
LA VOZ POÉTICA
DE LORCA:
Llanto
por Ignacio S. Mejías
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Camilo
Valverde-Mudarra
Se distinguen en las obras
de Federico García Lorca tres momentos poéticos, que Jaroslaw M. Flys
[1] especifica como: Tiempo de «singularización
simbólica» en el ámbito abstracto e intelectual, en que Federico, un poeta
joven, influido por el ya maduro Juan Ramón, intenta emular aquel camino
que conduce a «Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas» y atraído,
por el simbolismo, buscando, encuentra en los «emblemas» el medio de expresión
de su observación mística. Son aquellos elementos denominados símbolos
que, poéticamente lexica-lizados, fosilizados,
forman parte de la herencia poética popular: «el color blanco: pena o
pureza; el rojo: amor o pasión; el azul: candor, inocencia». Con el viejo
«simbolismo» se entretejen muchas expresiones poéticas de Federico en
el Libro de poemas.
El tiempo «de observación
visual» en que tiene primacía la metáfora. Ahora, desde el Poema del
Cante Jondo, Lorca descarga su obra de todo intelectualismo. Luego
ya, especialmente en el Romancero gitano, hasta las más genéricas
ideas se concretizan en una figura dúctil y tangible. La aprehensión del
contenido del poema se desprende de lo intelectivo para venir a reflejar
los aspectos pictóricos. Así, cuando Federico quiere destacar que Antoñito
el Camborio era un «valiente», atributo anímico, escribe: «Se acabaron
los gitanos / que iban por el monte solos».
Y, en tercer lugar, el tiempo de «simbolización», como grado supremo de
la intuición poética. Es el momento de Poeta en Nueva York, donde
«cada poema es un símbolo y todo el libro es un gran símbolo».
Como es natural, esta periodización
no ha de entenderse en un sentido de compartimentos estancos, sino por
referencia al instrumento poético que predomina. En la producción lorquiana
hay, además, un común denominador que Ortega definió magistralmente: el
sentido vegetal de las ideas y las cosas.
«El andaluz —afirma—
tiene un sentido vegetal de la existencia y vive con preferencia en
su piel. El bien y el mal tienen, ante todo, un valor cutáneo: bueno es
lo suave, malo lo que roza ásperamente». Todo el lenguaje poético
de García Lorca rezuma este sensorialismo de la tierra.
El Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, como ha indicado la crítica,
representa la fusión de los rasgos técnicos en amalgama característica.
Cansado de lo foráneo, al volver de Nueva York, siente el arrollador impulso
andaluz y se introduce en el arrullo del seno maternal de sus quereres
granadinos: El Diván del Tamarit, posiblemente, sea un regreso
a la proyección y factura del Libro de poemas. Por su parte, el
Llanto configura la síntesis, el lazo de unión entre el período
andaluz y el espacio lejano y foráneo, la plasmación de la concreción
regional en la abstracción universal.
El poema, en sus orígenes y motivaciones, responde a una realidad concreta
de prestigiosa celebridad. El renombrado torero, Sánchez Mejías era el
mecenas artístico que, en el 1927, suscitó la afirmación pública en el
Ateneo Sevillano del concilio poético, denominado Generación del 27; habiendo
decidido retornar a los ruedos, sobrepasada ya la madurez, por esa misteriosa
pasión incontenible de la sangre torera, reapareció el verano del ‘34.
Federico, desde aquellas gradas, en que presenció y, con mucha frecuencia,
cantó a la muerte, amiga apostada tras su nuca y tema recurrente en sus
versos, aquella tarde encontró su frío rostro enfrente, muy distinto al
que vio en el Romancero gitano. Allí, viendo, en la arena, la sangre
palpitante de Ignacio que «subía por las gradas con su muerte a cuestas»,
quedó, Federico, anonadado con su amistad herida por el cuerno.
Los personajes de aquellos otros poemas caminaban revestidos de un aire
fabuloso que los transformaba en semidioses legendarios; el Llanto
desciende y se inserta en lo humano, se centra en el hombre y se mueve
por la vida y la muerte real y próxima. De sus versos, saltan y resuenan,
en la memoria, las altas analogías con el «Llanto» de Manrique en las
Coplas a la muerte de su padre; los rasgos protagonistas del muerto
encuentran el porte idéntico de caballerosidad y valentía en el trance:
el ser humano efímero y fugaz supera triunfador su partida final. Fundado
en esa semejanza, el poeta se permite la emulación y el calco de la loa
de Ignacio a través del glorioso modelo manriqueño.
El Llanto está estructurado sencillamente de forma recta y horizontal.
El poema se mueve con intensa emoción, que queda atrapada en los cuatro
pasos de la cornada, como cuatro actos de la tragedia. Una vez que ha
descrito La cogida y muerte del torero, Lorca ve y huele la sangre
que a borbotones tinta la arena en La sangre derramada, y, mientras
va dejando, poco a poco, de brotar, emprende la alabanza de su amigo Ignacio.
Tras la plaza, la escena cambia, ahora fija su mirada, el torero yace
ya de Cuerpo presente; la muerte señorea y Federico dolorido se
revuelve y se enfrenta a ella, acto supremo al que quiere exhortar a los
mortales audaces y valerosos. En el último acto, el Alma ausente,
antítesis de la expresión anterior, entabla el dialogo con Mejías, muerto
a la doble vida, como apunta Manrique, a la terrenal, en que muere el
cuerpo, y a la imaginaria, que atañe al recuerdo y a la memoria.
Salvo el primer capítulo, que se ciñe concretamente a la descripción,
el resto del poema se halla entramado en una armazón lingüística de carácter
oral y conversacional. Lorca quiere mantener vivo el instante tremendo
de la embestida, el grito contenido del ruedo mientras el toro zarandea,
como pelele al Maestro indefenso, los comentarios de las barreras, el
terror del callejón y las esperanzas rotas en los burladeros; corren las
cuadrillas y, quebradas por el estremecimiento, lo llevan moribundo con
«su muerte a cuestas».
¡Que no quiero verla!
…
¡Quién me grita que me asome!
No me digáis que la vea.
…
No. Yo no quiero verla.
La exuberancia de imágenes
es extraordinaria, casi todos los versos del Llanto encierran alguna
metáfora. En Lorca, tiene vida propia la metáfora; no se basa, como la
tradicional, explica C. Bousoño [2],
en la relación física o moral entre los términos, sino en la identidad
de emoción, que llama «visionaria».
García Lorca es un poeta de altura extraordinaria; es un maestro del encaje
y ritmo poéticos. Conoce a la perfección el arte de la versificación.
NOTAS:
1.
Flys, Jaroslaw M., El lenguaje poético de Federico
García Lorca. Gredos, Madrid, 1955.
2. Bousoño, Carlos, Seis calas en la expresión poética española.
Gredos, Madrid, 1951.
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Camilo
Valverde-Mudarra y Carrillo.
Nacido en Alcalá la Real (Jaén),
España, vive entre Granada y Málaga. En la Universidad de Granada, obtuvo
la Licenciatura de Filología Románica. Tras ganar las Oposiciones a Cátedra
de Lengua y Literatura Españolas, trabajó en la Enseñanza Oficial, en
Córdoba y después en Málaga. Más tarde, se diplomó en Ciencias Bíblicas
y fue nombrado Profesor de la Escuela Bíblica de la Axarquía, donde imparte
clases.
La docencia, ejercida con vocación y entrega, la lectura amplia y profusa
y la pasión por escribir, han sido desde siempre su preferencia y dedicación.
Ha publicado un manual para Bachillerato, ensayos Consideraciones Lingüísticas,
Las mujeres del Evangelio, La religión del amor más grande
y varios libros de poemas: Cien Sonetos de amor y quebranto,
Del Soneto al Evangelio, Arrecifes del alma y otros. Escribe
en varios periódicos y revistas y algunas páginas de Internet, actualmente
en el Correo de Málaga, en la Prensa de la Axarquía, en
la revista poética Utopía y colabora en el diario Sur, de
Málaga.
camilovalverde[at]terra.es
Web:
http://blogs.ideal.es/OpinionyPensamiento/
http://blogs.ideal.es/PoemasySonetos/
ILUSTRACIÓN ARTÍCULO:
Lorca-statue-cutout,
By DionysosProteus (Own work) [Public domain],
via Wikimedia Commons.
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