Adega

Fernando Luis Pérez Poza


Abrí los ojos y miré a mi alrededor. Escuché el ruido de las olas, afuera, golpeando el acantilado. El estruendo de la espuma. Era como un rumor que iba y que venía. Un sonido mortecino que se volvía fuerte. Un sonido fuerte que se hacía mortecino. Y yo no me moví. La radio dijo que se acercaba una tormenta. Y luego se cortó la transmisión. Con los primeros rayos y relámpagos se apagó también la luz y me quedé a oscuras. Con los ojos fijos en el fuego del hogar, en el humo que trepaba a ráfagas chimenea arriba. Con la tranquilidad de quien no necesita nada para subsistir. El calor del fuego y una manta. La leña y una caja de cerillas. Y el alma llena de sueños sin convertirse en realidad. Nada para subsistir. El fuego que prendí antes de que se cortara la emisión de la radio. Y la lámpara de aceite brillando, recién encendida, iluminando las tinieblas marítimas, emitiendo en cada giro su tierno mensaje de esperanza más allá de donde suele alcanzar la vista.

Me zampé tres platos de pulpo aderezado al estilo feria, con patatas rosadas, hervidas en el mismo agua de la cocción, y me sobró para el día siguiente. El aceite de oliva brillaba a la luz de las velas, el pimentón le daba un matiz de sarampión al cefalópodo. Debían de ser las once de la noche cuando terminé y supe que las pesadillas esperaban a que me durmiera. Era algo habitual. Siempre que cenaba pulpo sufría pesadillas. Pero yo no tenía sueño. Que se fastidiaran las pesadillas. Sobre la mesa el primer tomo de Los Miserables de Víctor Hugo dispuesto para la enésima lectura. Aunque leyera tantas veces ese libro que, casi, me lo sabía de memoria.

La lectura era mi mayor diversión, acostumbrado a ver pasar de largo las horas por el horizonte como siguiendo la estela de un velero imaginario. Miles de libros repartidos en varias estanterías poblaban la habitación, la llenaban de historias jamás acontecidas salvo en la imaginación de los autores. Novelas que hablaban de los mares del Sur, de los piratas, de los cosacos rusos; cuentos maravillosos que dibujaban en el pensamiento miles de hadas, de duendes, de elfos. El calor de las llamas y una copa de orujo encendían mis mejillas. Estaba buena la caña. Pasaba fácil por la garganta y le prendía fuego a las entrañas.

Me serví otra copa. Nadie en bastantes kilómetros a la redonda. La naturaleza y yo en perfecta armonía tempestuosa. ¡Qué bueno estaba el aguardiente! El pulpo me repetía tanto que por un momento creí que todavía se hallaba vivo y con sus ocho patas golpeaba las paredes del estómago en un vano intento por recobrar la libertad. La acidez del litro de vino que lo acompañara en la excursión por mi sistema digestivo no se cansaba nunca de trepar y resbalar por el esófago al igual que un niño que estrena un tobogán en el parque. La sangre me bullía por las venas y renovaba con su fuerza el espíritu en cada uno de los rincones de mi cuerpo.

Me saqué, despacio, los zapatos. Y acerqué al fuego las puntas de los pies envueltas en unos espesos calcetines de lana. Moví los dedos. Los músculos estaban un poco entumecidos por la falta de actividad. Fijé los ojos en la mesa y una vez más vi la carta, el sobre blanco sobre el que alguien escribiera mi nombre, Venancio Cienfuegos. Y permanecí un buen rato contemplándola, sin atreverme a abrirla. Sabía quien la había escrito, probablemente sabía también lo que decía. Pero no me sentía con ganas para rasgar uno de sus márgenes con el abrecartas y extraer la hoja manuscrita que contenía en su interior.

Mis pensamientos giraban a la misma velocidad que la luz que desprendía la lámpara de aceite. Un carnaval de destellos luminosos se perdía en las tinieblas a cada giro, al reflejarse en la superficie de espejos que rodeaba la llama. No me gustaba la gente. No me gustaba la gente de las ciudades. No me gustaba la gente del campo. No me gustaba la persona que remitía la carta, su forma de despreciar las cosas, su suciedad, su miseria. Odiaba la medianía de sus proyectos, su obsesión por el dinero, la pobreza de sus pensamientos. Por eso me serví otra copa, aun a riesgo de saber que podía armar una gorda.

Afuera silbó el viento. La tormenta había llenado de monstruos los alrededores. La enorme boca de los relámpagos amenazaba con tragarse el edificio. El ruido de las olas dibujaba en el aire el eco de cientos de voces iracundas que se perdían en la distancia. Y yo descolgué la escopeta de la pared y la cargué. Fue un acto instintivo. Y tomé otro trago. Una profunda neblina envolvió mi cerebro en la espuma alcohólica del orujo. Y vi que la carta seguía allí, sobre la mesa, escrita por el mismo puño y letra que yo conocía tan bien, con la misma redondez en las vocales y el mismo pulso tembloroso reflejado en cada punto de la tinta. Los cartuchos contenían perdigones. El suelo se balanceaba como la cubierta de un barco en mitad de una galerna. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales. El sobre exhalaba un espeso aroma a perfume de mujer que a mi olfato le resultaba muy familiar.

De puntillas, a golpe de traspiés, y con la escopeta entre las manos, me acerqué a la ventana. Desde allí contemplé el mar, las encrespadas olas, las montañas de espuma que se derramaban encaramadas a sus crestas. Por momentos me pareció ver un barco navegando en mitad de la tormenta, doblado por el viento, vapuleado por los remolinos de agua que se formaban a su alrededor. El edificio donde estaba era sólido, pero a mí me parecía que se movía. Me acordé del chiste del médico bromista que cuando se le acerca un enfermo terminal y le pregunta: «Doctor, doctor, cuánto tiempo me queda de vida», responde: «6...5...4...3...2...1...». Y me reí, me reí también de la carta, encerrada en el sobre, que seguía sin abrir sobre la mesa. Me reí a mandíbula batiente de todo.

La carta era un grito de papel, un grito de color blanco, un grito que llamaba a mi puerta en medio de la tormenta. Pero yo estaba sordo y borracho para escucharlo. Quería estar borracho para no escucharlo. Sin soltar la escopeta miré el reloj. Sólo faltaba media hora. Empujé un tronco al fuego de la chimenea, y tomé otro trago de aguardiente. Cada vez pasaba más suave por la garganta. Se me trababan la lengua, los pensamientos y los recuerdos. El recuerdo del perfume que desprendía la carta. Y me puse a pensar aunque resultaba difícil hilar el razonamiento.

Fue una historia tonta. El juego de la cerilla. La adolescencia. No es que sintiera una especial predisposición hacia ella, aunque era la que estaba mejor. La nariz era su único y evidente defecto, partida como la de un boxeador. Luego descubriría también el olor de sus sobacos, francamente desagradable y sin desodorante. Pero en aquellos momentos en que necesitaba desfogar mi pubertad fue como si me tocara la lotería. El primer amor. Ese tipo de amor que nunca se olvida, que siempre te persigue, que va dejando sus huellas en todos los rincones más oscuros de la ciudad y en todos los recodos de tu alma. Y eso que Lozano se cabreó e incluso llegó a decirme:¡Eh, que yo la vi primero! Pero ella me eligió a mí.

Entonces se cruzó Miguel, el profesor de dibujo del Instituto Femenino, en nuestro camino. Era un tipo que imitaba a Dalí. En medio de la clase, cuando notaba que los alumnos no le prestaban atención, se subía a la mesa y se ponía a gritar hasta que toda aquella panda de adolescentes quinceañeras callaba y abría la boca de par en par, asombrada de ver a un profesor de aquella guisa. Un filósofo barato de gestos progresistas que las camelaba a golpe de excentricidades y meriendas con vino de crianza. Así le dejaban colarse entre sus piernas. Luego huía para no encontrarse con ellas a solas, en los pasillos del Instituto. Sabía que tendría que soportar cinco días de ojos llorosos, algunos desvaríos juveniles y el tierno tembleque de sus bocas cuando las palabras tropezaran en los labios al tratar de formularle algún reproche. Al final de curso les daba el aprobado y a otra cosa mariposa. Ella también cayó atrapada en su telaraña, aunque yo sólo me enteraría del hecho pasados unos años, cuando se marchó con él definitivamente.

Sí, los años no pasaban en balde. El olor a madera quemada me recordaba al de la cafetería donde Adega y yo iniciábamos las citas. Al recordar su figura se me puso la piel de gallina, blanca y llena de granitos. La última vez que la viera, hacía tres años, estaba tumbada en la playa, con la panza desnuda, exhibiendo su monstruoso embarazo al sol. Y se reía como una loca, como una histérica, como si nunca se hubiera reído de sí misma y tuviera el humor de toda la vida concentrado en los labios. «6...4...5...3...2...1...». Y me reí yo también.

Volví a levantarme y me acerqué a la ventana. Afuera continuaba la tormenta. Las olas estallaban en el acantilado. Y en el horizonte no se veía luz alguna. La botella estaba prácticamente vacía. El estómago me ardía. Con la mano derecha sujetaba la escopeta. El mar había inundado la tierra y el edificio se balanceaba al compás de las olas, o eso me parecía. La lámpara de aceite giraba y giraba como si fuera la sirena de una ambulancia en plena urgencia nocturna. La carta seguía sobre la mesa pero no hacía falta que la abriera. Estaba convencido de que decía que estaba arrepentida y que llegaba en el barco de la medianoche, como ya había sucedido en otras ocasiones. Sólo que esta vez era distinto, el embarazo había dado su fruto.

Por un minuto dejé de pensar. Los ojos vacíos. Calor. Chispas que salían del fuego del hogar. Las brasas me quemaban la piel. La ceniza revoloteaba por la habitación. Adega regresaba. En la carta diría que me amaba, que no podía vivir sin mí, que Miguel los había abandonado y no tenían a dónde ir. El viento me traía su llanto y el del niño. La cartilla del banco en números rojos. Un año de duro trabajo para pagar las deudas. Y ella riéndose en la playa, con la barriga hinchada de embarazada, ahogándose de la risa, partiéndose de la risa, muriéndose de risa. Ella y Miguel de viaje, dando la vuelta al mundo, dilapidando mi dinero. Y me reí yo también. Me reí de mí mismo, de mi estupidez, de mi ignorancia. Me reí del aciago día en que se apagó la cerilla y se me ocurrió pronunciar su nombre.

El agua estaría fría, congelada como su alma. Las olas se tragaban todo lo que caía en la espuma, formaban remolinos y tiraban de las cosas hacia el fondo. Se tardaba poco en morir. Apreté la escopeta con mis manos. La botella vacía. La lámpara gira que gira. La cuenta del banco, vacía. El saldo agotado. La escopeta cargada. Y todo el odio del mundo latiendo en mi corazón. Vivir del mar, respirar el aire puro, bañarme en las azules y transparentes aguas de la playa. El largo sendero de la montaña endurecía los músculos. De la mañana a la noche, de la noche a la mañana, el mundo en completo silencio. La lírica hecha realidad.

No esperaba la carta. ¿Quién se había creído que era yo? ¿Un pariente próximo de Job? ¿El mismísimo Job?. La conocía y sabía que prefería que le arrancaran el alma a devolver la pasta que había pulido. Gananciales dijo el abogado. No tienes nada que hacer. Y las tarjetas de crédito apuradas hasta el descrédito. Hija de perra. Con una mano delante y otra detrás. Dura como el hierro, insensible como el acero. Quince horas de trabajo al día para remontar el vuelo. Sin descansar. La botella vacía. La escopeta a punto de reventar. Los sueños en números rojos. El agua fría, helada. El negocio a la mierda. A la mierda. El pulpo parecía el general Zapata en el estómago, montando la revolución. No, yo era Venancio Cienfuegos, el jodido cabrón que le iba a estampanar un tiro entre ceja y ceja cuando abriera la puerta.

Arrimé una silla a la ventana, me senté y, sin soltar la escopeta, canté: «Te fas alfffonsina con mi soledaffff...». Las efes se resbalaban, se deslizaban por la lengua hacia los labios. Las erres sonaban a caramelo de menta en medio del paladar. Miré el reloj y no logré descubrir cuál era la aguja pequeña y cuál la grande. Las llamas del hogar se parecían a las del infierno, bailando la danza ritual del fuego. El viento gemía y golpeaba la puerta, las ventanas, los recios muros de piedra. Estiré las piernas, sentado en la silla. El mundo giraba a mi alrededor, la cabeza me daba vueltas, la lámpara de aceite provocaba en mi cerebro el efecto de una sirena sorda de ambulancia a punto de volcar. Y la carta intacta, sobre la mesa, como se quedaría siempre, pensé.

Abrí una bolsa de aceitunas a mordiscos. El agua resbaló por la barbilla y las manos se pringaron todas. Guardé las que sobraban en una fiambrera. Mierda. Algunas se cayeron al suelo y se fueron rodando por la habitación como si fueran canicas. ¡Qué más da!. Pensé. «...andaluffes de Jaén, affeituneros altifffos...». Amaba la vida sencilla del hombre que está solo, que no se relaciona con nadie, que todas las noches contempla las estrellas y piensa que el mundo ha sido creado solamente para él. El mar como único horizonte. El fin del mundo. La tierra del fin del mundo. El mar que a veces sabe a aceituna. Y la humedad del aire como un poema de agua que la tierra eleva al cielo, como una nube de velas blancas que surca todos los confines siderales. Amaba la clave de Orión y la rosa de los vientos. Y todo eso, con el regreso de Adega, a punto de rodar hasta el abismo.

Me levanté y di un traspié. «¡Cago en la mar, las afffeitunas!». Ningún otro lugar del universo me gustaba tanto como este. Para vivir. Para protegerme del frío y alabar la frugalidad de una existencia solitaria. Para disfrutar de los meses de otoño e invierno, en que nadie se acercaba por allí. El suelo se había vuelto completamente resbaladizo. Nada de vacas locas. Pulpo al estilo feria y xoubiñas de la ría. Buen aguardiente. «Te fas alfffonsina con mi soledaffff...». Las carcajadas ahogaban la tormenta. 6...5...4...3...2...1...0.. «Pum». El estampido de un disparo retumbó en todo el edificio. Cientos de perdigones se echaron a volar mientras mi cuerpo rodaba por el suelo. La lámpara de aceite estallaba en mil pedazos. El mundo se volvía oscuro como la boca de un lobo después de haber devorado a su presa.

Epílogo

Desde hacía dos años habitaba esta tierra sobrecogedora e inolvidable, un trozo de mundo extraño, un mundo lleno de pájaros como los que siempre habían anidado en mi cabeza; millares de pájaros apiñados que se asomaban por las grietas de las rocas como si fueran habitantes de un curioso rascacielos. Patos, gaviotas, albatros. De vez en cuando, un picotazo iniciaba la riña, el escándalo, la disputa, y sobre la playa se armaba un tumulto de plumas, picos y graznidos, que terminaban con el vuelo recto del vencido, dispuesto a abrirse camino en el cielo en franca y vergonzosa huida, para luego dejarse caer y sostener la caída con las alas.

¡Qué resaca tenía, dios mío! Menos mal que no faltaban los repuestos y la electricidad volvía a funcionar, aunque sólo fuera la del generador autónomo. Los cuatro espejos yacían esparcidos en mil añicos por todo el edificio, dividiendo, multiplicando, aumentando cada átomo de la cruda realidad. Adega no había llegado. Una claridad espantosa se iba forjando en mi cerebro. La luz de las bengalas. Sí, ahora las recordaba. Por la noche, en medio de la borrachera, tirado en el suelo, me pareciera ver varias bengalas de socorro iluminando el cielo. Los rayos, la tormenta, el fuego. Y yo sin radio y sin fuerza en los brazos ni para levantarme. Completamente borracho. La espuma de las olas vomitando rocas al romper el mar contra la costa y esa manía de hacerme el pistolero con la escopeta en la mano en cuanto me calentaba con un par de copas.

Las dudas, los temores, las sospechas aflorando como serpientes. La luz del faro era la única referencia en medio de la desatada furia oceánica. Las neuronas todavía me patinaban. Sí, juraría que en el cielo estallaron varias bengalas de socorro. El barco navegando en mitad de la tormenta, doblado por el viento, vapuleado por los remolinos de agua que se formaban a su alrededor. El temporal en aumento. Los truenos se repetían como en una montaña con eco. Las olas baldeaban la cubierta. Los relámpagos estallaban como culebras de fuego deslizándose por el cielo. Las olas se tragaban todo lo que caía en la espuma, formaban remolinos y tiraban de las cosas hacia el fondo. El estado de la mar daba miedo.

La luz del faro apagada por los perdigones. Las aceitunas. El resbalón. El disparo. El barco navegaba a ciegas bordeando aquella sinuosa costa, en medio de la tormenta, derecho a los escarpados acantilados, condenado, sin que nadie pudiera salvarlo de su terrorífico destino. El barco devorado por las aguas, enterrado para siempre en el reino de Neptuno, con Adega dentro para que nunca pudiera volver a estafar a nadie. La negrura espesa y aplastante de la noche tragándose su vida. ¿Y su hijo? ¿El hijo de Miguel? ¿O mi hijo? ¿Vendría con ella?

Entonces mis ojos se posaron sobre la carta, todavía sin abrir. La carta que me miraba, con sus ojos blancos, puros, limpios, suplicándome que la abriera. Y yo la tomé en las manos, rasgué con lentitud uno de sus márgenes con el abrecartas y la leí. Era de Adega que me decía:

¡Eres un jodido borracho y jamás volveré contigo! ¡Deja de enviarme telegramas!

Gracias a Dios ella y el niño estaban vivos. Y a mí me quedaba mucho trabajo por delante hasta recomponer el sistema de espejos del faro donde trabajaba de farero, en aquella isla deshabitada, a una hora de la tierra firme más cercana. Fue al atardecer, con la conexión de la radio ya restablecida, cuando llegó la triste noticia del naufragio. El mar se había tragado la tripulación y a todos los pasajeros del barco habitual de la media noche, pero gracias a Dios y al destino Adega y el niño no se encontraban entre ellos y a mí aún me quedaba una ración de pulpo en el frigorífico. Las aguas se agitaban en constante duelo, unas aguas raras, retorcidas, en las que hervía el tiempo y se perdía el hilván del pensamiento.


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📸 ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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▫ Relato publicado en Revista Almiar (2002). Página reeditada en junio de 2021 (se han respetado el color de fondo y otros detalles de la página original).

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