Little Miss Sunshine.
Perdedores, furgonetas y concursos de belleza
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Guillermo Ortiz


Si de algo saben en Estados Unidos es de competitividad. De hecho, y aunque sin duda la división estética entre «ganadores» y «perdedores» puede atribuirse a los ilustrados y románticos franceses, es imposible negar que, en parte, tales términos son una consecuencia directa del liberalismo y el capitalismo anglosajón. Así, desde que el hombre es individuo, decide por sí mismo; desde que decide por sí mismo, acierta o yerra, las cosas le van bien o mal, gana o pierde.

Empiezo con un párrafo algo denso, que incluye los términos «ganadores», «perdedores» y «romanticismo», básicamente porque de eso trata Little Miss Sunshine y la mayoría de las grandes obras de los últimos tres siglos, lo que creo que es decir bastante sobre la calidad de la película.

Y es que, efectivamente, como se empeña en repetir el padre de la enloquecida familia que protagoniza la historia, la vida es una cuestión de «ganadores» y «perdedores» con un problema añadido: ¿quién arbitra? Este hombre, con su «plan de los nueve puntos», infalible para conseguir el éxito en cualquier empresa, representa mejor que cualquier otro personaje esa ironía norteamericana entre el querer y el poder, la imagen y la realidad.

Se presenta a sí mismo como un triunfador, desea triunfar más que nada en el mundo, sus expectativas obligan a su familia a estar a la altura, pero... ¿quiénes son su familia? Aparte de su mujer, único personaje razonable de la película, tenemos a un hijo adolescente en voto de silencio permanente, a un padre cocainómano, a un cuñado suicida experto en Marcel Proust y a una hija de 8-9 años fascinada por los concursos de belleza...

Una excelente tribu de perdedores que encabeza él, incapaz de vender su proyecto a nadie, arruinando su matrimonio por un sueño imposible y grotesco.

Sueños imposibles, competitividad, con-cursos de belleza... porque si de algo saben en Estados Unidos, además de competitividad —o relacionado íntimamente con la competitividad— y de familias rotas, es de concursos de belleza. Para adolescentes, para niñas, para adultas, para perros, para gatos, locales, comarcales, regionales, estatales... Concursos para todos.

¿Y cómo se junta la necesidad de ganar con la voluntad de participar? Sobre todo cuando se tienen 8 años...

Así que, en un breve resumen que no deje al aire demasiada información relevante, digamos que Little Miss Sunshine —el nombre del concurso al que se presenta la jovial y adorable Olive— es la historia de esta familia en su viaje imposible hacia el sueño de la niña, como si la niña y su sueño y la posibilidad de que en algún momento lo cumpliera —no ya la victoria sino la participación— eclipsara todos los sueños rotos de los demás: los amores frustrados, el prestigio literario, la inclusión en las Fuerzas Armadas...

Un viaje en el que todo vale con tal de llegar a la meta. Permítanme la analogía con Las uvas de la ira, el viaje de nuevo a California, la Tierra Prometida, en busca del éxito y el reconocimiento, puesto que ya no la comida y el trabajo. De la historia de los Joad, en camino desde Oklahoma en su destartalada chatarra, ahogados por la sequía, a la de los Hoover, perdidos también, acorralados por sus propias inseguridades, la propia hostilidad de su entorno —«la vida es una puta sucesión de concursos de belleza, que les jodan a los concursos de belleza»—, su propia chatarra ruidosa y destrozada, hasta llegar a una meta que no es como esperaban, que nunca responde a la expectativa porque las expectativas, por definición, son mentira.

Little Miss Sunshine es una comedia. Se vende como tal y ese es su género, sin duda. Pero hace mucho, mucho tiempo que no se exhibía una comedia tan triste, tan descarnada, tan de acabar llorando en la sala, con las palomitas aún en el regazo, un tipo tan poco sentimental ni lloroso como yo, porque, por lo menos lo intentan, y esa es una de las definiciones —las definiciones siempre juegan como árbitros— que se pueden dar del término «ganador», al menos en su acepción estética: «el que lo intenta».

Y que les jodan a los concursos. También los de belleza.


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Guillermo Ortiz López, es el coordinador de la sección de cine de Almiar.
(Página web: http://www.guilleortiz.com/)



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Revista Almiar (Madrid; España) / n.º 30 / octubre-noviembre 2006
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