TODAS ÍBAMOS A SER BOLAÑO |
Aclaro de inmediato que estas humildes líneas en ningún caso constituyen vituperio alguno contra el autor de Los Detectives Salvajes o contra cualquiera de sus escritos. Me dirijo a toda esa manga de hippies refritos estudiantes de letras (y afines) que tienen a Roberto Bolaño entre ceja y ceja. Hablan de los infrarrealistas, de su manifiesto, de la Revista Menstrual, de sus entrevistas, de sus amistades, de lo fotogénico de Bolaño y de sus textos por fin; todo disfraz de su adoración al ídolo con aires malditistas, y pobre de aquellas bestias como yo que declaran estar poco o nada interesadas en las empresas estatales que, a continuación de las ceremonias forenses-fúnebres de moda ante el mentado San Bolaño, siguen con el paso del monumento de plaza o nombre de calle. No declaro este tipo de mitificación, entiéndase, como novedosa, sino, muy por el contrario, me fijo en ella como muestra de un proceso repetido, hasta el cansancio, a lo largo de la historia. Al mismo tiempo, sin embargo, subrayo su pertinencia como un fenómeno que por primera vez me toca tan de cerca, en mi calidad de sencillo estudiante de pregrado. Podemos ver a Roberto Bolaño (figura y escritos), en estos días, inserto por los dispositivos dominantes en el proceso de «hegemonizar la cultura oficial y […] sentar las bases de la llamada Identidad Nacional» (1), como víctima en la «creación de nuevos elementos simbólicos, rituales y mítico históricos», aunado, cómo no, a una ideología que «puede entenderse como medio legítimo del que dispone el poder para justificar un sistema de autoridad, o una falsa conciencia para disimular intereses de grupos, o un instrumento cultural para integrar y preservar una identidad social» (2), en este caso, un supuesto verdadero ser trascendente designado por la cultura oficial artístico-literaria, que de ninguna manera es mermada por la borrega actitud ejercitada por mis pares estudiantes. Posters de la estrella literaria-rock o poleras con el eslogan «déjenlo todo nuevamente» o «láncense a los caminos» parecen estar a la vuelta de la esquina, como efecto de un accionar fascista en su adoración a los mitos y fetiches, puesto que su cristalización lo ubica lejos de las barricadas o de los gases lacrimógenos, pero no de la mierda, está claro. En palabras de Humberto Eco «es el ancestral, dogmático conservadurismo estático de los cuentos y los mitos, que transmiten una sabiduría elemental, construida y comunicada por un simple juego de luces y sombras, y la transmiten a través de imágenes indiscutibles, que no consienten su distinción crítica» (3). Disección a sus dichos y escritos, parafraseos como mala hierba (como en esta carilla punta roma) al tiempo que la supuesta heroicidad del Bolaño comprometido se sacude la degradación (4) para caminar directo al marco del retrato de biblioteca. Su muerte, de acuerdo a la lógica patriarcal, lo hace «adquirir una nueva identidad, emergente de su historia. Lo importante es que se la reconozcan los demás y, en virtud de este reconocimiento, le señalen el lugar del poder» (5), en este caso, aquella silla ya asignada en el continuo devenir del canon.
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Marcos Arcaya
Pizarro (1979). Escritor, estudiante de Licenciatura en Castellano en
la Universidad de Santiago, Diplomado en Género de la Universidad de Chile,
fue alumno de taller de Literatura Gótica y Surrealizante en Chile,
dirigido por Tomás Harris, ponente en Jalla-E 2005. Actualmente participa
en el
Colectivo
Literario Lingua Quiltra (http://colectivolinguaquiltra .blogspot.com/).
Se presenta con regularidad en lecturas poéticas. No se encuentra en ningún
círculo literario de poder, no ha tomado taller de poesía alguno, es pobre
como rata y permanece inédito, salvo ensayos y artículos en pequeñas revistas
de papel y virtuales.
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