Foster y Wren (II)

Mario Rodríguez Guerras

El hombre vulgar de esta época no tiene otro afán que buscar razones para su indignación con las que justificar la descarga de su ira. Justificación que únicamente es comprendida por hombres vulgares. Antiguamente, quienes poseían un determinado status social o económico procuraban emular las formas correctas de los hombres cultos. No era más que una careta pero mostraban un respeto a las formas y al diálogo, y aceptaban humildemente su derrota cuando una lógica superior destruía la suya. El progreso social ha llevado a una evolución de las conductas y nuestros hombres cultos desean superar a los hombres vulgares en su vulgaridad y han llegado a desprenderse, como hombres modernos que son, de aquellas molestas ataduras con las cuales únicamente se alcanzaba la cultura, ahora en desuso.

Los hechos contradicen las palabras. En nuestra época se puede justificar mediante una acción una no-acción. También la lógica ha avanzado últimamente para adquirir formas sociales.

Todo se puede justificar con palabras. Pero que se imponga una determinada postura no significa que tenga una mayor justificación. Ya hemos establecido que existen opiniones y criterios. La fuerza para imponerse, y no su verdad, es lo que determina su triunfo. Pero siempre habrá algún Aristófanes que se dedique a aguarles la fiesta a quienes alegremente deseen confundirse.

Las cosas tienen un aspecto vistas de cerca muy distinto al que tienen desde las alturas.

El hombre ha matado a Dios y ha matado a los reyes. El hombre ya no tiene nada fuera de sí en lo que confiar. Los principios antiguos han perdido su valor, han caducado. Aquellos fueron construcciones ideales que partían de la necesidad de buscar un sentido a la existencia. Esa necesidad produjo unas conclusiones y esas conclusiones una forma de vida que finalmente resultó no ser más que una forma social en donde los poderosos podían hacer su voluntad. El interés personal del hombre vulgar con un puesto elevado perjudicó el cumplimiento de la idea. Sólo cuando un hombre elevado ha dominado los destinos de la historia se ha visto el sentido de aquellos ideales. ¿Faltan ideales o faltan hombres?

Lo que nos está demostrando el arte, el no-arte, es que el hombre tampoco tiene nada dentro. Si tuviera algo de expresar nos lo demostraría a través del arte. Un artista que no actúa ya no es un artista. Ciertas formas plásticas pueden justificar socialmente, no culturalmente y sólo durante un tiempo, una falta de intervención. En otras formas artísticas resulta imposible hacerlo. Un poeta que no cante no demuestra ser poeta con lo que no podemos distinguirle del hombre vulgar. Sólo es poeta quien hace poesía.

Pero este deseo de no intervención, como las exposiciones vacías de museos, tienen un sentido que también sabemos interpretar. Estas posiciones concuerdan con una tendencia acentuada últimamente a dejar las obras del pasado dañadas sin reparar. Aunque recuerde al romanticismo decimonónico, nada tiene que ver con él. Aquél buscaba el dulce abandono sentimental a una idea fantástica que evocaban aquellos paisajes de ensueño que recordaban un pasado en el que el hombre no podía realizar una intervención destructora, un pasado en el que el tiempo y la naturaleza eran los dueños y señores, y pretendía de esa forma huir de la revolución industrial que se avecinaba. Las ruinas del presente no buscan una emoción romántica. Demuestra el afán del hombre moderno por huir de toda idea de perfección. La restauración de estatuas o pinturas antiguas produciría la forma perfecta de la obra original y nada odia más la civilización actual que la idea de perfección.

Podemos meter a Bacon en el museo del Prado. Con este acto pretendemos hacer creer que la obra de arte del siglo XX es comparable a la obra clásica. Aquellos locos antiguos habían hecho una distinción entre las bellas artes y el arte contemporáneo. Nosotros no sólo establecemos una distinción sino una oposición, la obra clásica busca presentar una idea, la obra moderna busca fragmentar los elementos con los que se compone la obra. Pero la época moderna pretende hacer que todas las cosas sean iguales, que todo tenga la misma categoría. Mañana el Prado imitará al MOMA y realizará exposiciones de motocicletas frente a los cuadros de Tiziano. El «todo vale» llega también a los museos.

Hemos destruido los templos y los palacios, hemos sacado de ellos a los reyes y a los dioses. Quedaba el museo como templo de la cultura y refugio de ideales. Ahora hemos sacado de allí sus símbolos y los hemos profanado.

Sin duda alguna, este vacío del hombre es inevitable: no carece de sentido pues hay que admitir que la posición en la que se encuentra el hombre actual es el lugar al que las circunstancias anteriores le han llevado. Resulta inevitable estar en él y resultaría imposible estar en otra posición. Los hados establecieron hace mucho tiempo cómo habría de ser este y, aunque nadie haya sabido comprenderlo, hoy se cumplen aquellos designios.

Pero el hombre sólo puede justificar su existencia «vacía» intentando darle un sentido y al transformar el vacío se convierte en un afán de destrucción. Así el hombre puede justificarse: muestra una coherencia entre su pensamiento y sus obras.

(Leer: 1.ª parte de este artículo / 3.ª parte)


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Ilustración artículo: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


📰 Artículo publicado en Revista Almiar, n.º 48, septiembre-octubre de 2009. Reeditado en agosto de 2019.

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