Joaquín Sabina

El hombre del neón entre la nieve

por Guillermo Ortiz López

Viajar en plena ola de frío polar no es lo más recomendable, lo sé, pero tiene un punto encantador, a lo Boris Pasternak llevando a su Doctor Zhivago por la estepa rusa. Esta sección, en principio, iba a ser de entrevistas, pero si nosotros no nos adaptamos a la realidad no podemos esperar que sea la realidad la que se adapte a nuestras necesidades: estamos «en el camino» y esta aventura —que no es del todo una entrevista, pero se le parece— es procedente contarla aquí.

Carretera nacional hacia Salamanca para ver a Joaquín Sabina, en su vuelta a los escenarios después de muchos años en la reserva, un amago de infarto cerebral, una deriva hacia la literatura que parece dejar en segundo plano a sus dos últimos discos y con el fantasma del «gatillazo» de Gijón acechando detrás de la columna de cada periódico local.

No voy en busca de morbo. Sé que esta noche no va a haber gatillazo. Lo sé porque tengo contactos demasiado importantes dentro del entorno de Joaquín, y esos contactos me han conseguido las entradas y el hotel y, si pensaran que todo iba a acabar en tragedia, probablemente me habrían convencido para dejarlo para más adelante o directamente esperar al verano.

Por muy sobrino de Pancho Varona que sea.

Voy en busca de una confirmación, de la tranquilidad de que, efectivamente, Joaquín está bien, la gira va de maravilla y todos los temores son injustificados. Voy, también, en busca de mi propio pasado: años y años de giras, conciertos de adolescente en Santander, Salamanca, Alcobendas, Getafe... Fiestas en Las Ventas al calor de septiembre con el famoseo que tanto gusta a los 17-18 años.

Tiene que ser algo distinto, pero... ¿hasta qué punto? Ya no podré ir a mis anchas por detrás del escenario, supongo. Ya no podré bromear con los músicos como si fuera un crío porque no soy un crío y no tengo tantas licencias. No espero ver el concierto junto a los técnicos de sonido porque, además, no voy solo.

El cambio de Joaquín en los últimos años es mucho mayor de lo que se nota por fuera. El personaje eclipsa a la persona por completo y entre prensa afín y seguidores entusiasmados han creado una leyenda que excede al propio cantante. A Sabina, ahora mismo, lo que le gustan son los sonetos, es el verso sin acorde, son las reuniones con grandes y pequeños escritores: Ángel González, Benjamín Prado, Almudena Grandes...

La suya ha sido una carrera con diversas poses: a finales de los 70 y principios de los 80 era un cantautor «con intención», como se definía en «Telespañolito», un retratista del Madrid más duro y de una España que, ahora de verdad, empezaba a amanecer. La otra cara de la «movida» y sus frivolidades. Un melancólico que busca amor en rebajas de enero, que sube a viejos trenes que van hacia el norte, que solfea la vida de marginales como El Jaro, de princesas con bocas de fresa, de ciudades que pintan sus labios de neón...

Pero ese Sabina ya no era el Sabina de finales de los 80 y principios de los 90, que era más bien un «ligón», un «juerguista» con un puntito cínico y autocomplaciente: demasiada policía, cuernos en dulces hoteles, cines de verano, sueños de Steve McQueen... cuando el sol enciende el capó de los coches y baja las persianas. Noches perdidas y amores fugaces que se prolongan hasta el atardecer.

Esa estética parecía haber llegado a un fin con «Y sin embargo...». Probablemente, no se pueda componer una canción mejor. Había que reinventarse, y Joaquín recurrió a Alejo Stivel y se aprovechó de su voz cada vez más cazallera y se puso de nuevo el disfraz de poeta juerguista y mujeriego pero pasado por el barniz de una estética de perdedor un poco pasado de rosca. Historias de rubias platinos, de Barbies superstars, Sofía, Maruja, Dolores... Madrid, sintonizada en la 69.G, otra vez sórdida como en los primeros 80 pero mucho menos dolorosa y más desencantada.

En muchos aspectos, Sabina está de vuelta, pero el gran error es pensar que por eso está acabado. No está acabado. Simplemente, es otra cosa. Si Mick Jagger quiere seguir llevando pantalones de cuero ajustados y camisetas ceñidas a rayas es su decisión, no un patrón de conducta. Sabina no tiene piernas para saltar y correr, por eso se sienta en una banqueta con la guitarra. No tiene voz para llenar estadios, por eso actúa en teatros. No tiene edad para hacerse el veinteañero, por eso sale al escenario con un bastón y una sonrisa cómplice.

El público, en cualquier caso, no deja de reaccionar con entusiasmo.

Las cosas han cambiado, sí, eso está claro desde el momento en el que llegamos al hotel, cerca de la Plaza Mayor y Pancho me recuerda que en diez minutos hay que estar en el hall y que no esperan a nadie. Saludos con Antonio García de Diego, con Olga Román, viejos compañeros de viaje de giras y giras, cristales empañados, camino del Centro de las Artes Escénicas y de la Música entre placas de hielo y algunas —pero pocas— sonrisas. Hay mucho trabajo que hacer.

Primeros problemas: la calefacción no funciona. En realidad, funciona, pero no del todo, y en los camerinos los canapés están más fríos, la tortilla casi se hiela y nos tenemos que turnar para colocarnos debajo de los conductos del aire caliente o junto a un calefactor algo gastado. La prueba de sonido ha ido bien, aunque Sabina no ha llegado casi hasta el final.

«Ha estado malo estos días», me confiesa Pancho, delante de Carmen y Bea, que están viviendo todo esto como buenas fanáticas sabinianas, «el otro día, en Bilbao, tomó un berberecho en mal estado y no paraba de vomitar». Vomitar implica toser, toser implica castigar una garganta que se cuida con un esmero inaudito. Como las rodillas de Ronaldo. Así que, después de todo, puede que haya gatillazo. Así que, después de todo, esa tensión que se respiraba en el autobús e incluso el frío del camerino tenía una razón de ser que iba más allá de la veteranía y la profesionalidad.

«¿Cuándo le podemos ver?», le pregunto a Pancho, renunciando de entrada a pedir entrevistas o cosas demasiado complicadas en un momento como éste. Estar aquí ya es una bonita historia, disfrutémosla. «Ahora te digo», contesta, «después de la gala se marcha corriendo al hotel».

Me manejo con más comodidad que mis dos compañeras de viaje y es normal. Lo he dicho antes: hay muchos recuerdos que recuperar, en cada broma de Antonio, en cada canturrear nervioso, en cada entrada apresurada de la road-manager en el camerino... Pienso en que sería un desastre que al final hoy se suspendiera. A lo que se ve, incluso iban a venir los chicos de Pereza pero lo han dejado: el DVD de la gira no se grabará hoy, por si las moscas, así que mejor aprovechar otro día.

¿Será verdad que Sabina está acabado? Tanta gente lo repite que al final uno acaba teniendo sus dudas. «Está con muchas dudas, como todos», decía Panchito cuando empezaron la gira, «pero le veo cada vez mejor, cada vez más centrado y me gustaría que todo el mundo supiera el esfuerzo que está haciendo por cuidarse». Me jura y me perjura que lo de Gijón no tiene nada que ver con juergas nocturnas ni excesos toxicómanos: «Se quedó en la habitación, escribiendo, es verdad, y con una botella de whisky. No durmió esa noche y al día siguiente estaba hecho polvo», cuenta mientras piensa si llevará o no un traje de obispo que ha comprado y cuya caja permanece encima de un sillón, el traje —por si acaso— colgado en una percha junto al calefactor.

«No lo volverá a repetir, seguro», concluye. Normal. La prensa estaba esperando y se han cebado como hienas. Si después de eso ha seguido es que tiene mucho orgullo dentro y el orgullo es algo bueno.

Se lo estoy contando a Pancho cuando de repente le llaman y sale y vuelve a entrar y se me acerca y dice «ahora», y nos acercamos los tres al camerino contiguo —separado de los músicos: no siempre ha sido así, pero de un tiempo a esta parte necesita esa intimidad— y una voz cazallera empieza a gritar «William, William» y cuando nos encontramos nos abrazamos y me da un beso como si siguiera siendo el niño de 10 años que iba a verle al Parque de Berlín: el sobrino de Panchito, el hijo de Glorina, el nieto de Doña Gloria...

Tiene buen aspecto. No noto demasiados cambios con respecto a la última vez que le vi, en una grabación hace dos años. Le pregunto si está bien, reconoce que algo pachucho pero que nada grave. No es momento de ser pesado, simplemente le deseo suerte y él me felicita por mis relatos que asegura haber leído con detenimiento —y eso que eran horrorosos— y me pide que le mantenga informado. Lo haré. Suerte de nuevo.

Cinco minutos y hay que buscar nuestras entradas. La sala está congelada, ni siquiera el millar largo de personas entusiastas consiguen calentar el ambiente. No son buenos presagios. Hay un cierto «runrún» alrededor que tiene mucho de morbo. Pancho se quejaba cuando empezaron la gira: «Veo muchos más flashes y muchos más móviles sacando fotos y no es agradable». Como si todos quisieran captar la última instantánea del artista sobre el escenario. Como si Kurt Cobain hubiera resucitado y salido de gira.

Diez minutos después de las nueve de la noche sale Sabina, con su bastón, con un sombrero, con un andar cansado. «Está más delgado», dice Carmen; «todo lo contrario, le veo más gordo», apunto yo. Empieza con un «Ahora» lleno de bastonazos al suelo, lleno de ira, creíble, rabioso, poniendo al berberecho en su sitio. Ni una indicación de que la garganta vaya a fallar, aunque, de vez en cuando, haya que bajar los tonos de las canciones o variar algunas melodías.

Nada que se note demasiado. El público se calienta, se pone de pie, Panchito dedica su canción a un tal «Guillermo Ortiz» que ya no es «mi sobrino» o «Guille» sino un señor de casi treinta años que se ha ganado un apellido. Bea me mira, luego me ve, lo ve, y me coge la mano. Una amiga de Antonio García de Diego me felicita. Lógico, no es para menos.

Bromas sobre el Archivo que va ya rumbo a Barcelona, puticlubs de neón que aparecen en medio de la nieve, recuerdos emocionados a la estación de Atocha —van a hacer dos años, increíble, de la matanza y de mi constancia escrita, en esta misma revista—. Salamanca se aferra a su tradición universitaria, gamberra, y unos cuantos chavales copan los pasillos y se acercan al escenario. Jalean cada bis, cada salida y entrada de los músicos en el típico ballet de los conciertos. Una chica intenta subirse al escenario; lo consigue, de hecho. Pancho mantiene la compostura y la sonrisa pero la aleja de Joaquín, que da un rodeo por detrás para sentarse otra vez en su banqueta sin acercarse demasiado.

Los ánimos se calman. Escaramuzas sin importancia.

Final de concierto y prisas hacia los camerinos pero no, Sabina ya se ha ido. Directamente al autobús desde el escenario. Hace bien. Cada concierto supone un esfuerzo tremendo y eso ya es suficiente regalo para sus fans. Son los Pancho, los Antonio, los Olga, las otras caras conocidas, los que tienen que cumplir el expediente: sonreír, firmar banderas republicanas, hacerse fotos multitudinarias.

A mucha gente le gustaría ser Joaquín Sabina, yo sólo digo: no es fácil. Lo siento, pero lo he vivido demasiado de cerca y no, no es fácil. A todos nos gusta poder pasear por una Plaza Mayor nevada, ¿verdad?

El autobús de vuelta es otra historia, pero tampoco hay un entusiasmo desbordante. Las cosas han salido bien, muy bien, incluso. Pancho asegura que ha sido el mejor concierto de la gira y eso que no tenía ninguna pinta de que fuera a ser así. Están contentos, sí, pero a su manera. Con 50 años cumplidos y la mirada puesta en el siguiente día, en todo lo que puede fallar y conviene tener bien controlado.

La cafetería del hotel está cerrada. Quizás la gente imagine que después de un concierto, los músicos queman la noche. No esta noche, con varios grados bajo cero. No estos músicos, desde luego. Joaquín descansa en otro hotel desde hace una hora. Nosotros nos despedimos hasta mañana, porque mejor desayunar temprano y salir de turismo que ponernos a buscar algo tanta gente.

Todo se convierte en un paseo rápido, muy rápido y con los abrigos hasta el cuello, buscando un lugar para tomar... un café. A las doce y media de la noche, sí, pero ¿quién se atreve con una copa con este frío? Otros, sí, no nosotros. Sentados en una mesa, viendo resúmenes futboleros —Carmen es del Madrid, Bea del Barcelona, yo del Rácing de Santander— nos miramos sin hablar demasiado. No hay palabras para definir lo que ha pasado. Mañana habrá que volver a Madrid y a las preocupaciones. Lo sabemos pero lo obviamos. Nos queda una mañana de paseos por la Catedral, la Plaza, el puente romano sobre el Río Tormes...

...Ilusiones de repetir este verano, en la gira de plazas de toros —Pancho es moderadamente optimista: la garganta de Joaquín no se resiente lo mismo en un Auditorio cerrado que en Las Ventas, por poner un ejemplo—, emoción y adrenalina que se confunde con el sueño. Esto no es una entrevista, no. Ni siquiera es un reportaje demasiado objetivo. Es una mezcla de sensaciones y la última probablemente no les interese a ninguno de ustedes: no creo que haya sido más feliz nunca.

Eso que nos llevamos.

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* Ilustración: Dibujo de Joaquín Sabina, By HasiGH (Own work) [CC-BY-SA-3.0 (http://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons
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▫ Artículo publicado en Revista Almiar (2006). Reeditado por PmmC en octubre de 2019.

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