Valle de la Luna

América Latina: tierra de mitos

por Gabriel Cocimano


Resumen


A través de la tradición oral y de la fusión de los elementos multirraciales que la forjaron, América Latina constituye un exceso de imaginarios, donde el mito y la utopía se entremezclan y alimentan. Esta mitología simboliza a una tierra teñida de sensibilidad y pasión, una usina de mundos alejados de lo racional. Intensa, excesiva y pintoresca, esta identidad barroca atraviesa su espíritu e idiosincrasia: en las inmensas distancias, en los contrastes, en las fusiones, en la discriminación y la opresión, en la muerte y hasta en sus incontables enigmas, América Latina refleja en su propia mitología el carácter polifacético, heterogéneo y recargado de su esencia.



Toma de mí todo, bébetelo bien
hay que ayunar al filo del amanecer.
Silvio Rodríguez


En sus sonidos, en sus aromas, en sus colores, América Latina ha sido y será siempre un espacio fértil para la creación de mitos, leyendas y toda clase de imaginarios. Sensible y voluptuosa, la tierra de Bolívar y Yupanqui, de Zapata y Neruda, de Martí, Pedro Páramo y Gardel constituye una usina de mundos alejados de la racionalidad, más cercana a lo numinoso que al logos occidental. Desde el más remoto pasado, a través de la riquísima tradición oral, hasta el presente perpetuo, Latinoamérica respira emoción, y transforma todo lo que proviene del intelecto en pasión y sensualidad. Acaso porque «la oralidad es la forma en que el ethos latinoamericano ha transmitido su historia» (Montecino, 2003) y porque estos relatos orales fueron prodigios de la imaginación popular con el fin de expresar las sensaciones del alma a través de imágenes, emblemas y símbolos, es que su lenguaje y contenidos han apelado —como todo mito— a las emociones. Esa tradición oral se acentuó, en ocasiones, para cuestionar a los poderes dominantes, en una suerte de alegórica protesta de los oprimidos expresada como resistencia.

Los mitos revelan, apelan a la nostalgia y, al mismo tiempo, a la proyección de horizontes. De alguna manera, constituyen una huida de la historia, pero una huida que es también regreso, vuelta a un pasado original; representan lo opuesto de esa historia, de ese acontecer lineal e irreversible propio de la idea occidental de progreso. El logos no ha penetrado en las venas de la América Latina: ella es toda pasión y sentimiento. Su naturaleza y su pasado fertilizan la imaginación y los sueños: es el continente del tango, el bolero, los corridos; desde los poetas precolombinos, los modernistas, hasta el realismo mágico y fantástico no ha cesado de inventar futuros (utopías) y de anhelar un eterno retorno a un pasado más humanizado (Valdivieso, 2003).

El tiempo circular, reversible y mágico de la cosmovisión indígena se ha mezclado con el tiempo y el espacio de las tradiciones conquistadoras: un cóctel de imaginarios donde el mito y la utopía se sacuden y alimentan, se entremezclan y desatan. Una fiesta de la imaginación. Así, por ejemplo, la tradición europea de brujas, duendes y fantasmas se mezcló con la indígena y la africana de espíritus del agua, las selvas y los montes: de ahí la existencia de mujeres que vuelan en barcos pintados en los muros, como la Tatuana en Centroamérica o la Mulata de Córdova en México; espíritus que castigan brutalmente a quienes dañan la naturaleza, como la Marimonda en Colombia o el Coipora en Brasil; pequeños duendes que enamoran a las jóvenes cantándoles coplas, como el Sombrerón en Guatemala o el Pombero guaraní; barcos malditos que navegan sin encontrar puerto jamás, como el Caleuche en Chile o el Barco Negro en Nicaragua; mujeres atractivas que seducen a los hombres extraviados, como la K’achachola en la cultura andina (Montoya, 2004).

Valle de la Luna y calavera

Si los mitos fundamentan y justifican las conductas y acciones del hombre y contribuyen a construir la realidad y reorganizar la identidad pueden convertirse, en el caso latinoamericano, en una forma de resistencia. Los mitos referidos al tema común de una riqueza enterrada, explicados por la necesidad de esconder los botines durante las guerras de liberación, son arquetipos de la creencia divina de una mejor (escondida) vida ulterior, búsqueda enterrada en la madre tierra (Rodríguez, 1999). La mítica defensa del Sertón brasileño, en el calcinante noreste del inmenso país, aparece como otra alegoría de la resistencia al invasor. Euclides da Cunha ha descrito a esa extraña raza de hombres y mujeres armados sólo con su estoicismo y determinados por una inquebrantable fe, que pusieron en jaque a los mejores guerreros de la entonces incipiente República del Brasil. Esos «famélicos nómadas» dejaban a su paso una estela de cadáveres uniformados, cuyos cuerpos —según da Cunha— no se descomponían después de muertos, sino más bien permanecían momificados a la vista de sus camaradas, en persecución de un enemigo invisible. La defensa del Sertón y el nombre de Antonio Conselheiro como símbolo de esa defensa, evocan la resistencia de un pueblo devastado finalmente por la superioridad técnica y numérica del invasor (Mijares, 1998).

En sus sabores, en sus leyendas, en sus tradiciones, América Latina parece reconstruir los fragmentos que la constituyen, en muchos casos, ambiguos y contradictorios. Nada más certero que la descripción que hace de su propio país el peruano José María Arguedas, para definir al mismo tiempo los retazos y la completud de una tierra prodigiosa:

No hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por gusto se formaron aquí Pachacamac y Pachacutec, Huaman Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Ritti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a cuatro mil metros; patos que hablan en lagos de altura donde todos los insectos de Europa se ahogarían; picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo. Imitar a alguien desde aquí resulta algo escandaloso.

flamencos en la Laguna Lejía

Continente recargado


Intensa, excesiva, pintoresca: será Latinoamérica la que desplegará en su esencia esa identidad barroca, otorgándole especificidad a todo el territorio. Si bien el barroco define una época cultural, late en plenitud en el joven continente. El carácter intenso y expresivo de la estética barroca atraviesa la comprensión de la identidad latinoamericana. Como afirma Sonia Montecino, el barroco alumbra el alma y no la mente, como la Ilustración, que no ha logrado penetrar en el corazón de la América mestiza. Así, el barroco andino, por ejemplo, emerge como un arte ligado a lo mestizo, por su sensualidad, colorido y explosivas manifestaciones (Montecino, 1991).

Pero ese arte barroco se entremezcla con la idiosincrasia y el espíritu del mismo signo. No sólo en la arquitectura, la escultura, la pintura o las letras florece el dinamismo de las pasiones violentas y exaltadas. Si la exageración de la monumentalidad se hallan presentes en la basílica de Guadalupe (México), en la arquitectura peruana —en la que se mezclan el empleo de la columna salomónica con el de la hojarasca decorativa indígena— o en la voluptuosidad y desenfado de la ‘Negra da Bahía’ de Emiliano Di Cavalcanti, también exhuma barroquismo el paisaje local, la creatividad cultural de su pueblo, el fecundo mestizaje, el potencial de sus mitologías. Nuestro arte siempre fue barroco —postuló alguna vez el cubano Alejo Carpentier— desde la espléndida escultura precolombina y el de los códices, hasta la mejor novelística de América, pasándose por las catedrales y monasterios coloniales de nuestro continente. Hasta el amor físico se hace barroco en la encrespada obscenidad del guaco peruano (…) No temamos el barroquismo, arte nuestro, nacido de árboles, de leños, de retablos y altares, de tallas decadentes y retratos caligráficos y hasta neoclasicismos tardíos (Pupo, 1997).

La distancia y la desolación son espléndidamente barrocas. El Amazonas y la Patagonia constituyen un exceso de intensidades. El artista venezolano Víctor Hugo Irazábal propone en su obra un sincretismo que plasma la naturaleza selvática del Amazonas —«la distancia se oculta en el vacío. El Orinoco se hace horizonte inagotable»— como un todo hecho de colores, sonidos, fauna, flora, indiferenciados en un caos original (Palomero, 1998). Las grandes ciudades, en las que conviven heterogéneas muchedumbres humanas, individuos solitarios y fragmentados, con una estética alimentada por la prosa callejera, fruto de elementos racionalistas y de desarraigos, frustraciones, resentimientos e historias de gentes anodinas, espacios simultáneos, lugares y no-lugares, son absolutamente excesivas e intensas, por lo tanto, barrocas. En la novela Hombres de maíz, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias sometió imágenes, metáforas, pasiones tropicales y valores colectivos a significaciones mitológicas, a la oralidad de las colectividades arcaicas de los pueblos tradicionalmente anónimos —«el problema para mí no es escribir, el problema mío era transmitir con lengua que no era propiamente mía imágenes, conjeturas y sentimientos americanos de las cosas americanas»— al telurismo y a las vivencias mágicas de sus antepasados mayas (Canedo, 2003).

Y la muerte latinoamericana es barroca, intensísima: los fantasmas que hablan, los muertos que confiesan sus desdichas. En la obra de Juan Rulfo, los personajes están muertos, llenos de angustia, de perdición. «Estamos mucho tiempo enterrados», es la desolación, la melancolía. En ellos, todo es sueño, almas en pena, murmullos, aridez. Su mundo es esquizofrénico, lleno de voces, leyendas, ecos de ánimas que vagan en el purgatorio americano, soledad agobiante e inmensa. El latinoamericano conversa con sus muertos, le prende velas, los mantiene como animitas, a las que les solicita favores ante la desgracia. Su mundo parece ser un pueblo vacío y solitario, «la mera boca del infierno», el mundo de las supersticiones, del compadrazgo en el dolor, el ingenio americano, la rebusca. Vidas condenadas «en un pueblo sin nombre». Penurias, servidumbre, ruralidad (Otero, 2003).


Momia kunza

En su novela El lugar donde estuvo el paraíso, el escritor chileno Carlos Franz apela al mito del paraíso perdido. La inmensidad de la selva constituye ese lugar donde se supone existió el paraíso: un sitio perfecto, erótico y sensual, cálido. Sin embargo es un paraíso perdido, porque también es zona de guerrillas, narcotráfico y corrupción. Una tierra de hombres solos, de viajeros sin rumbo que se han quedado paralizados, atrapados por las enredaderas que escalan por los árboles de la selva. Una tierra inhóspita, con policías colgando al borde de la corrupción, un territorio salvaje, donde habita el hombre que se halla sólo frente al mundo: su única forma de escape es el viaje que lo llevará a alejarse completamente de sus raíces o a recuperarlas. Es el viaje que libera al hombre, que lo lleva a abandonar sus sueños, las ilusiones; viaje que los moviliza por la historia sin un destino fijo más que por la propia muerte (Mancini Escobar, 2000). ¿Acaso no representó el Che Guevara al perpetuo nómada, al aventurero errante e idealista que recorrió los confines de la patria latinoamericana para fraguar allí su personalidad? El viaje iniciático del Che es una metáfora de aquella movilización y liberación.

En América Latina, la modernidad se codea en simultaneidad con otros tiempos, con seres de todas las épocas. El hombre latinoamericano convive en el siglo XXI con ciudadanos del XIX o del XV: los niños de la Mosquitia hondureña mueren de enfermedades curables, pero toman Coca Cola. El pasado, el presente y el futuro se entrelazan en América: «el hombre de 1975, el futurólogo que vive en 1980 —afirmaba Carpentier— se codea cada día, en México, a lo largo de los Andes, con hombres que hablan los idiomas anteriores a la conquista» (Ubieta Gómez, 2004).

Tierra de contrastes: geográficos, culturales, sociales. América Latina es una de las regiones más desiguales del planeta: el 10% más rico tiene 84 veces más que el 10% más pobre. En las grandes urbes, una inmensa cantidad de barrios lujosos lindan con el pobrerío excluido y marginal. Allí, la ostentosa modernidad y las nuevas tecnologías conviven con los harapos del gentío desclasado que habita las calles y sobrevive de limosna. Inmensa y despoblada, Argentina nuclea en su capital y cinturón suburbano a alrededor del 30% de su población. En Brasil, el impacto colosal de la selva virgen contrasta con las formaciones urbanas. Un San Pablo industrioso y productivo marca el contraste con el frenesí carioca y la pasión exaltada de su carnaval y su gente, un Río de Janeiro que deslumbra con su potente belleza, su inigualable fama de ciudad maravillosa y su patética pobreza. Río es un inmenso manual de contrastes, un magnífico exponente de la intensidad y la desmesura barrocas.

América Latina se describe a través de la pasión de su música; ella es el vehículo que alimenta su memoria e intenta armar el rompecabezas de su propia identidad. El ritmo de la batucada y el candombe, el colorido de la bossa y el calor de los ritmos caribeños contrastan, a su vez, con la melancólica sensualidad del tango y con la fuerza descriptiva de ritmos telúricos como la cueca, el carnavalito y la zamba.


Cristo del Pan de Azúcar

En pleno Caribe, entre espléndidas palmeras y playas de aguas cálidas late el país más pobre de América y uno de los más mágicos del mundo: Haití es el territorio de los zombies, el vudú y la magia, la primera república negra del Nuevo Mundo que arrebató su libertad a los colonos franceses a golpe de machete y cuchillo. El paisaje tropical se fusiona con el ritmo frenético de los tambores y las danzas convulsivas. Cantos y letanías suenan a tierras de África, y la muerte se descubre en una imprecisa mezcla de sangre, estética y violencia, donde algunas de sus divinidades —como el Barón Samedhí— son invocadas cotidianamente para sostener el fascinante culto que ha hecho de Haití un país en el que la muerte no tiene final: el país de los zombies, el de los muertos vivientes (Carballal, 2002).

Continente de ciudades encantadas que desaparecen de la faz del mundo, ocultas entre la niebla y sólo visibles ciertos días del año. Territorio florecido por relatos y personajes míticos que habitan cuevas, grutas, paisajes desolados y escondidos. A cada paso se encuentran en él cerros, socavones, minas, cavernas, lagos, ríos, lagunas, plantas y animales asociados con leyendas. Mundos subterráneos habitados por seres deformes, espectrales; pueblos misteriosos o inaccesibles, luces en medio de los desiertos, personajes satánicos que siembran el pánico entre los crédulos; todo esto proviene de la rica tradición oral, así como también ciertos mitos sobre la creación del universo y el hombre. Junto a la imagen del continente construido por la modernidad, habita ese otro que se conserva en su pureza original, «alteridad que resiste desde dentro al proyecto mismo de universalización», como afirma el sociólogo Jesús Martín Barbero, ya que «es un hecho cultural insoslayable que las mayorías de América Latina se están apropiando de la modernidad sin dejar su cultura oral, esto es, no de la mano del libro sino desde los géneros y las narrativas de la industria y la experiencia audiovisual» (Barbero, 2002). Esta mezcla de modernidad y tradición, como toda simbiosis, engendra un barroquismo. El barroquismo americano —decía Carpentier— se acrece con la criollidad, con la conciencia que cobra el hombre americano, sea hijo de blanco venido de Europa, sea hijo de negro africano, sea hijo de indio nacido en el continente: la conciencia de ser otra cosa, de ser una cosa nueva, de ser una simbiosis, de ser un criollo, y el espíritu criollo de por sí, es un espíritu barroco. Fusión de géneros, de estilos, de voces, fusión de mundos rurales y urbanos, los barrios de las ciudades latinoamericanas revelan esa hibridación, «son el ámbito donde el habla entremezcla antiguos autoritarismos feudales con una nueva horizontalidad tejida en el rebusque y la informalidad urbanos, de la centralidad que aun conserva la moral religiosa sin que ello impida la modernización de los sentimientos y los valores, de la subjetividad y la sexualidad. Las periferias o suburbios —los desmesurados barrios de invasión, favelas o callampas— se han convertido en lugares estratégicos del reciclaje cultural» (Barbero, 2002).

El continente recargado de mitos y pasiones, en el que el barroco ha sido la manifestación más vigorosa de la fusión racial, ha tenido también en el catolicismo una de sus originales formas expresivas. Misturado con los cultos populares nativos, confirió cierta perdurable dimensión espiritual al territorio: de ésta forma, la religiosidad popular hispanoamericana ha exhibido las varias vertientes de ese barroquismo esencial de la cultura hispano-indígena (Siles Salinas, 2004). Ese sincretismo ha erigido a la expresión mariana en un «relato fundante de nuestro continente, fundación expresada en categorías más cercanas a lo numinoso que a la racionalidad formal, al mito que a la historia (…); el carácter inmortal de la divinidad materna mestiza ha saturado el suelo de la conquista» (Montecino, 1991).



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GABRIEL COCIMANO nació en Buenos Aires el 10 de diciembre de 1961. Licenciado en Periodismo (Universidad Nacional de Lomas de Zamora), ensayista e investigador en áreas culturales, ha publicado numerosos artículos en medios gráficos nacionales e internacionales: Todo es Historia, Idea Viva, Contracultural, Sumario (Argentina); Gazeta de Antropología, Margen Cero, AltEdiciones, Nómadas, Pensar Iberoamérica (España); Sincronía (México); Comunicación (Costa Rica); Letralia, Tierra de Letras (Venezuela), La Guirnalda Polar (Canadá); Rodelu (Suecia -publicación de Amnesty Internacional) y expuesto algunas teorías en eventos educativos (VI Congreso Latinoamericano de Folklore del Mercosur). Productor de radio, participó en espacios independientes (Radio Cultura FM 97.9 y FM 95.5 Patricios) abordando diversas temáticas: arte, salud, música ciudadana y espectáculos. En 2003, publicó El fin del secreto. Ensayos sobre la privacidad contemporánea, Buenos Aires, Editorial Dunken.
gcoci [at] tutopia.com


· Ilustraciones artículo: Pedro M. Martínez Corada ©
· Fotografía de Che Guevara: Alberto Korda [dominio público]

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    Revista Almiar (2005)
    · ISSN 1696-4807
    · Miembro fundador de A.R.D.E.
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