DRÁCULA, DE BRAM STOKER, Y EL MITO DEL VAMPIRO

Óscar Bartolomé Poy

El mito de Drácula ha conocido una infinidad de adaptaciones cinematográficas. De Murnau a Tod Browning, pasando por las películas de la Hammer, la figura del conde se ha convertido en la principal referencia del género de terror. A comienzos de la década de los noventa, cuando ya se creía que el personaje estaba agotado, Coppola transformó al cruel vampiro en héroe romántico. Fue una loable y original reescritura del mito.

Antes de pasar a hablar de la película, es necesario ofrecer unos sucintos apuntes sobre este personaje de ficción con raíz histórica, para a continuación hacer un breve repaso por los autores y las obras que trataron el mito del vampiro con anterioridad a Bram Stoker.

I - Historia y leyenda de Vlad III, «El empalador»

Vlad Tepes (sobrenombre que significa ‘El empalador’) nació en 1431 en el pueblo de Sighisoara, enclavado en Transilvania. Gobernó como príncipe de Valaquia (antiguo principado danubiano, que formo con Moldavia el reino de Rumanía) en 1448, de 1456 a 1462, y finalmente en 1476, año de su muerte. En aquella época el trono de Valaquia estaba amenazado desde el exterior por los turcos y húngaros, y en el interior por una aristocracia ávida y ambiciosa que promovía las luchas intestinas. Según recogen algunos documentos, encontró la muerte en un campo de batalla, decapitado por sus propios soldados, que lo tomaron por un turco.

Vlad III fue uno de los tres hijos legítimos de Vlad Dracul, nombrado caballero de la orden del dragón por el Emperador Segismundo de Hungría, y nieto de Mircea el Grande, soberano de Valaquia. El título nobiliario Dracul, que luego heredaría su ínclito vástago, se puede traducir lo mismo por ‘dragón’ que por ‘El Diablo’, como también se le conocía. El viejo Vlad residía allí en Bran Castle, convertido hoy en foco de atracción de turistas gracias a la popularidad de la novela de Stoker. El nombre de Drácula, como comúnmente es conocido su descendiente, proviene del patronímico ‘ulea’, que en rumano quiere decir ‘hijo de’. De este modo, Drácula es su nombre sincopado, que significa ‘hijo del Diablo’.

Padre e hijo se ganaron una merecida reputación de crueles y sanguinarios por su comportamiento bárbaro y tiránico. El pueblo le puso el apodo de «El empalador» por su afición a aplicar este brutal castigo a todo aquel que contraviniera sus órdenes. No obstante, esta expresión no aparece en ningún manuscrito hasta mediados del siglo XVI. Vlad III era un consumado torturador que mataba por puro divertimento o movido por súbitos accesos de furia. Sus métodos de gobierno eran brutales y expeditivos. Hay miles de anécdotas que glosan sus tropelías. Se dice que para erradicar la mendicidad de Valaquia convidó a todos los indigentes a un ágape para acto seguido prender fuego a la sala en que se encontraban. En otra ocasión mandó preparar un banquete en medio de un campo sembrado de moribundos empalados, para disfrutar así de una agradable velada en un magnífico y salutífero paraje. El sultán Mehmed II, su gran rival, quedó horrorizado ante el aspecto que presentaban las afueras de Tirgoviste, capital de Valaquia, cuando la conquistó. Había hileras inacabables de cuerpos ensartados en lanzas que la mirada no alcanzaba a abarcar. Se estima que ejecutó a casi cien mil personas empalándolas, quemándolas o desollándolas vivas. Entre sus víctimas preferidas se contaban los infieles y las mujeres promiscuas.

En su país natal, Drácula está considerado como un héroe nacional por la defensa de Rumanía y del Cristianismo frente al avance del Imperio Otomano. El Papa Pío II lo consideró un paladín de la fe (¿para cuándo su beatificación?). Evidentemente, para otros fue un monstruo, sádico y déspota.

II - Elisabeth Báthory, «La condesa sangrienta»

Bram Stoker nunca pisó Rumanía, pero se sintió atraído por Drácula y se documentó sobre sus hazañas. Su leyenda trufada de guerra y sangre le hizo pensar en el mito del vampiro. Empero, algunos estudiosos sostienen que, en realidad, no se basó tanto en Vlad Tepes como en Erzsébet Báthory para escribir su indeleble novela, y que si no eligió una mujer como protagonista fue únicamente por una razón comercial. Stoker pensaba que la mentalidad decimonónica no entendería que una fémina fuera tan vesánica.

Elisabeth Báthory nació en Hungría en 1560 en el seno de una familia de ilustre linaje. Cuando apenas contaba dieciséis años, su mano le fue ofrecida al conde Ferencz Nádasdy, vasallo del Emperador, eximio general y cruento guerrero, más conocido como «el héroe negro de Hungría». Su propio marido la inició en el arte de la tortura y su fiel sirviente Thorko la introdujo en el mundo de la magia y el esoterismo. Cuenta la leyenda que fue por pura casualidad cómo la condesa creyó descubrir las propiedades rejuvenecedoras que la sangre ejercía sobre su piel, tras caerle unas gotas en la mano después de haberle propinado un bofetón a su ayuda de cámara. A partir de este hallazgo, asesinó y torturó sin piedad durante diez años a más de seiscientas doncellas vírgenes, con el único fin de bañarse en su sangre.

Su servidumbre era la que más sufría su demencia. Entre sus métodos de tortura predilectos estaba la colocación de llaves y monedas candentes en sus manos. Durante las orgías de sexo y hemoglobina que tenían lugar al anochecer en los sótanos de su castillo de Csejthe, Báthory se comportaba como una ménade desbocada. La «virgen de hierro» era el instrumento de tortura por el que profesaba más cariño. Se traba de un autómata fabricado por un relojero alemán que la condesa compró en Nüremberg. Consistía en un armazón metálico con forma humana dotado de un mecanismo para mover los labios y abrir los ojos. Al tocar algunas de las piedras preciosas de su collar, se accionaba. Entonces alzaba los brazos y abrazaba a la muchacha que tuviera delante. Sus senos se abrían y de ellos brotaban cinco puñales que horadaban la frágil carne. A un lado se sentaba la condesa en un trono para recibir el baño de sangre. Antes se cuidaba mucho de vestirse de blanco. Le gustaba el simbolismo de la pureza. Estas orgías tenían un alto componente de lesbianismo, como queda patente.

Su incuria a la hora de deshacerse de los cadáveres, unido a la desaparición de vírgenes nobles, fue lo que la condujo a la perdición. En 1611 fue procesada por el rey de Hungría, Matías II, por prácticas aberrantes y por herejía. Su condena fue ser emparedada en su alcoba. Tan perturbada estaba su razón, que nunca creyó haber cometido ninguna maldad. Creía que su nobleza le permitía obrar así. Se le suministró escaso condumio a través de una rendija, pero aun así logró sobrevivir tres años más. Durante ese tiempo no se comunicó con nadie. Los fámulos acusados de complicidad tuvieron peor suerte: fueron torturados cruelmente para luego morir en la hoguera.

La vida de Erzsébet Báthory es un buen ejemplo de la máxima que reza: «El ocio es la madre de todos los males». Las prolongadas ausencias de su marido la impelieron a buscar un modo de entretenerse, y claro, no se le ocurrió nada mejor que torturar. Curiosamente, a la «condesa sangrienta» le unía un lejano parentesco con el linaje de Vlad Tepes, puesto que en la aristocracia húngara y rumana el incesto estaba a la orden del día. La fascinación que este personaje ha despertado a lo largo del tiempo es acusada. Paloma Picasso, la hija del célebre pintor, interpretó a Báthory en uno de los episodios de los Cuentos inmorales, de Valerian Borowczyck. La escritora bonaerense Alejandra Pizarnik, obsesionada con su figura, le dedicó una obra en prosa titulada La virgen de hierro. Además de esto, uno de los últimos descendientes de la condesa, Dennis Báthory-Kitsz, está escribiendo una ópera sobre su insigne antepasado.

III - Los orígenes del mito del vampiro: mitología y supersticiones

Aunque a veces parezca que Bram Stoker fue el creador del vampiro, lo cierto es que el origen de esta criatura se remonta a tiempos inmemoriales. Los chinos, los babilonios y los griegos, entre otras civilizaciones, ya hablaban de monstruos que chupaban la sangre.

En la antigua China se conocía como Giang Shi a un diablo que actuaba de esa manera, pero quizá se temía aún más el ataque del Kiang, un vampiro capaz de chupar la sangre de sus víctimas en tan sólo unos segundos.

Autores clásicos de la Hélade como Virgilio, Plinio, Agripa, Herodoto, Homero o Aristófanes creían tanto en la existencia de licántropos como en unos seres espectrales emparentados con los lémures romanos (espíritus de difuntos) denominados empusas, que cambiaban de forma y que asesinaban niños para alimentarse de su sangre. En Las Ranas, Aristófanes describe una empusa que adopta aspectos tan diferentes como un perro, una mula o una voluptuosa dama.

En la antigua Roma se temía la aparición de un vampiro volador llamado Strix, que sembraba el terror entre los campesinos.

Los rumanos huían despavoridos ante la presencia siempre intuida del Strigoi, un ser repugnante con patas de cabra o de caballo.

Los aztecas, por su parte, rendían tributo al dios Huitzilopochtli, al que ofrendaban sacrificios humanos. Se sentían obligados a darle su corazón y su sangre como justa compensación por haber creado el mundo.

Una lectura libre del Antiguo Testamento da como resultado que Caín fue el primer vampiro de la Historia, ya que después de matar a Abel renegó de Dios y fue condenado a no ver nunca más la luz del sol, a ocultarse en las tinieblas y a alimentarse de cenizas y de sangre.

Etimológicamente hablando, la palabra ‘vampiro’ procede del húngaro o del serbocroata ‘vampir’. No está claro si se originó en húngaro y de ahí pasó a las lenguas eslavas o si su origen estuvo en el serbocroata, de donde pasaría al alemán y después al húngaro. La entrada de esta palabra en las lenguas de la Europa occidental parece producirse a causa de un episodio de histeria colectiva que tuvo lugar en Hungría a partir de 1730.

En su origen se llamaba vampiros a los fallecidos que abandonaban sus tumbas, con alevosía y nocturnidad, para alimentarse de la sangre (y en ocasiones de la carne) de los vivos. Más tarde, Voltaire aplicó este término para referirse a los usureros. Hoy en día se emplea este calificativo para designar cualquier forma de existencia parasitaria o carroñera.

Enfermedades como la catalepsia y el porfirismo están detrás de las supercherías que dieron origen al mito del vampiro. En muchos casos se enterraban personas vivas que estaban en un estado de sueño profundo y que luego, al despertar y sufrir un ataque de pánico como consecuencia de encontrarse encerradas en un ataúd, se rompían las uñas en un baldío intento de levantar la tapa y escapar. Cuando se producía alguna epidemia que diezmaba la población o sucedían muertes inexplicables, los campesinos exhumaban las tumbas y en ocasiones hallaban cadáveres con expresiones agónicas, las uñas melladas y cubiertas de sangre y el estómago abotargado. Esto les llevaba a la creencia de que era un no muerto y, por tanto, el causante de todos los males; de modo que para acabar con él le clavaban una estaca en el corazón y le cortaban la cabeza. A los anatematizados por la Iglesia con el estigma de vampiro se les enterraba en los cruces de caminos, para confundirles en el caso de que decidiesen abandonar sus fosas. Los aquejados de porfiria eran un blanco fácil para esta superstición, pues los síntomas en que se manifiesta esta enfermedad son similares a los del vampiro: necesidad de beber sangre, anemia crónica, fotofobia, vello en las palmas de las manos, ojos inyectados en sangre y retracción de las encías (lo que daba la impresión de que sus dientes, en especial los colmillos, aumentaban de tamaño).

IV - El vampiro en la literatura

Sin embargo, los verdaderos referentes de Stoker descansan en la tradición escrita. El primer autor que se aproximó al mito fue Johann Wolfgang von Goethe. Su balada de La novia de Corinto, que data de 1797, imbrica el cuento fantástico del vampiro en el Romanticismo. John William Polidori, el médico de Lord Byron, recogió el testigo. En 1816 escribió su novela El Vampiro durante una corta estancia en Villa Diodati, a orillas del lago Leman, en Ginebra. A su lado se hallaban Percy Bysshe Shelley, su mujer, Mary Wollstonecraft (éste era su apellido de soltera), y el citado Byron. A causa de una fuerte tormenta que se desató y que les impedía partir, se reunieron al anochecer junto al fuego para leer historias de fantasmas, y de allí nació la iniciativa de escribir cuentos de terror. Así es como se gestaron Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, y El Vampiro. Este acontecimiento fue recreado con mano hábil por Gonzalo Suárez en la película Remando al viento. El protagonista de El Vampiro es Lord Ruthven, un vampiro aristocrático, enigmático y seductor, que sin duda era un trasunto de Lord Byron, odiado y amado a partes iguales por Polidori.

Unos años más tarde, en 1840, James Malcolm Rymer escribió Varney el vampiro o la fiesta de la sangre. El poeta maldito por excelencia, Charles Baudelaire, también abordó el mito en La metamorfosis del vampiro. Su admirado Edgar Allan Poe no fue menos, y así nos legó Berenice. Alexéi Tolstoi, primo del celebérrimo escritor, y Nikolai Gógol se acercaron al vampiro folclórico en La familia del Vurdalak y El Viyi, respectivamente. Por su parte, Guy de Maupassant, con El Horla, y Arthur Conan Doyle, con El Parásito, introdujeron una nueva variante: la del vampiro etéreo o invisible que absorbe la vida de los mortales.

Nadie discute que la mayor fuente de inspiración de Stoker fue su compatriota Sheridan Le Fanu, y, más en concreto, su novela breve de ambientación gótica Carmilla. Esta obra, enmarcada en la colección Las criaturas del espejo, narra cómo la vampiresa Carmilla seduce a una joven dama, Laura, que le hospeda en su castillo, configurando una curiosa historia de amor lésbico, donde lo que se insinúa resulta mucho más inquietante que lo que se dice. Hijo de una familia hugonote emigrada a Dublín, para cuando escribió Carmilla (1872) estaba retirado de la vida social debido a la pérdida de su mujer. Por este motivo se le dio el nombre de «Príncipe invisible».

La rama dorada, de James Frazer, y La condesa sangrienta, de Valentine Penrose, son otras de las fuentes de las que bebió; además de la citada El Vampiro, de Polidori.

Stoker concibió Drácula como una novela epistolar, al modo de Las amistades peligrosas, de Choderlos de Laclos, o Las afinidades electivas, de Goethe. Con ello pretendía darle un toque del clasicismo imperante un siglo atrás. Aunque responde a rajatabla al género de terror (que se define por un palmario maniqueísmo: oposición del Bien y del Mal), rompió las convenciones de la novela gótica. En una época en que los avances científicos colisionaban con la fe, Stoker quiso poner en tela de juicio la razón, y a este fin introdujo un elemento sobrenatural y misterioso que trastocaba las vidas de unas personas confiadas en las bondades de la ciencia.

Desde su primera edición por la Constable & Co. de Londres, en 1897, la obra tuvo un éxito arrollador. No obstante, y como suele ocurrirles a muchos autores (pensemos en Anthony Burgess o en Patrick Süskind), a Bram Stoker sólo se le conoció por Drácula, cayendo en el olvido el resto de su producción literaria. Con La dama del sudario, su última gran novela, optó por repetir la fórmula de Drácula, pero sin obtener el reconocimiento de aquélla. Estructurada en una sucesión de documentos apócrifos, narra la espeluznante experiencia de un joven modesto que, para heredar una fabulosa fortuna, se verá obligado a establecerse en un tétrico castillo de los Balcanes.

V - Adaptaciones cinematográficas de Drácula

Friedrich Wilhelm Murnau fue el primer director que llevó a la pantalla la novela de Bram Stoker, en 1922. Para entonces, la mujer del escritor irlandés, Florence, aún se hallaba viva, y en su poder residían los derechos de autor de la novela. Cuando le comunicaron que querían adaptar al cine Drácula, se negó en rotundo. Así pues, a Murnau no le quedó más remedio que cambiar el título. De este modo pasó a llamarse Nosferatu, eine symphonie des grauens. Para evitar posibles reclamaciones, director y productores decidieron introducir insustanciales modificaciones. Así, a Drácula se le dio el nombre de Orlock y la ciudad de Londres se cambió por la de Frankfurt. Estas alteraciones no fueron suficientes, empero, para sortear la denuncia de Florence, a quien los juzgados británicos dieron la razón. Por orden de la viuda de Stoker se mandó destruir el negativo original y todas las copias del filme. Por suerte, de esta quema se salvaron unas pocas gracias a la diligencia de algunos coleccionistas.

El primer actor en dar vida a Drácula fue Max Schreck, que cuajó una interpretación sobria y convincente, y que se convirtió en una referencia obligada para los intérpretes que han encarnado al conde después de él. Su rostro cadavérico, sus manos huesudas, sus uñas largas y su pelliza negra han pasado a la posteridad. Nosferatu es, junto a El gabinete del Dr. Caligari, de Robert Wiene, una de las cumbres del expresionismo, así como una de las obras más destacadas del director de Fausto. También es, pese a su título, la adaptación más fiel que se ha hecho de la novela de Stoker.

En 1979, el director alemán Werner Herzog nos ofreció su particular visión del clásico de Murnau. El escrupuloso respeto de la película por el original se manifiesta por encima de todo en la interpretación de Klaus Kinski, digno heredero del enteco y espectral Schreck.

Sin duda alguna, el rostro de Drácula en el imaginario colectivo es el de Bela Lugosi, que interpretó al conde en la película de Tod Browning, allá por el año 1931. El actor húngaro se metió tanto en el personaje que éste acabó poseyéndole. Su desvarío llegó hasta el extremo de creerse el mismísimo Drácula, y así adoptó la costumbre de dormir en un ataúd (la locura de Lugosi está muy bien retratada en la excepcional película de Tim Burton, Ed Wood). En el plano artístico, Drácula dista mucho de la perfección de Nosferatu, pero sirvió para fortalecer la identificación del vampiro como un aristócrata galante y refinado. La película de Browning no seguía en absoluto el original, en parte porque estaba basada en la obra de teatro estrenada en Broadway que adaptaba a su modo la novela.

Luego vendrían las películas de la Hammer, desprovistas de toda pretensión estilística. En 1958, Terence Fisher dirigió Horror of Dracula, ofreciendo el rol de protagonista a Christopher Lee. La sexualidad velada y la atracción de la sangre eran los reclamos de esta adaptación.

VI – Drácula de Bram Stoker

Por último, en 1992 Francis Ford Coppola dirigió Drácula de Bram Stoker, la adaptación más innovadora y ambiciosa de todas cuantas se han hecho. Desde el momento de su estreno dividió a la crítica. Para unos no era más que un mero ejercicio de estilo lastrado por un barniz comercial, mientras que para otros se trataba de una joya visual dotada una plasticidad exquisita.

Lo primero que hay que decir es que la película no hace honor a su nombre. El Drácula de Coppola no pretende ceñirse a la novela de Stoker; y si se le dio este título fue por una decisión de los productores de la Columbia, que querían hacer la adaptación definitiva. El guión de James V. Hart introduce una significativa variación con respecto al resto de adaptaciones: por primera vez Drácula es capaz de llorar. Nunca antes se le habían atribuido al siniestro conde sentimientos humanos. Como reconoció su director, las Crónicas Vampíricas, de Anne Rice, habían reformulado el mito del vampiro. Lestat, su protagonista, experimentaba las mismas emociones que un humano, incluido, por supuesto, el amor. Así pues, este nuevo Drácula es concebido como un ser atormentado que vaga en el tiempo a causa de un amor no consumado.

El asombroso prólogo sirve para plantear la historia de amor entre Vlad y Elisabeta (es probable que Hart pensara en Báthory al darle este nombre), así como para explicar su conversión en vampiro. Stoker omite toda alusión al pasado del conde en su novela. Coppola, por el contrario, bucea en los orígenes de Drácula, de suerte que su personaje es el que más se parece al auténtico Tepes. Tanto es así, que en la memorable secuencia de la batalla se le ve empalando turcos, acción que ninguna otra película había mostrado con anterioridad. Este introito cumple, asimismo, la función de envolver a Drácula en un halo de fanatismo religioso y apostasía, elemento que refuerza sobremanera su férreo carácter.

Francis F. Coppola

El guión llegó a manos de Coppola de casualidad. Fue Winona Ryder quien, habiéndolo leído, se lo entregó para, en caso de que le interesara, rodarla juntos. La menuda actriz se había quedado con el prurito de trabajar a las órdenes de Coppola desde que no pudiera participar en el rodaje de El Padrino III (su papel lo hizo finalmente la hija del realizador, Sofía Coppola). El director neoyorquino dio el visto bueno y enseguida se reunió con James V. Hart, que llevaba varios años trabajando en este proyecto.

Como homenaje a Bram Stoker, se decidió emplazar la narración en el año en que fue escrita la novela; es decir, en 1897. Esto permitió recrearse en la belleza de la época victoriana. También fue un acicate para que Coppola mostrara su particular visión acerca de los orígenes del cine.

Lo que más destaca de Drácula de Bram Stoker es la deslumbrante belleza de sus imágenes, por lo que es poco menos que obligado empezar desgranando su concepción formal. La aparición del cinematógrafo es fundamental en el modo en que está montada la película. Las sobreimpresiones nos retrotraen a los trucajes de Méliès, mientras que el montaje en paralelo nos remite al nacimiento del lenguaje cinematográfico de la mano de pioneros como Edwin S. Porter o David W. Griffith. También abundan los fundidos encadenados, como la cola del pavo real que se funde con la salida del túnel o como los orificios de la mordedura en el cuello de Lucy que se sobreponen a los ojos del lobo que se escapa del Zoo. El simbolismo que se crea con estos recursos formales recuerda a filmes como Avaricia, de Erich von Stroheim.

El relieve que Coppola confiere al cinematógrafo es tal que la secuencia en que Drácula pisa por vez primera las calles de Londres está montada a la velocidad de un proyector de la época (15 fotogramas por segundo), con el característico sonido de la manivela haciendo girar el negativo. Además de eso, la imagen está granulada para otorgarle un tono añejo. Un chico que reparte la prensa de un penique pregona a voz en grito las maravillas del nuevo invento, que había dejado obsoleto al kinetoscopio de Edison. La vinculación de Coppola con las primeras patentes destinadas a capturar la imagen en movimiento se explicita en el nombre de su productora: American Zoetrope.

Drácula asiste poco después en compañía de Mina a una proyección de lo que parece ser una película de golfos y picardías. El local donde se ofrecen estos espectáculos de ilusionismo y sombras chinescas remeda al Salón Indio del Grand Café en el Bulevar des Capucines, donde los Lumière hicieron su primera proyección pública el 28 de diciembre de 1895. Las sombras chinescas son una reproducción de la crepuscular batalla inicial de Drácula contra los turcos, rodada con la misma técnica. Aquí se aprecia una evidente fascinación de Coppola por Kagemusha, de Akira Kurosawa.

Los trucos de magia y las peregrinas teorías sobre hipnotismo y metempsicosis que proliferaron en la Europa fin de siècle también están presentes. Drácula, todo un taumaturgo, transforma las lágrimas de Mina en diamantes, ante su sorpresa y su arrobo. A diferencia de las otras versiones, en esta película puede utilizar sus poderes para un noble propósito. El profesor Van Helsing, por su parte, es un experto en magnetismo animal y en mesmerismo. Puede someter la voluntad de otra persona, como hace con Lucy y con Mina. Este poder lo comparte con su enemigo, que tira de los hilos de Lucy para convertirla en un nosferatu y que se comunica telepáticamente con su adorada Mina para que acuda a su encuentro. También le dicta cuándo puede verle y cuándo no. Se percibe que siente vergüenza de que le vea bajo la forma de bestia, cuando hace suya a la desventurada e inerme Lucy. Poco más tarde, al contrario, atrae su atención cuando pasea por Londres bajo la envoltura de caballero apuesto y donairoso. La secuencia en que una calesa atraviesa el eje de sus miradas mientras Drácula le espeta con un deje hipnótico: «Puedes verme. Ahora vas a verme». es sublime. En última instancia, Drácula sólo quiere proteger a Mina, como demuestra su renuencia a que libe su sangre y se convierta en lo que él es: Nada. La atracción animal (que, no olvidemos, siempre es hacia lo desconocido y turbador) que existe entre los dos amantes se ve acentuada por la inopinada presencia del lobo de blanco pelaje. A resaltar las palabras del conde: «Tenemos mucho que aprender de los animales». Se cita textualmente a la novela cuando Drácula musita extasiado: «Sus aullidos son música para mis oídos».

Pero la voluntad del conde aún llega más lejos, pues es capaz de utilizar los elementos a su antojo y los animales le obedecen. Este dominio de la voluntad sobre la Naturaleza haría la envidia del gran Schopenhauer.

Los avances de la tecnología están subrayados, no ya sólo en plano de las imágenes, sino también en el de los diálogos. Hay una focalización en aparatos revolucionarios como la máquina de escribir que usa Mina, el dictáfono en el que el Dr. Jack Seward deja constancia de sus confidencias amorosas, el gramófono de la habitación de Lucy o el mecanismo para la transfusión de sangre. Paradójicamente, Drácula, un ser proveniente de una cultura atávica, se erige en defensor de la ciencia, mientras que Mina, que vive en una gran urbe, le quita todo valor cultural al cinematógrafo. Esta alusión a la ciencia también se daba en la novela de Stoker.

Otro elemento habitual en los retratos de finales del XIX, especialmente en los círculos bohemios, es el alcohol y las drogas. En una secuencia sensual y hermosa, Drácula inicia a la inocente Mina en los misterios del Hada Verde. Los glóbulos rojos que habíamos visto antes aquí adquieren una tonalidad ambarina, como burbujas de amor. La absenta que el conde escancia en una copa (una copa que, en realidad, es como una cornucopia) colocada delante de la botella hace resaltar la palabra ‘Sin’. La idea del pecado nada en la superficie. Esta dilección por los licores no deja de ser normal en un connaisseur de los caldos más exquisitos.

Por otra parte, el Dr. Seward se inyecta morfina parar huir de la decepción que le provoca el rechazo de Lucy.

Además de las sobreimpresiones y de las sombras chinescas, Coppola se vale de la linterna mágica para jugar con la sombra de Drácula. Esto se hace muy patente en el castillo, cuando recibe a Jonathan Harker. La sombra adquiere vida propia y se desliga del cuerpo, despistando así a su huésped. Cuando el agente inmobiliario le habla de Mina y le dice que van a casarse, la sombra hace el conato de estrangularle. Del mismo modo, durante la recepción de Lucy, la sombra acaricia el rostro de Mina cuando ésta siente envidia del éxito que su amiga tiene con los hombres. Con ese gesto Drácula le está diciendo: «Tú no necesitas ser el centro de atención. Me tienes a mí, que es como decir que lo tienes todo. Deja lo vulgar para los demás». En estas secuencias de claroscuros es donde mejor se manifiesta la influencia del expresionismo de Nosferatu.

A lo largo de toda la película se observa una persistente fijación por el círculo como figura geométrica y como principio y fin de la vida. Es en este aspecto donde el simbolismo alcanza su mayor expresión. Hay primeros planos de las pupilas de Mina, de los ojos del lobo cimarrón, de los orificios de la mordedura, de los hematíes, del túnel por el que sale la locomotora, de la hostia sagrada y de la mácula de la cola del pavo real. Este animal, que simboliza la vanidad, y el espejo, al que en la Edad Media se le atribuía esa misma connotación, se opone a la trascendencia de Drácula. Cuando éste afeita a un aturdido Jonathan, no soporta ver su imagen reflejada en el espejo y los cristales se hacen añicos como consecuencia de su explosión de ira. En ese momento, Drácula reprueba la vanidad de ese invento.

El espejo, la ristra de ajos, el vello de las palmas de las manos y los crucifijos son algunos de los símbolos asociados al vampiro que en Drácula de Bram Stoker se mantienen incólumes, además de la estaca clavada en el corazón y de la decapitación. También respeta, aunque sólo por momentos, la narración epistolar. En el lado opuesto, en uno de los aspectos que más difiere este Drácula del de Stoker es en su polimorfismo, que lo emparenta con las empusas griegas. Estas mutaciones, qué duda cabe, fueron poco menos que necesarias para hacer posible el maridaje entre el cine de terror y el romántico.

Además de por este alambicado montaje, la película de Coppola es recordada por su excepcional y barroco diseño de vestuario egresado de la portentosa imaginación de Eiko Ishioka. Cómo olvidar la armadura que porta Vlad Tepes en el prólogo: una especie de caparazón de escarabajo o de anatomía de un cuerpo privado de la piel con los músculos aún palpitantes (esta interpretación es razonable, pues conocida era su afición de desollar vivos a sus enemigos). Ishioka se inspiró en los cuadros de Gustav Klimt (sólo hay que ver la túnica que Drácula lleva puesta en el desenlace), en las armaduras de samuráis y en el arte bizantino. Estos trajes están considerados como obras de arte, y se han expuesto en museos como el MOMA. Por supuesto, su excelente trabajo se vio recompensado con el Oscar. La diseñadora japonesa también confeccionó el vestuario de La celda, de Tarsem Singh, película en la que Jennifer López aparece embutida en un traje similar al descrito ut supra.

Tampoco podría entenderse Drácula de Bram Stoker sin su música. Wojciech Kilar compuso una de las mejores bandas sonoras que jamás se haya oído en el cine. El compositor polaco combinó con maestría piezas tiernas y románticas como Love remembered con partituras sombrías y frenéticas como Vampire hunters. Entremedio, una serie de movimientos sensuales y perezosos como una serpiente de cascabel, de la que dan muestra The brides o Lucy´s party.

No podía acabar este opúsculo sin referirme a los actores. Gary Oldman fue el elegido para encarnar a Drácula (por suerte, el pacato de Andy García desestimó este papel por su alto voltaje erótico). Basta decir que es la mejor interpretación de su carrera. Está soberbio en el papel de galán y, maquillaje me-diante, consigue inquietar con sus constantes transformaciones. Da un recital de interpretación en el prólogo, cuando besa el crucifijo después de salir victorioso de la batalla, y posteriormente, cuando abre las puertas del castillo y descubre el cuerpo sin vida de su amada Elisabeta. Su apostasía materializada en la espada clavada en la cruz y en el cáliz de sangre que se lleva a los labios te deja sin pulso (los planos cenitales son muy acertados). Parte del mérito de ésta y otras secuencias la tiene Michael Ballhaus, espléndido director de fotografía responsable de maravillas como La Pasión o Gangs of New York. No menos importante es la utilización de palabras eslavas, factor que contribuye a hacer más viscerales a los personajes.

Winona Ryder se reservó el papel de Elisabeta y de Mina Murray, su reencarnación. Supo plasmar con brillantez la indefensión y la integridad que siente ante un suceso que escapa a su comprensión. También fue capaz de transmitir la determinación que le confiere el vínculo telepático con Drácula. Quizá le faltó un adarme de sensualidad y descaro en la secuencia en que trata de seducir a Van Helsing, en la que no acaba de resultar convincente. Huelga decir que el favorecedor vestuario victoriano hizo resplandecer su ya de por sí rutilante belleza. Es la única que ve a Drácula como un ser noble, a pesar de sus crueldades, porque entiende que para una mujer no hay nada más reconfortante que estar protegida por un hombre poderoso que sólo tiene ojos para ella y que oblitera todo lo que no sea su amor.

Keanu Reeves, que por entonces aún no había dado el salto al estrellato, interpretó a Jonathan Harker. Su transición de ingenuo y bondadoso agente inmobiliario a implacable verdugo de Drácula está muy lograda, aunque el envejecimiento prematuro que sufre a consecuencia de las mordeduras de las novias de Drácula no sea del todo creíble.

Sadie Frost brilla con luz propia en la piel de Lucy Westenra, hasta el punto de eclipsar a Winona Ryder en algunas escenas. Exuda sensualidad por los cuatro costados, aunque sea de justicia señalar que es más casquivana de mente que de facto. Su momento álgido tiene lugar cuando Drácula desata la tormenta ante el inminente atraco del Demeter. Con la lluvia acariciando sus rostros y empapando sus livianas y vaporosas vestes, Lucy y Mina danzan a través de los senderos del abigarrado parterre (que guarda una gran similitud con el laberíntico jardín de El Resplandor) y se besan como dos niñas inocentes sin percatarse de la presencia maligna que les está observando. Por ser la amiga íntima de Mina y su contrapunto libidinoso, Drácula la utiliza para alimentarse. Su vestido de novia luego le sirve de mortaja, lo que resulta tétrico a los ojos del espectador.

Anthony Hopkins dio vida al eminente médico Abraham Van Helsing, experto, también, en ciencias ocultas. Puede que cometa demasiados excesos en su rol de irreverente y sarcástico científico, pero, en cualquier caso, dota al personaje de alma. No tiene ningún reparo en tildar a Lucy de «concubina del Diablo», ni en explicar a Mina con todo lujo de detalles cómo murió (aquí hay un impactante fundido encadenado entre la cabeza degollada de Lucy y un trozo de carne trinchado). Es la franqueza llevada al límite. La admiración que siente hacia Drácula, del que reconoce que fue «una mente poderosa», abre una subtrama muy interesante.

Para interpretar a Renfield, Coppola pensó en su amigo el cantante y ocasional actor Tom Waits. Es el personaje que más se parece al original: igual de demente, igual de amante de la entomofagia. Está correcto en su papel de venático, en ese manicomio de condiciones higiénicas insalubres. Consigue dar lástima cuando Drácula le mata por traicionarle.

Por último, y aunque apenas aparezca unos minutos, merece la pena señalar la cautivadora presencia de Monica Bellucci como una de las novias de Drácula. En su debut en Hollywood, cuando tenía veintidós años, mostró su arrolladora voluptuosidad. La secuencia de la seducción de Jonathan por las vampiros contiene un montaje excelente compuesto por planos cortos impregnados de lascivia. Una de las novias tiene serpientes por cabellos. Está claro que son una reproducción de las Gorgonas.

Drácula de Bram Stoker tuvo una gran repercusión mediática y caló hondo en la sociedad. Prueba de ello es que algunas de sus frases han sedimentado en él la memoria cinematográfica. ¿Quién no ha oído nunca aquello de «He recorrido océanos de tiempo para encontrarte» o «La sangre es la vida» (ésta es una cita de la novela)? Es, con permiso de Barry Lyndon, la película más bella que se ha rodado, y la constatación de que las pretensiones comerciales no siempre están reñidas con las obras maestras.

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Óscar Bartolomé Poy nació en 1978 en Baracaldo, pero ha pasado toda su vida en Bilbao, cerca del lugar donde nació don Miguel de Unamuno. Es licenciado en Periodismo y en Comunicación Audiovisual por la Universidad de Leioa, lo que muestra bien a las claras dos de sus pasiones: la literatura y el cine. Desde siempre ha cultivado una panoplia de géneros literarios, que van desde el cuento a la poesía, pasando por el aforismo. Es autor de los poemarios Te quiero, no lo olvides. Poemas para Psyche (editorial Belgeuse) y La luz de tu Faro (editorial Bubok). También hace crítica de cine y ha escrito y dirigido un cortometraje titulado Un billete para el mañana. Algunos de sus poemas pueden leerse en su blog La luz de tu Faro, dedicado a la memoria de la poeta asturiana Sara Álvarez.



Imágenes en el artículo: (Cabecera) Dracula-jpg, By Thecount68 (Own work) [Public domain], via Wikimedia Commons | (En el artículo; orden descendente) Vlad.dracula, By Nikolaus Ochsenbach (Württembergische Landesbibliothek Stuttgart [1]) [Public domain], via Wikimedia Commons | Élisabeth Báthory, By Kelson at fr.wikipedia [Public domain], from Wikimedia Commons | Bram Stoker, [Dominio público], a través de Wikimedia Commons | Bela lugosi dracula, By Screenshot from 'Internet Archive' of the movie Dracula (1931) (http://www.archive.org/details/Dracula1931-Trailer) [Public domain], via Wikimedia Commons | Francis Ford Coppola, Gerald Geronimo [CC-BY-SA-2.0], via Wikimedia Commons.

📰 Artículo publicado en Revista Almiar, n.º 50, enero-febrero de 2010. Página reeditada en agosto de 2019.

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