MADRID Y SUS
CONTRASTES

por
Guillermo Ortiz


Reportaje 1
14.03.2004

(Dedicado a todos los madrileños, acostumbrados a sufrir por las causas más nobles.
Con todo el afecto... de otro madrileño).




Callé de Alcalá y La Cibeles (Madrid)


Los madrileños siempre parecemos estar a disgusto. Somos gente de paso, que viene de cualquier lado y sabe que acabará en cualquier otro. Acostumbrados a descuidar la ciudad como si no fuera nuestra, a huir de momentos solemnes y crear contradicciones en cada esquina. Definitivamente, Madrid no es Barcelona. Posee una especie de orgullo vacío, desmotivado, apático. Poco entusiasmo a la hora de venderse y poca humildad a la hora de convivir. Ese es su encanto: una ciudad sin memoria y sin promesas, que se enseña tal y como es. Con todo lo bueno y lo malo funcionando a la vez en el mismo sitio, en el mismo instante.

Así, por ejemplo, si uno pudiera andar por el medio de la calzada de la calle Alcalá dejando atrás la puerta del Sol un viernes, un sábado por la noche, no se podría fijar sólo en las fachadas de los edificios del siglo XVIII silueteando el cielo, ni en la estatua de un ave fénix presidiendo el edificio Metrópoli. Tendría que reparar también en el flujo constante de adolescentes, parejas, camellos, vendedores orientales con bocadillos, rosas, cd´s en la mano... incluso algunos turistas despistados y sonrientes que han ido a cenar después de ver un musical y que no se pueden creer lo que ven. Una romería camino de la plaza de Cibeles, donde el desencanto mezclado con el alcohol toma forma de autobús nocturno.

No sólo eso. Estarían también las esteras y los sacos de dormir de los sin-techo justo en la puerta del Banco de España, un ratero buscando presas fáciles cerca del cajero del Círculo de Bellas Artes. Dos veinteañeros buscándose ávidamente con las manos a la puerta del teatro Alcázar. Las pasiones más altas y las más bajas reunidas en apenas doscientos metros.

A esa hora —pongamos que son las tres, las cuatro, las cinco de la mañana— lo verdaderamente asombroso es que la violencia que se respira, que respiramos todos los miembros de este ejército aunque hagamos como si nada, quede contenida casi milagrosamente entre bandas de skinheads, punkis, siniestros, pijos, mods, rockers, alternativos... que van nutriendo el río de la calle Alcalá bajando por sus diversos afluentes.

Pero, por encima de todo, si uno pudiera andar por en medio de la calzada como alguno de los miles de coches que toman la curva de la Gran Vía pasados de velocidad, de frenada y de entusiasmo, no le quedaría más remedio que reparar en la Fuente de Cibeles, sus dos leones y su mirada perdida, ajena a todo lo que le rodea. Como buena madrileña. Y en el mismo plano, casi como una corona, con las luces iluminando desde el suelo el camino de manera intermitente, la Puerta de Alcalá, de frente, con sus tres arcos perfectamente distinguibles y no de perfil, esquiva, como cuando uno baja por Serrano.

Tras unos diez-quince minutos, cuando por fin llego a la plaza, me quedo parado, confuso, intentando apreciar el tono amarillo mortecino que aporta una mayor decadencia a los edificios que pasan sorprendentemente desapercibidos en el fragor del fin de semana pero que imponen su presencia el resto de los días: la decadencia del Palacio de Linares iluminado como un club de alterne. La decadencia del letrero del Hotel Palace al final del Paseo del Prado, en la siempre rival plaza de Neptuno, el reloj del impresionante edificio de Correos marcando el tiempo que queda para que llegue el siguiente autobús. La decadencia incluso de los cuerpos que se sientan en la parada y esperan, esperan, esperan... un motivo para no volver a casa.

Web del autor: http://www.guilleortiz.com


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FOTOGRAFÍA: Pedro M. Martínez
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