amarillo, 2003-2005)

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XAVIER DE TUSALLE, es el seudónimo del escritor Javier Estévez Lozano, quien preside la Asociación CIÑE (Círculo independiente Ñ de escritores). Ha publicado los libros Todos buscan desde siempre al rey (2006) y El álamo amarillo (2005), ambos en Ed. Mandala&LápizCero.

WEB DE CIÑE: www.lapizceroediciones.es/

Ilustración relato: Cigarette butts and ashes, By Edinaldo do Espirito Santo (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.


Monográfico publicado en Revista Almiar con motivo de su V aniversario (2006)

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    Revista Almiar (2006-2020)
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