Santiago de Chile en invierno

Diario de Chile

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por Cristian Alcaraz

Diario de Chile, 1: Llegar

Viajar es, por encima de todo, estarse quieto. Viajar en avión por lo menos. Quieto sin más o quieto en una cola. Quieto a diversas distancias de un mostrador de facturación. Quieto en los controles de seguridad. Quieto en los alrededores de una puerta de embarque. Quieto y muerto de miedo en el interior de un avión.

Me ha tocado sentarme junto una madre colombiana de edad indeterminada que viajaba con su bebé en brazos, pero no ha sido desagradable. No voy a decir que el niño fuera un encanto: por primera vez en mis treinta y un años de vida, el exceso farmacéutico con el que embarqué ha funcionado. Todo sobre ruedas. Incluso el bebé parece haberse contagiado de mi entumecimiento voluntario. Todo el avión, a decir verdad, ha flotado en algún momento.

De un tiempo a esta parte no se me ocurre ninguna razón por la que no debieran caer (o explotar en el aire o partirse por la mitad) cualquiera de los aviones a los que me subo.

Sentía algo dos puntos por encima del pánico ante la idea de pasar 17 horas encerrado en dos aviones y sin poder fumar.

Barcelona-Bogotá. Bogotá-Santiago. He salido ileso.

La programación de películas para el vuelo también ayudó: Las comedias universitarias dan sueño. Las películas de Van Damme (o de gente que a lo mejor no es Van Damme pero que se le parece y que también da patadas) dan sueño. De hecho ponen triste.

Mi amiga Sonia me consiguió diacepanes, orfidales y transiliums suficientes para invadir un país pequeño por la vía de la anestesia, y esta vez sí, esta vez, qué gusto decirlo.

Funcionó. He pasado la mayor parte del viaje bajo los efectos de las diversas posibilidades combinatorias de pastillas y vino tinto; o lo que es lo mismo: a veces dormido, y a veces algo incluso mejor (he visto flotar azafatas, lo cual es, de lejos, lo mejor que me ha pasado nunca en un vuelo).

Cuando hemos aterrizado en Santiago estaba tan profundamente dormido, que si hubiera dependido de mí habríamos dado un par de vueltas más por el océano antes de bajar.

Admito ahora que he fumado un cigarrillo no entero y a escondidas en un lavabo del aeropuerto de Bogotá; y que la mujer que pedía las tarjetas de embarque para el vuelo a Chile ha levantado bruscamente la cabeza y ha dicho «¿quién fumó aquí?»; y que yo he señalado a un tipo trajeado que se alejaba por el pasillo en la dirección contraria.

Después de pasar el control policial en Santiago (seis de la mañana hora chilena, ni inspectores ni pasajeros le hemos echado muchas ganas): Avalancha de taxistas sujetando entre las manos carteles con la palabra «taxi», de la misma manera en la que en España sujetamos carteles con nombres y apellidos.

Todos sin excepción eran el taxi más barato de Santiago. Todos conocían la ruta más rápida. ¿A dónde? A donde sea. No sólo hablaban a la vez sino que hablaban con todos a la vez. No les he hecho caso. ¿Por qué? Por la misma razón (qué desagradable admitirlo) por la que no les habría hecho caso mi madre o mi tía o mi abuelo, o generaciones y generaciones de desconfianza transatlántica.

Aquí va: todos hemos oído historias. Esa clase de historias: el país sudamericano y el recién llegado europeo. Vivos, listos, oportunistas, vagos, aprovechados: te la jugarán. A mi primo Marcos le robaron en el aeropuerto de; yo conozco a alguien que conoce a alguien a quien le pasó que; porque te juro que es verdad eso que cuentan que; porque en la tele han dicho que. En fin, tres hurras por el imaginario colectivo.

Todo esto, de más está comentarlo, conlleva la —automática, inevitable— puesta en marcha de mecanismos internos de culpa, con líneas de pensamiento en torno a los estereotipos, el racismo, los clichés y los prejuicios (líneas de pensamiento atenuadas en este caso por los fármacos; líneas de pensamiento por las que en realidad pasamos casi siempre de puntillas).

Por lo demás, la melé de taxistas ha producido un (curioso; breve; con encanto) efecto de amontonamiento, de voracidad masculina o inmediatez de mercadillo. Todo ello a pesar de ser las seis de la mañana, y de que del avión bajábamos cuatro gatos, y que los taxistas en cuestión no eran más de diez. Durante treinta o cuarenta segundos, parecíamos muchos en un lugar abarrotado, y de repente había que ser rápido, listo, acertar. Mis orfidales y yo debemos haber resultado un elemento decorativo extravagante, o un contrapunto cómico extraterrestre.

He cogido un transfer, como me indicó Cami, mi amiga chilena, con cuyo tío voy a residir. No hay buses de línea a la comuna la Reina desde el aeropuerto, o eso me han dicho. Nadie más iba en esa dirección, así que he ido solo en el transfer y me ha costado una pasta, o lo que a mí me ha parecido una pasta, a pesar de estar narcotizado y de no aclararme en lo más mínimo con el cambio entre euros y pesos chilenos. Me he ido con la sensación de que cualquiera de los taxis más baratos de Santiago amontonados a la puerta habría sido, efectivamente, más barato, sea o no verdad.

El conductor del transfer no se pone el cinturón, así que yo tampoco. Conduce rápido, pero seguro y cómodo. Aumenta el tráfico y él no disminuye la velocidad y, sin que llegue a variar un ápice su conducción, lo acabo catalogando de temerario. No deja para nada que la realidad del tráfico afecte su forma de conducir. Esto se hace así y lo demás no me interesa, no va conmigo. Por lo demás es un tipo simpático, conversador sin ser pesado, respetuoso con mis silencios de latino de sangre adulterada y mis maneras de recién salido de una operación. Fumamos sin parar en el transfer (vengo de mi encierro antitabaco en aviones y aeropuertos, de mis chicles de nicotina y mis ansiolíticos), lo cual es una bendición. Le pregunto por la Reina y por Príncipe de Gales, donde voy a residir, y me dice «bien, un sitio tranquilo y buena onda», pero se nota que no cree en lo que dice. En lugar de GPS (o lo que yo entiendo por GPS) el transfer tiene incrustado en el salpicadero un portátil diminuto de estos que no tienen reproductor de DVD incorporado y que abultan y pesan lo mismo que un libro de, pongamos, Javier Marías.

Las carreteras de las afueras de las grandes ciudades, las carreteras que las rodean o que llevan a sus aeropuertos son iguales en todas partes. Lo son al menos aquellas que recuerdo. No distingo de entrada esta carretera de las de Madrid o Estocolmo o Barcelona. Excepto por un detalle. Un pequeño detalle:

Los Andes.

La sensación de estar en cualquier sitio se anula, la sensación de estar en todas esas partes donde uno ya ha estado, en cualquiera de ellas o en todas a la vez (monólogos de carreteras somníferas que son el final de cualquier viaje largo) se cortocircuita ante la presencia —poderosa, tranquila y (al menos de buena mañana) excesiva— de la cordillera.

Esto es distinto, piensas, eso sí que no estaba. Si yo he estado aquí, eso no estaba.

Yo antes no he estado aquí.

Diario de Chile, 2: Empezando a caminar

La maravillosa sensación de ir a un sitio y darte cuenta de que no estás. No hay nada de ti allí todavía. Todo es ajeno y ligero, la vida es sencilla y sobretodo posible (no la complicaste aún). Tu cara no se refleja en los escaparates. No estás aún en los bares. No vas en ese autobús. La ley de la gravedad no ejerce en Chile. No todavía. Santiago es un piso a estrenar con sus ilusiones intactas. Sin hipotecas. Las calles son un misterio y cada viaje en metro un desafío. La maravillosa sensación de torcer en cualquier esquina y no saber dónde estás, de poder ser otro y cualquiera (pero todo lo que de uno no llega en el avión acaba por llegar igual. La mediocridad y los problemas vienen a nado, pero vienen. Vendrán).

Estamos a treinta grados y las cimas de la cordillera, mentirosas, aparecen nevadas. Otra vez los Andes. Mientras me enjabonaba en la ducha, ¿qué veía?: los Andes. He meado viendo los Andes desde la ventanilla del lavabo de una cafetería. Desde la terraza donde fumo en mi departamento se ven los Andes. Vivo rodeado por un majestuoso suspenso en geografía (nunca supe bien dónde estaban las cosas, ni en los mapas ni fuera de ellos, suspendí siempre todas las materias de orden práctico). Siento la insistencia de turista sobre este asunto, pero la influencia de la cordillera sobre el paisaje y la ciudad, y muy especialmente (supongo) sobre el recién llegado —el impacto, el descaro de su inmediatez— me descoloca. Diría incluso que tiene un efecto vitamínico. Te levantas viendo esas cumbres y te dan ganas de invadir algo, de cantar hasta la afonía una marcha militar.

Los grifos de agua de la ducha son de ruedecilla y están separados. Uno para el agua fría y otro para el agua caliente. Esto es así y hay que aceptarlo. Estas cosas pasan. Dar con la combinación adecuada para conseguir una temperatura de agua razonable es algo que se me antoja más allá de la duración de mi estancia en el país. A medida que el agua se acerca al final de la tubería hace un ruido de semental dispuesto o de tragedia inminente, que, por más veces que lo oiga, me provoca una carcajada.

He conseguido que el tío de Cami me autorice a fumar en mi habitación. «He conseguido» es un resumen injusto, por escaso, de la insistencia de ametralladora infalible a la que le he sometido. Él también fuma, pero por alguna razón en esta casa se fuma sólo en la terraza (relaciono esta prohibición, la relaciono sin pruebas, con el hecho de que hasta hace seis meses Ricardo, el tío de Cami, viviera aquí con su madre. Ella falleció, así que ahora, lógicamente, ya no viven juntos —o eso espero. Me da por pensar que la prohibición es previa al fallecimiento de la madre, y que ha sido asumida por él como una costumbre más de la vida en el departamento, como almorzar en el comedor o pasear el perro a media tarde. En fin, que voy a fumar en mi pieza). Ricardo ha transigido. De hecho, ha sido encantadoramente comprensivo (parece serlo en todo). Se lo agradezco. Para mí lo contrario era motivo de mudanza. Yo he venido aquí a escribir una obra maestra (puede que más de una), y como todo el mundo sabe, las obras maestras no se escriben saliendo a fumar a la terraza, se escriben entre montañas de humo, destrozándote la vista, la espalda y la salud, sin levantar el culo de la maldita silla.

En mi nueva habitación hay un libro que dice «quién explica bien la Biblia» y unos esquís con el manguito amarillo fluorescente. También hay un ordenador del tamaño de una nevera, que ya nadie usa, y que es todo lo rectangular y aparatoso que puede ser un ordenador. Si lo vaciáramos podría servirme de armario. La cama donde duermo se hunde por tres puntos distintos, pero lo hace de una forma encantadora. Las paredes son azules y hay familias de ositos saludando dibujadas. Los ositos no sonríen, simplemente saludan. Hace unas horas estaba en Barcelona y ahora estoy en la comuna la Reina, Príncipe de Gales, Santiago de Chile. He oído no menos de veinte veces la palabra hueón desde mi llegada. Mi corrector de Windows, creo yo que con toda justicia, da como error ortográfico la palabra hueón. Hay un perro en la casa. Por la forma en que Ricardo abraza al perro estoy cada vez más convencido de que es gay. Ricardo, quiero decir. No le he preguntado pero creo que no trabaja. Me parece que vive de los varios alquileres a su cargo en el edificio (es un edificio familiar, en varios departamentos hay parientes suyos y otros están sin más a su cargo). De ser así, me parece de lejos el mejor empleo del mundo.

El perro es pequeño y feo, cariñoso cuando le apetece y con unos inexplicables (dado su aspecto) aires aristocráticos. Parece todo el día a punto de pedir té y pastitas, o de ir a reñirte por lo sucias que llevas las uñas. Es un perro escandalosamente mimado, con pose y actitud de tener una pronunciación y un vocabulario de escuela privada.

Ricardo tiene un amaneramiento comedido, retentivo incluso, como si hubiera pactado consigo mismo la máxima contención en sus desplazamientos, más allá de las posibilidades que ofrezca el espacio. Se pasa el día limpiando y me pide (me exige) hacerme él el desayuno. Torradas con mantequilla, café y leche en polvo, pan con dulce de leche (al que aquí, con toda justicia, llaman manjar). Me destrozaría la dentadura de nuevo y lo haría feliz si quedara encerrado para siempre en un almacén de dulce de leche. Y esto lo dice alguien que está a la espera de cinco implantes dentales y con más fundas que dientes sanos. Mi primera impresión de Ricardo fue un tanto ambigua, pero cada vez estoy más convencido de que vamos a llevarnos bien. Se nota que le alegra tener vida, gente, movimiento, a su alrededor y en la casa; sabe estar y conversar; sabe dejarte a tu aire y no molestar. Es empático y agradable. Quiere a Cami con locura y eso siempre es buena señal.

Por la noche he ido al cine con Cami. Hemos visto una película chilena verdaderamente mala. Super, se llamaba. Aparte de no gustarme, he experimentado a ratos la curiosa sensación de que te hablen en tu idioma y no entender nada.

Hemos tomado un vino en la terraza de mi departamento. Hemos hablado de los distintos tipos de ansiolíticos y demás pastillas para histéricos que tomamos, hemos hecho un great hits de ataques o reacciones nerviosas memorables. Lo he pasado en grande. Casi había olvidado lo bueno que es hablar con Cami, la sensación de descanso que produce hablar con ella.

Diario de Chile, 3

La noche del jueves 29 de octubre asisto a mi primer temblor de tierra chileno. Es un temblor infantil, escasamente masculino, como si un niño de tres años jugara a intentar moverme el escritorio. El temblor me coge donde y como debe: escribiendo y con un cigarrillo entre los dientes, bebiendo vino chileno de madrugada y en calzoncillos.

 

Callejeo con Camila por el centro de Santiago el mediodía del viernes, después de desayunar y pasear por la comuna (una cosa: desayunar por aquí no es precisamente fácil. Ricardo hoy no estaba y decidí desayunar fuera. La Reina no va sobrada de cafeterías. En Barcelona es imposible caminar cien metros sin encontrar un bar, una cafetería o un restaurante. En realidad es imposible caminar cien metros sin encontrar un bar, una cafetería Y un restaurante. Aquí no sólo es posible si no en ocasiones agonizante. Especialmente recién levantado. Desayuno fuera de casa desde que dejé de gatear, pero no parece que en Príncipe de Gales haya mucha gente que comparta esa costumbre. Además, la cafetería —por llamarlo de alguna manera— más cercana a mi departamento es un McDonald’s, con su idéntica en cualquier lugar del mundo arquitectura de McDonald’s, algo así como si al arquitecto le hubiera sobornado o amenazado de muerte una empresa de excedentes de plástico para que lo usara indiscriminadamente en la construcción. Un McDonald’s en el que por supuesto no se puede fumar).

Gran parte del centro de Santiago tiene aires de mujerona vieja o de puta digna. Hileras de casas de una altura saltable con pértiga, a veces incluso sin pértiga, esquinas de boulevard de barrios bajos de Los Ángeles, puestos de venta ambulante (y aquí estos puestos resultan espectacularmente ambulantes. A veces tiene uno la sensación de que ni siquiera llegan a estar quietos). Hay una suciedad alegre, etérea y difícil de explicar, como si a todo le faltara una última capa de políticamente correcto, o como si fueran los edificios y las calles y no las personas quienes se pasaran la vida fumando. Las construcciones típicas de Santiago —esas casas de una o dos plantas, con grietas y maderas viejas, con verjas y vallas oxidadas— hacen pensar en esas caras mezcladas con arena y barro que se les quedan a las personas que han vivido toda la vida trabajando la tierra, esas arrugas y marcas que son en sí biografías. Algo así parece recubrir gran parte de la ciudad.

Otra cosa del centro de Santiago: Las maderas crujen. Hay madera. Mucha. Cruje. Uno sube una escalera de madera y la escalera cruje (y al parecer, escaleras de madera hay unas cuantas). Uno camina sobre un suelo de madera y el suelo cruje (y al parecer, suelos de madera hay unos cuantos). Los marcos de la ventana de mi pieza son de madera y no sólo crujen, hacen un (perturbador) sonido de tranvía cada vez que la abro. Quiero decirlo: La madera en España no cruje. La madera en España dejó de crujir hace mucho tiempo. En las grandes ciudades por lo menos. Quitamos la madera de muchos sitios, y allí donde la dejamos le enterramos los crujidos en barniz, se los plastificamos y estilizamos hasta hacerlos desaparecer. Chile cruje. España no cruje. Es una diferencia. Es importante.

Después de hacer un poco de turismo, Camila me lleva a su universidad, la universidad de Arcis, donde ella y sus amigos estudian actuación teatral (aquí es una carrera. Cuatro años). La facultad se parece, más que a un edificio de y para estudiantes, a una casa okupa cualquiera de Barcelona. Se compone básicamente de construcciones a las que podríamos llamar o bien hangares o bien barracones, en los que al parecer se ensaya y se hacen todo tipo de ejercicios, y de otro tipo de espacios más cercanos a la idea estándar de un «aula». Todo el mundo aquí viste como si pasara su ropa por una trituradora antes de ponérsela, o como si intercambiaran entre ellos jirones de ropa arrancados en plena crisis de ansiedad. Me siento en la terraza con Cami y sus amigos, me pongo las gafas de sol una y otra vez (porque Cami no hace más que quitármelas) y fumo como un carretero. Todo resulta sorprendentemente poco oficial y universitario. Me choca de entrada (si bien no resulta desagradable, más bien al revés) la ausencia de distancia en el trato. El trato entre ellos pero, sobretodo, el trato de ellos conmigo. Ya sé que suena a tópico —la proximidad y calidez sudamericanas— pero resulta ser cierto. Yo he estudiado en la facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad autónoma de Barcelona, en Bellaterra. Y en una escuela de literatura en Madrid. Allí hay una distancia. No estoy hablando de una cuestión física o no estoy hablando sólo de una cuestión física. Hablando o caminando por un pasillo, la sensación de tumulto o invasión que da el alumnado es otra. Y por supuesto, la distancia con respecto a alguien que te acaban de presentar es muy otra. Esta inmediatez, esta cercanía instantánea, descoloca y divierte (estoy intentando evitar expresiones como «espacio vital» o «invasión de espacio vital». No sé porqué estoy intentando evitar expresiones como «espacio vital» o «invasión de espacio vital»).

Cuando acabo el paquete de tabaco lo tiro al suelo con un disimulo europeo del que al momento me avergüenzo. Aquí no hay un centímetro de suelo vacío (sin un trozo de madera, botella, lata o envase de comida). Aquí hay un gallo que alguien ha dejado tirado por ahí y que cacarea como si le fuera la vida en ello. Hay alguien clavando unas maderas rectangulares encima de otras maderas rectangulares con un martillo. Hay ensayos de danza que parecen terapias de grupo para epilépticos. Hay movimiento y gritos y olor a comida. Hay cartones de vino y gente vendiendo comida y DVD‘s. Hay gente que se levanta y se abraza, se sienta y se dispersa. Pero yo tiro el paquete de tabaco vacío como si me fuera a abroncar mi madre, y sólo cuando nadie me mira.

Por toda la universidad hay carteles electorales de Arrate, el candidato comunista a la presidencia del gobierno (al parecer llego a Chile justo en el inicio de la campaña electoral). El cartel es una foto de tres cuartos del propio Arrate, sin mucho truco, con la palabra «Allende» escrita al fondo. Supongo que Allende, como Perón en Argentina, sigue siendo un fantasma vivo, algo que aún mueve conciencias en una dirección o en otra. Camila me cuenta que Arrate (que aparenta tener la misma edad que el comunismo en sí) es (como seguramente lo sería en casi cualquier facultad relacionada con alguna materia artística de mi país) el candidato preferido de la gente de su universidad.

Al salir me llama la atención algo. Algo en lo que no me fijé al entrar. Hay una puerta de entrada, y una puerta de salida. Ambas están separadas por una barra metálica. Hay un vigilante junto a la barra. Este lugar es un caos enorme, todo parece siempre en movimiento, en construcción o fuera de sitio. Nunca vi una universidad parecida. Pero hay que entrar por una puerta y hay que salir por la otra. Hay incluso un señor que vigila que se haga correctamente.

Diario de Chile, 4

Santiago de Chile, fin de semana

VIERNES

Tomamos tragos por la tarde en un bar cerca de la universidad de Camila. Bebemos cartones de un vino espectacularmente barato (y que resulta ser bastante mejor que el vino barato que bebe uno en Barcelona). Pago en solitario algún que otro cartón y abastezco de tabaco al grueso del grupo. Por europeo, supongo. Somos siete personas, seis compañeros de carrera de Cami (tres chicas, tres chicos) y yo. El bar está lleno a reventar y suena como la inminencia de una hecatombe. Las mesas son de madera y crujen. Bebemos. Cami, a quién todos llaman Cocó y que es un cielo, no para de decirle a sus amigos que la novela que estoy escribiendo va a ser grandiosa. Me refiero a que literalmente no para de decirlo. Les dejo a todos mi libreta para que anoten cosas que valga la pena ver en Santiago, ya sean monumentos o discotecas, museos o bares. La cosa empieza bien pero a medida que nos animamos las hojas se llenan de chistes privados, direcciones de correo electrónico, números de celulares, slogans políticos, frases célebres de autores latinoamericanos, manchas de vino, dibujos de cabezas y brazos, inicios de relatos que nadie continúa. La libreta entera acaba por parecer el reflejo de la mente de un psicópata.

Nos movemos a casa de Jorge, uno de los chicos, cerca de la estación de Moneda. Seguimos bebiendo y a medianoche bajamos a la piscina de la sala de ejercicios del edificio. El portero protesta, pero al contrario de lo que sucede en las fiestas en Barcelona o Madrid, no le hacemos mucho caso. Por un momento, veo al pobre portero como al típico personaje secundario de comedia generacional, cómico e irremediable a su pesar: es el contrapunto, la idea de orden que no nos alcanza, el marco contra el que se refleja nuestra —como diría el poeta— juventud descarada.

Junto a la piscina, que cubre lo suficiente como para que no te mates si te lanzas de cabeza, hay máquinas para hacer ejercicio con aspecto de, digámoslo así, antiguas, y que borrachos como estamos no sirven para nada (aunque alguno que otro lo intenta). Nos desvestimos, nos lanzamos al agua. Soy una década más viejo que Camila y varios años mayor que la mayoría de los presentes, pero igual chapoteo. Me sumerjo. Salto. Corro de un lado a otro de la piscina y nado como una perra en celo (no es nada sexual, es que no sé nadar). Jugamos a cosas a las que no jugaba desde la época en que intentaba convencer a todo el mundo de que eso que tenía encima del labio era un bigote y no una pelusilla, y en fin, me divierto. Para ser jóvenes y artistas y estar en la capital, comparados con los de Madrid, estos chilenos no se drogan nada. Beben mucho, verdaderamente mucho, pero de lo otro nada, apenas fuman unos «pitos» de marihuana. Marihuana y para de contar (propuesta transatlántica de entretenimiento: que algún chileno pruebe a salir de fiesta por España y se acerque a alguien y le pida «un pito» a las tres de la mañana. O lo meten en un psiquiátrico o lo meten a árbitro).

Casi todos los gays presentes muestran en algún momento alguna clase de interés por mí. Ninguna de las mujeres presentes da la más mínima muestra de estar interesada. (Todo esto es una tradición que arrastro desde España: Si yo hubiera sido gay, me habría sido difícil conciliar un trabajo y una vida normal con mi vida sexual. Me habría hinchado a follar de una forma grotesca. Habría muerto, como Felipe González, aunque él hablaba de otra cosa, de éxito. Como hetero, en cambio, hay que admitir que no le he dado demasiadas alegrías a mi bando. Mi delgadez histérica y mis ojos grandes, mi cuerpo de niño desnutrido de treinta años, tienen un éxito nada despreciable en el universo gay. La mayoría de hombres heterosexuales no entienden que alguien como yo pueda resultar atractivo. Ni a hombres ni a mujeres ni a dios padre nuestro señor. Resulto para ellos algo así como el rival débil, esa cosa sin tórax que habla más bien poco, alguien a quien ni siquiera tener en cuenta en caso de competición. Eso es una ventaja, está claro, o debería haberlo sido, de haber sido yo un poco más espabilado en lugares como discotecas o clubes. Pero ese es otro tema).

De vuelta en el departamento de Jorge viene más gente y traen pisco, y pruebo finalmente el pisco con coca cola. Paso buena parte de la noche hablando y bebiendo vino con Christopher, un compañero de universidad de Cami que se parece a Nick Drake (un parecido que aumenta a medida que bebo, hasta el punto en que llego a tener la sensación de estar hablando con Nick Drake). Es un tipo divertido y espigado, de charla agradable, que escribe textos en los que Van Gogh habla en primera persona. Caigo poco, pero caigo, en mi habitual tristeza de mitad de la fiesta (esa ausencia de sentido que le agarra a uno en mitad de la diversión y la locura).

En algún punto las horas se vuelven líquidas, se escurren rápidas y borrosas, manchando de vino la madrugada y la alfombra de Jorge. La distancia hasta la comuna la Reina se me antoja imposible y me acabo quedando dormido sobre la alfombra.

Cuando despierto tengo más treinta y un años que cuando me acosté. Tengo una resaca adulta, una resaca con acento de Valladolid y tarjeta de visita, una resaca mucho más acorde con mi edad que con mi aspecto. Viene acompañada de una mala leche cósmica, universal. Compruebo que han pasado cosas. Por ejemplo: mis gafas de sol de patilla blanca que si le echas ganas recuerdan a las gafas de Elvis y si no pues no, han muerto por aplastamiento, un homosexual encantador que me ha dejado libros de Lemebel se ha sentado encima. Los chicos siguen en la casa, distribuidos aquí y allá, fumando pitos o durmiendo. Son las once de la mañana chilenas y decido volver a la Reina.

Salgo a la calle sin mis gafas de sol y compruebo que sí, que mi resaca es ciertamente espléndida, compendio y a la vez homenaje a LA RESACA. Un bloque de cemento en el centro de mi cabeza, enorme y des sincronizado con respecto a mi propio movimiento. Si yo me muevo a la izquierda, el bloque se desplaza a la derecha, golpeando con estridencia mi cavidad craneal. Si me detengo en un semáforo, el bloque sigue hacia delante llevado por la inercia.

Camino por la avenida Libertador Bernardo O’higgins sin acabar de dar con la siguiente combinación simple: quiosco abierto donde comprar prensa y cafetería abierta donde se pueda fumar. Primero una cosa. Luego la otra. No pido más. Quiero un diario chileno para envolverme la cabeza y la resaca mientras las sumerjo en litros de café. Quiero también un váter. Necesito expresarme. Lo necesito.

Lo que sí consigo son unas gafas de sol nuevas en un puesto de venta callejero.

Entro en un comercio. Pido un croissant. Me dan un tíquet. Tengo que ir con el tíquet al otro lado del comercio. En el otro lado del comercio me dan otro tíquet conforme les he entregado el primer tíquet. Vuelvo a donde empecé y entrego el segundo tíquet. Me dan el croissant. Salgo a la calle y lo muerdo. Queda automáticamente insertado en mi dentadura sin posibilidad alguna de ser masticado. Lo arranco de entre mis dientes y lo tiro a la basura.

Compro una magdalena, o lo que en mi tierra llamamos magdalena y aquí muffin. Miro hasta tres veces la fecha de caducidad de esta cosa con aspecto y textura de magdalena pero con sabor de infancia desgraciada porque no me creo que esté en buen estado. Lo tiro a la basura. Tengo un ataque de esnobismo de barrio de clase media alta barcelonesa que crece y se transforma en un ataque de cólera contra todo Santiago (contra todo Chile en realidad, este país con forma de espagueti lanzado contra la encimera para ver si está ya al dente, con cordilleras de suspenso en geografía y temblores de tierra homosexuales). Encuentro finalmente un café. Me acerco a la barra y pido (ruego, imploro), que me sirvan el café más cargado que haya habido jamás sobre la tierra. Entro en el lavabo pero no hay papel de váter, de hecho apenas hay váter, hay que fijarse para ver la taza. Salgo y pido «papel confort», entro de nuevo justo a tiempo para descubrir que el pisco resulta ser un laxante excelente.

Ya de vuelta del infierno, tomo el café (cargado, maravillosamente cargado), y me relajo leyendo prensa. Como un sándwich de ave con queso. Me entero en la sección de cultura de La Tercera de que Ray Loriga da una charla hoy en la feria del libro de Santiago, y decido que iré a verle.

Al salir del metro, ya en príncipe de Gales, busco la referencia con la que suelo orientarme para coger bien mi calle y no acabar caminando hasta la frontera con Argentina: Piñera, pensativo y esquinado, diciéndole a los narcos lo que piensa hacer con ellos, lo poco que les queda de alegría si llega al poder (¿por qué los eslóganes de la derecha se parecen siempre tanto en todas partes?). Una vez sé dónde está Piñera poniendo firmes a los narcos, ya sé dónde está mi casa. Así funcionan las cosas.

Llego a mi departamento sin mayores problemas.

SÁBADO

De nuevo en el piso del Jorge. Camila y yo llegamos tarde, o lo que a mí me parece tarde, cerca de la una y media de la madrugada (cinco y media de la madrugada en mi país y en mi cabeza). Al vernos entrar, el portero corrió a decirnos sus cosas de portero (los vecinos se quejan, los carabineros vienen, la vida no vale la pena).

Tomamos vino del que hay en la casa y del que Cami y yo trajimos de la Reina (lo compramos en un comercio que era todo verjas y distancias y desconfianza, y un engorro para pagar y sujetar la compra a la vez. «Atienden así, con la verja cerrada, para que no les roben», dice Cami).

«Es Halloween», dice alguien. ¿Dónde vamos? Hay un tazón con sangre falsa (Ketchup, azúcar y no sé qué) expectante y amenazante sobre una estantería. Hay discusiones un tanto infantiles acerca de quién pone la música y qué tipo de música y durante cuánto tiempo. No todos ponen canciones pero todos, incluido yo, participamos en las discusiones, que en general entretienen más que la música. Fumamos como carreteros, especialmente un servidor (hay un chileno que se muere en todos los paquetes de tabaco de Santiago. Siempre el mismo. Como fumo unos dos paquetes y medio de veinte cigarrillos al día, es de lejos la persona a la que más he visto y con quien más he tratado desde que llegué, si bien se trata de una relación unidireccional. Es un señor mayor. Cabizbajo. Tiene cara de que sus hijos hace tiempo que no le visitan. Tiene un tubito de plástico saliendo de la nariz que le conecta a algo que o bien es una tetera antigua o bien una bombona de oxígeno). Somos ocho personas en la casa. Algunos se duermen o parece que se duermen. Al rato despiertan, conversan, toman, duermen de nuevo. Hay protestas por lo tarde que es, todos quieren ir a algún sitio pero no acaban de ponerse de acuerdo. El proceso de movernos acaba siendo lento y repleto de amagos y falsos intentos.

Salimos con la intención de ir a comprar «pitos» a unos conocidos de Jorge, son cerca de las cuatro de la mañana. Doy por supuesto, cuando dicen «vamos a ir en auto», que alguien más aparte de Camila tiene coche (el razonamiento es simple: somos ocho personas. En cada coche cabe un máximo de cinco personas. Vamos a ir en coche. Vamos, por tanto, a ir en dos coches).

Subimos los ocho en el coche de Camila.

Jorge nos lleva a un sitio que más tarde alguien me explicará que era «Santa Rosa con Coquimbo». Nadie me explica en el momento qué tipo de zona es. Alguien ha traído el bote de sangre y nos pintamos durante el trayecto porque Daniela, una de las chicas, ha oído decir que la fiesta donde vamos es más barata o quizá gratuita si vamos disfrazados. Todos parecen de acuerdo en que mancharnos la cara con esa mezcla de Ketchup y edulcorante equivale a disfrazarse. Nadie hace caso de mis protestas y acabo tan rojo y viscoso como los demás. Trato de parecer enfadado pero se me escapa la risa. En cuanto llegamos al cruce de calles acordado, una melé de tipos sin camiseta y a buen seguro armados (y quiero decir: A BUEN SEGURO. Y quiero decir: ARMADOS) surgen de la nada corriendo en dirección al coche y haciendo señales que en cualquier país del mundo quieren decir PARA y quieren decir también AHORA. Alguien, no lo recuerdo bien pero creo que Cami, dice «cerrad los seguros, subid las ventanas». Jorge dice «no pasa nada, yo los conozco, no pasa nada». Nos piden, aunque quizá pedir no es el verbo adecuado, que bajemos del coche. Hay dos tipos heridos en la acera. Uno tiene un disparo en la pierna. Otro un navajazo en la espalda. Ninguno de los dos parece estar muy grave, aunque si hay algo en el mundo de lo que seguramente no sé nada es de navajazos y disparos. Quieren que los llevemos al hospital. Cami y Carla, que van en el asiento delantero, se quedan en el coche. Los heridos llegan hasta el auto sangrando pero por su propio pie. De repente los tipos reparan en nuestras caras. Nuestras caras están llenas de sangre. Alguien pregunta que si hemos tenido un accidente. Por un momento, vista desde ellos, la situación debe haber sido: ahí vienen esos tipos que acaban de abrirse todos la cabeza con el auto a llevarnos a nosotros al hospital, porque nos han baleado y acuchillado. Un chico verdaderamente joven que resulta ser hermano de uno de los heridos (o que al menos se refiere a él sin parar como «mi hermano mi hermano») me da la bienvenida a Chile cuando le comentan que recién llegué. Le doy las gracias. Esperamos sentados en la acera a que vuelva el coche. Algunos de los tipos se acercan por turnos a agradecernos la ayuda y a intentar conseguirnos los pitos. Daniela dice sin parar y sin que nadie se lo haya preguntado que su pelo rubio es teñido, que no es para nada natural (al parecer, según la leyenda, este tipo de animales sin camiseta del intestino grueso de Santiago tienen alguna clase de preferencia por las mujeres rubias). «Soy teñida, de verdad, esto no es mío. Mira, ¿ves?, aquí debajo es negro», dice. Yo le pregunto a la persona sentada a mi derecha —y aunque pretendo que suene a broma creo que no doy con el tono adecuado— ¿esto sucede cada fin de semana?, ¿esto sucede cada fin de semana?

—Se portaron bacán. Uno decía «aprisa, duele, aprisa, duele», pero se portaron bien —me dice Cami, cuando finalmente nos recoge.

Nos movemos hacia el bar Mala Vida, en los alrededores de (o quizá en la propia) calle Buenos Aires. Voy sentado encima de un tipo de lo más simpático que se llama Néstor, y que apenas se queja del entumecimiento en la pierna izquierda producido por mi peso. No se queja, seguramente, por buena educación. Y porque debe estar más concentrado en el entumecimiento de su pierna derecha, provocado a ratos por Jorge, a ratos por Daniela.

Al bar Mala Vida le quedan unos treinta minutos para cerrar. Nos hacen precio: mil pesos por persona (apenas un euro y poco), pero nadie quiere pagarlos por tan poco tiempo. Alguien dice «fiesta en Seminario», y volvemos al coche. Pasan autos de los carabineros y yo diría que nos ven. Que ven a ocho locos con la cara llena de sangre abarrotando un Hyundai blanco. Pero no nos paran. No nos gritan. No dicen nada. Sentado sobre Néstor, con la cara roja y viscosa, conversando, pienso «estás demasiado viejo para esto. Asúmelo, para esto estás viejo ya».

Sigue divirtiéndome la forma de tratarse de los amigos de Cami. Carecen de ese grado de retentiva (ese filtro mínimo) al que estoy acostumbrado (y desde que llegué a Santiago soy especialmente consciente de que eso es a lo que estoy acostumbrado). Cuando a uno de ellos le molesta un comentario parece de verdad enojado, pero al momento se le pasa, y así con todo. Nadie hace el más mínimo esfuerzo por equilibrar su expresividad o sus palabras. Que se me entienda: No es que en Barcelona yo me dediqué a salir con ancianas que toman todo el día té y llevan puesta por cara una máscara de rigor mortis. Pero sí que estoy acostumbrado a que si alguien, por ejemplo, insiste en hacer una broma que ya ha dejado de tener gracia, tú vas y lo dices. Quiero decir que simplemente lo dices. No saltas como si quisieras matarle a él y a toda su familia. No al menos como primera reacción. No sé si me explico. De hecho lo estoy releyendo y yo diría que no. En fin, que son muy expresivos. Y que toda esa expresividad instantánea me resulta (me lo resulta al menos borracho y con un ojo tapado por la sangre falsa que me gotea desde el pelo) auténtica. Y que vamos en coche. Y que somos ocho. Y que viva el pisco. Y que lo estoy pasando bien.

La fiesta en Seminario ha terminado cuando llegamos. Hay gente amontonada en la puerta y gente saliendo del local. Hacen comentarios sobre nuestro aspecto. Son las cinco y media de la mañana chilenas. Alguien dice «hay un after en calle Brasil», y volvemos al coche.

El after en calle Brasil resulta ser una casa antigua, oscura y gigantesca, llena por completo de tipos con aspecto de ser todos muy malos, haber crecido en la calle y estar buscando pelea. El suelo es de madera y más que temblar se dobla con los saltos y los pasos de baile de la gente.

—¿Te gusta el sitio? —pregunta Camí.

—Como reformatorio sí.

Mientras espero a que me sirvan en la barra un pisco cola (hay que esperar, la policía está fuera, no se sirve hasta que se vayan), asisto a una pelea. Es rápida. Básica, simple, escasamente coreográfica. En los ambientes por los que acostumbro a moverme nos amenazamos. Nos decimos cosas como «tú a mí no me conoces»; o bien «tú no me has visto enfadado»; o bien «no te pases un pelo». Nos empujamos. Ponemos cara de infectados por un virus militar descontrolado. Pero a las manos se llega poco. Poco y mal (cuando nos amenazamos tanto, lo que en realidad estamos esperando es que alguien nos separe sin haber llegado a pelear y sin haber quedado como un cobarde). Esta pelea es en cambio automática. Carece por completo de ritual o introducción. Dos miradas, puñetazos, un tumulto, gente que corre. Fin.

Es aquí, en la barra, esperando mi pisco, donde tengo mi primer —y dadas las circunstancias absolutamente inverosímil— flashback chileno.

Pero lo más impactante y sin duda divertido y el motivo por el que me lo acabaré pasando increíblemente bien hasta bien entrada la madrugada es que:

En la sala principal, todos los chicos malos y todas las chicas salvajes están bailando:

a) Britney Spears; b) música tradicional chilena; c) salsa.

¿Alguien en su sano juicio imagina una Rave clandestina en un caserón a las afueras de Madrid o en una masía abandonada cerca de Barcelona en la que la gente lo dé todo bailando Paquito el chocolatero? ¿Alguien imagina a un montón de tipos duros y ombligos de mundos oscuros y la fiesta alternativa bailando a Britney Spears?

Daniela y Jorge me sacan a la pista. Jorge es un tipo que hace trabajos creativos mezclando fragmentos de libros y conversaciones del mesenger, y también es un tipo estupendo. La gente a veces se sorprende y a veces se ríe de nuestras caras ensangrentadas, que están cada vez más secas y grumosas. Bailo considerablemente mucho teniendo en cuenta mi biografía, soy incapaz de dejar de reír, y acabo haciendo un montón de nuevos amigos a los que seguramente nunca más volveré a ver (nota final: después de una noche con peleas, navajazos, disparos, amenazas y tráfico de drogas acabo por estar apunto de morir… abriendo la ventana de mi cuarto. Dada su ubicación, es imposible abrir o cerrar dicha ventana sin subirse encima de la cama. Como ya he dicho, el colchón tiene una forma deliciosa de hundirse por varios sitios. Como ya he dicho, bebimos bastante durante la noche. Fue apoyar un pie sobre la cama y (lo juro) verme a mí mismo cayendo, gritando en el aire, aplastándome contra la acera. Me agarré, no sé muy bien cómo dado mi estado, al marco de la ventana.

No tardé en quedarme dormido.

Dormí de un tirón y como un angelito.


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Ilustración artículo: Fotografía por Víctor San Martín, publicada en Wikipedia (licencia Creative Commons Attribution ShareAlike 2.0).



📰 Artículo publicado en Revista Almiar, n.º 49, noviembre-diciembre de 2009. Página reeditada en junio de 2019.

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