Tiziano Eva y la manzana

Adán no tuvo padres

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por Alejandro Maciel

Releyendo el libro La letra e, de Augusto Monterroso, me encontré con el palíndromo: ADAN NO CALLA CON NADA. Y se me ocurrió hacer algunas variaciones, recordando que en algún sitio un autor cuyo nombre ahora no puedo olvidar y por lo tanto no recuerdo, había llamado al padre de la especie «el hombre que no tuvo ombligo». Esto se vincula hic et nunc con el templo de Apolo, en Delfos, del que se decía que era «el ombligo del mundo», en cuyo frontispicio figuraba la frase que fundó toda la filosofía socrática: «Conócete a ti mismo». Y del conocer se trata, porque aunque «Adán no calla con nada» de nada valió su falta de silencio: no ha sabido defenderse desde que el Espíritu inspirara el Génesis hasta, que yo sepa, mi alegato del tercer milenio.

Vayamos por parte. En el primer libro de esa colección que los griegos llamaron «Los libros» (La Biblia) se relata la creación del hombre Adán a partir del barro, luego el soplo divino que le instila aliento vital (alma) y por último la tramposa prescripción de El-Qué-Es prohibiendo comer del fruto del árbol de la ciencia, que siempre crea conciencia. En el Edén de Adán había plantado un árbol que fructificaba conocimiento. Antes de comer su fruto, Adán estaba ciego. Después de probar la drupa, eritis sicut dii (seréis como dioses), tal como había advertido la Serpiente, Adán vio la luz como nuestros modernos pastores electrónicos.

Ahora bien, por primitivos que fueren nuestros conocimientos de puericultura, todos sabemos que la obediencia y la desobediencia responden al aprendizaje que en las etapas tempranas nos transmiten los padres a través de ejemplos prácticos: no hay teorema que pueda sustituir al ejemplo en la mente del niño. El hombre es un animal de imitación. El Conductismo nos revela que hay dos formas de aprendizaje de conductas: el condicionamiento operante y el aprendizaje por observación. Toda la fuente de este conocimiento primitivo proviene de la parentela, especialmente de los padres. Pero aquí tenemos un problema: ¿qué pudo haber aprendido el pobre Adán de padres inexistentes? Un día abrió los ojos y del barro se hizo la anatomía humana pero nada pudo suplantar la academia doméstica que le faltó a la pareja primitiva. Ni Adán ni Eva tuvieron padres, tías obsesivas (como las que me deparó la suerte), madrinas, abuelos, hermanos, primos primeros, primas segundas, parentela política... ¿de quién tomarían el ejemplo de obediencia debida si ni siquiera había tutela militar en el Edén de Adán?

No se le puede reprochar a Dios desconocer los rudimentos de la Pediatría, pero su amanuense humano, el autor material si no intelectual del Pentateuco debía haber previsto esta laguna en el relato. No hay pedagogo, por novedoso que sea, capaz de sostener que aprendemos espontáneamente sin experiencia previa. El innatismo (que sostenía la existencia de un conocimiento natural que trae el hombre con el nacimiento) que pregonó Descartes hace tiempo fue abandonado en el desván de la ciencia y el empirismo, que sostiene que somos un pizarrón vacío que los sentidos van llenando de datos a medida que crecemos, está unánimemente aceptado.

Cuando en el catecismo se vuelva a insistir sobre el pecado original cuya consecuencia arrastramos desde el paleolítico; cargando sobre los hombros del hombre la pesada cruz de una culpa inocente, indultemos definitivamente a nuestro protopadre humano recordando que desobedeció la orden divina porque Adán no tuvo padres. Y seamos felices con Adán, en el Edén.



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Alejandro Maciel, es Médico psiquiatra y escritor. Nació en Corrientes, Argentina, en 1956.
talomac (at) gmail.com

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Imagen: Tizian 091, Tizian [Public domain], via Wikimedia Commons

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▫ Artículo publicado en Revista Almiar, n.º 30, octubre-noviembre de 2006. Reeditado en junio de 2019.

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