El deshaucio
Lluís Edo Marzal
Metido como estaba en un descenso
vertiginoso, no parecía prudente malgastar el tiempo en absurdas
reflexiones sobre los cómos, y sí orientarse urgentemente hacia los
porqués. Santiago R., era un hombre solo, que no solitario, uno de
esos seres humanos anónimos para la sociedad, aunque familiares para
su entorno inmediato. Un hombre de trato afable, educado y hasta divertido
cuando los nubarrones de su cielo interior se retiraban y el anticiclón
emocional le concedía una merecida tregua. Vivía en compañía de una
pareja de agapornis tan escandalosos como inusualmente obedientes
a las órdenes de su dueño. Sus padres habían fallecido hacía unos
años por distintas circunstancias, él de un ataque fulminante al corazón
que le dejó seco mientras dormía la siesta, y ella de pura y simple
tristeza por la desaparición de su media naranja. Santiago, a su vez
divorciado emérito de una mujer atolondrada, a la que no consiguió
nunca encajar en los preceptos maritales por ser hembra montaraz y
poco gozosa, vivía por los pelos como muchos de los pensionistas que
comían en el hogar social. El dinero que el estado le ingresaba puntualmente
cada fin de mes le obligaba a vegetar en la cuerda floja. Por eso
andaba siempre haciendo malabarismos con los euros, porque si hasta
la tercera semana el negocio pintaba bien, siempre se metía en la
cuarta con escalofríos y llegaba al siguiente ingreso con la lengua
fuera, boqueando como un pez al que le niegan el aire propicio. Así
venía sucediéndole desde que le invitaran a jubilarse anticipadamente
por prescripción médica y un salvaje expediente de regulación. Tuvo
la suerte de heredar de sus padres el arrendamiento del piso donde
vivía con los pájaros, y que por tratarse de un contrato de renta
antigua pagaba muy poco cada mes, lo cual explica por sí sólo que
le alcanzara, aunque in extremis, hasta la siguiente paga. Y así hubiera
seguido sucediendo de no ser por la primera carta que en mala hora
recibió, firmada por el administrador del inmueble, un tal Honorato
Balcells, donde le comunicaba en pocas palabras, que la finca había
sido adquirida por otro propietario y en consecuencia, siguiendo al
pie de la letra las instrucciones del nuevo dueño, le exhortaba encarecidamente
a buscarse otra residencia, porque el susodicho mandamás quería adecuarla
a los tiempos especulativos presentes y sacar jugosa tajada con su
venta. Aquella misiva le golpeó en la boca del estómago con tal fuerza
que Santiago perdió el conocimiento por espacio de una hora; cuando
despertó lo hizo ya instalado en su familiar estado depresivo, con
una borrasca de no te menees descargándole en la cabeza. Pero aún
siendo aquel primer mensaje la confirmación de un desahucio anunciado,
no es menos cierto que los problemas se arrastraban desde más o menos
un año, tiempo en que sus vecinos fueron claudicando y marchándose
hartos de los cortes de luz, la falta ocasional de agua corriente,
las intimidaciones, los robos continuos... Fue un goteo incesante
de abrazos y despedidas llenas de lágrimas, moqueos y afectos a flor
de piel. No era para menos, muchos habían nacido allí como el mismo
Santiago y sus vidas sencillas impregnaban elocuentemente cada rincón;
cada centímetro cuadrado de descorchados albergaba una historia personal,
cada peldaño de aquella marmórea escalera que ahora cruza como una
exhalación, había desgastado la suela de muchos pares de zapatos.
Tras ese año que duró la forzada diáspora, Santiago se quedó solo
en el inmueble y tuvo que acostumbrarse a las velas porque la electricidad
dejó definitivamente de acudir a los interruptores, secuestrada también
por la avaricia del desconocido propietario. Por la noche escuchaba
ruidos de pasos procedentes de las viviendas vacías como si los fantasmas
de sus vecinos acudieran a comprobar que todo seguía en orden. Luces
de potentes linternas, que en ocasiones trasteaban aquellos espacios
sin vida, se colaban furtivamente por debajo de las puertas y creaban
extrañas formas luminosas que se proyectaban caprichosas en las paredes
de la escalera. De todo eso era mudo testigo Santiago, que asomado
a las alturas de su séptimo y último piso contemplaba temblando el
fantasmagórico espectáculo armado en evidente desventaja con bata
y pantuflas. Un día sí y otro también, recibía la visita de unos matones
con aspecto de ejecutivos que aporreaban la puerta de su domicilio
hasta que el viejo inquilino rompía a llorar y a suplicar desde la
indefensión de sus años y la penumbra de sus miedos. Implorábales
el huérfano su perdón porque no tenía ni a dónde ir, ni parientes
que le acogieran, ni hijos que le consolaran. Y tanto rogaba el bueno
de Santiago a aquellos gorilas de gris y corte de pelo germánico,
que paulatinamente fue perdiendo la voz y adquiriendo una ronquera
imposible de suavizar. Cuando en raras ocasiones se aventuraba a salir
a la calle para hacer las compras, amparado por la luz del día que
iluminaba cenital los rellanos desde la claraboya, pensaba que no
lograría sortear el umbral de la portería sin antes interponerse fatalmente
al filo de alguna navaja; y cuando regresaba, a menudo reconfortado
por las palabras de consuelo de alguno de los tenderos, y se enfrentaba
a la cruda realidad de las alturas, al desafío de los siete pisos
cuesta arriba, y a la incógnita de la invulnerabilidad de su domicilio,
su ánimo, apenas apedazado por la solidaridad vecinal, volvía a naufragar
en la ventisca de una inmensa depresión. De buena gana se hubiera
dejado cazar por aquellos energúmenos encorbatados que tanto empeño
demostraban en cumplir las órdenes del propietario, pero sabía que
rendirse era ocupar un portal en la calle y en consecuencia quedar
a merced de esas bandas juveniles que asesinan mendigos por puro divertimiento.
Y no fue hasta que esta segunda carta remitida desde los juzgados,
se colara furtivamente por debajo de la puerta, que el hombre se desmoronó.
Ya no le quedó espacio para la esperanza, ni fe en la justicia que
pudiera impedir el acto precipitado, cuyo desenlace extremo se ha
postergado para mejor conocimiento de las causas. Inútil es sin duda,
como ya se dijo en su momento, preocuparse por los cómos, que el método
de tentar al vacío es en sí mismo, tan sencillo, como evidente lo
es la ley de la gravedad que nos gobierna. Dicen los que entienden
de estas cosas, que cuando estamos en trance de muerte toda la vida
desfila por un instante ante nuestros ojos, conduciéndonos de la mano
por un estrecho túnel, en cuyo final una luz cegadora nos aguarda
con los brazos en cruz. Pero el pobre Santiago, en contradicción con
esa creencia popular, se sumergía en un pozo ciego que no parecía
tener fin ni luminaria que le mostrara sus límites. Desacelerado sólo
por exigencias de la ficción, se abatía en cámara lenta desde su séptimo
cielo camino de reventar en solitario sobre el duro terrazo del rellano.
No le dio tiempo a más, que ya bastante hemos estirado los segundos
en explicar lo absurdo de aquella caída libre, como para agregar más
preámbulos a lo inevitable. Por lo tanto sin más dilaciones llegó
al final de esta breve historia de desencuentros entre la realidad
y el artículo 47 de la Constitución Española, con el estruendo seco
de órganos en colisión y el consecuente desparrame de sangre inocente.
El derecho que todos los españoles tenemos a disfrutar de una vivienda
digna y adecuada, sonó a cuento chino en la semioscuridad del vestíbulo.
El desalojo ordenado por el juez se había cumplido a rajatabla. Santiago
R., el último inquilino del inmueble sito en la calle Hospital número
280, escogió la línea recta por ser la distancia más corta entre dos
puntos y emigró a otro barrio del que jamás conseguirán ya echarle.
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LLUÍS
EDO MARZAL
nació en Barcelona,
en 1956. Licenciado en Comunicación Audiovisual por la Universidad
Autónoma de Barcelona, Master de Fotografía en la Institución de Estudios
Politécnicos (IDEP), Master de Vídeo y Televisión en el Centro de
la Imagen (CEI), estudios de Interpretación en el Instituto del Teatro
de Barcelona. Ha trabajado como operador de cámara en spot
televisivos, redactor de informativos televisión local, corrector
del suplemento Vivir en Barcelona del periódico La Vanguardia
y lector y corrector de guiones cinematográficos para la productora
Lola Films. Tiene escritas dos novelas cortas: Diario íntimo de
un masturbador obsesivo y Photo-Finish, un libro
de relatos: Caracolario, y otro libro de poemas: Los primeros
pasos.
lluisedo (at) teleline.es
Ilustración: Atmán Víctor (Tenerife, España), participante en la
II Muestra de Fotografía Almiar ©