EL CÓDIGO DA VINCI

por Alicia Albares

Con ilusión (no exenta de cierto escepticismo) esperábamos la llegada a la gran pantalla de la adaptación cinematográfica de la que se ha convertido en una de las novelas más leídas de la historia: El código Da Vinci, de Dan Brown. Muchos eran los condicionantes, inconvenientes e incompatibilidades que se alzaban en el camino hacia la elaboración de un filme que respondiera a la intensa expectativa generada por una obra tan popular; pero también predecibles eran las perspectivas de éxito, teniendo en cuenta el volumen de público que el producto tenía asegurado, independientemente de su calidad.

Sin duda, Ron Howard era muy consciente de ello cuando decidió aceptar el reto: tenía mucho que ganar; bastante prestigio que perder, pero, sobre todo, poco beneficio que arriesgar. A pesar de ello, el director de películas tan emblemáticas como Willow o Apollo XIII no se ha dejado mecer en la cómoda hamaca del taquillazo con certificado de garantía y ha optado por intentar convertir un proyecto de fácil gestación y apetitosas consecuencias en un desafío crítico, yo diría que casi personal, en el que un público masivo, variopinto y, por qué no decirlo, también exigente, esperaba mucho de su talento, tantas veces cuestionado a lo largo de su irregular filmografía.

Así las cosas, hemos asistido, con intriga, al que podría ser uno de los estrenos más aclamados del año o una de las más sonadas decepciones de la historia del cine. Y, como ocurre siempre que se prometen extremos, el resultado acaba por zarandearse en el terreno indeterminado y movedizo de los gradientes intermedios: ni estamos ante la perfecta fusión de los bien empleados ingredientes comerciales con la riqueza técnica y la honradez conceptual, ni nos horrorizamos ante la deformación y corrupción absoluta de una jugosa materia prima de partida como es el best-seller de Brown.

Bien conocida es la máxima que sentencia que es prácticamente imposible conseguir que una película iguale o mejore el contenido de la obra escrita que toma como referencia. Y mucho hay de verdad en tal afirmación, siempre que ataña a novelas de reconocido prestigio e íntegra naturaleza literaria. El código Da Vinci, según mi punto de vista, no se ajusta a esta descripción, porque, como resulta evidente, sus semejanzas, tanto formales como estructurales, con el guión cinematográfico son incuestionables. La novela, jugando en el terreno de la intriga, aderezada con ingredientes históricos cargados de misterio y enriquecida con arquetípicos elementos rescatados de la más ancestral memoria colectiva, se inventa a sí misma desde lo visual, describiendo acciones, lugares y personajes a través de un ángulo casi tan aséptico como el de una cámara de cine y enlazando su discurso en el tiempo con el ritmo trepidante que se exigiría a un buen filme de acción. Poco hay de literario en los escasos monólogos interiores de los personajes principales, en el lenguaje puro, sin artificio, que los describe y en su secuencialidad rápida, sin tregua, que consigue atrapar al lector-espectador de esta novela-película sin permitirle dejar de pasar páginas. Y es que, si se analiza, la novela de Dan Brown es una obra de naturaleza equivocada, un guión escondido y mal disfrazado en las galas deslumbrantes pero vacuas de la literatura de consumo que clama por ser devuelto a lo que siempre debió ser. Y quizá en esta doble esencia, en esa equívoca alma, resida el éxito de una historia que se ha clavado ya en los anales de la literatura popular.

No es difícil para Ron Howard entonces conseguir un resultado adecuado al medio que está desarrollando, tan sólo debe transcribir lo que lee, convertir el capítulo en secuencia y confiar en las habilidades del autor original. Sin embargo, aunque la intriga esté ya construida (y con habilidad) y el guión prácticamente estructurado, sigue siendo difícil condensar en dos horas el profundo entramado simbólico y la extensa información histórica que Dan Brown engarza con parsimonia en su larga obra, a través de diálogos explicativos (muy cinematográficos en el papel, pero cargantes si se introducen en exceso convertidos en imágenes). Y todo ello, sin perder la fidelidad al mensaje en torno al cual gira toda la historia.

No obstante, los años de experiencia y la confianza en la eficacia del modelo y la atmósfera previsibles en un filme de sus características le han servido a Howard para componer una película más que correcta, siempre si la entendemos en su contexto y la analizamos con rigor. No hay en ella improvisaciones o giros inesperados (más allá de los propios de la trama tejida por Dan Brown), no hay defectos visibles en la impecable realización y en la cuidada puesta en escena. Pero tampoco hay rasgos autorales, ni arriesgados planteamientos o meditadas transformaciones y desvíos con respecto a la novela. Se puede afirmar, sin duda, que estamos ante una película-transcripción, con lo positivo y negativo que eso trae consigo: hablamos de un filme entretenido, ameno, en ocasiones, emocionante; pero también de un producto típico, engranado con protagonistas conocidos (y eficaces) y que deja un regusto frío, aséptico, de obra hecha sin implicación pero con esmero.

Sí es cierto que merece la pena destacar algunos aciertos del metraje, vinculados en su mayoría a la atmósfera que el filme logra y que recuerda, de manera muy remota y siempre desde la nostalgia del cinéfilo más «freak», al buen cine de aventuras, en la línea de las entregas de Indiana Jones. También podemos hallar, en el entresijo de la tesis que defiende y en las claves ocultas que llevan hasta ella, reminiscencias de la inigualable, oscura y perfecta El nombre de la rosa, de Jean Jacques Annaud. Recuerdos, aromas, de un cine que estaba por explorar y que ahora tan sólo puede imitarse desde la artificialidad.

De realización parca, donde no sobran los planos excesivamente elaborados y con exceso de efectos digitales (contención que se agradece, teniendo en cuenta la saturación que el cine comercial actual sufre a ese respecto) e interpretaciones acertadas, aunque desiguales (no puedo dejar de mencionar el magnetismo que irradia Sir Ian McKellen, Gandalf en la saga El Señor de los Anillos, en un papel excesivamente simple para su dilatada habilidad), El código Da Vinci no decepcionará a su público, sea lector de la novela demandando fidelidad o espectador ajeno que busque pasarlo bien con una película distinta, nueva, pero al mismo tiempo exhalando perfumes a otras épocas, siempre mejores, siempre irrecuperables.

_________
🖼️​
IMÁGENES (Orden descendente): The Da Vinci Code Eurostar, By Timothy E Baldwin (originally posted to Flickr as The Da Vinci Code) [CC-BY-SA-2.0], via Wikimedia Commons | Dan Brown bookjacket cropped, By Photographer Philip Scalia [GFDL or CC-BY-SA-3.0], via Wikimedia Commons | DiVinciCodeSolution2, By Rikfriday (Own work) [CC-BY-SA-3.0 or GFDL], via Wikimedia Commons.

🎬​ Otros artículos de cine en Almiar: Che, guerrilla (Pedro M. Martínez) ▫ Watchmen, (Guillermo Ortiz) ▫ Joyas del cine documental: Cuando éramos reyes (Guillermo Ortiz) ▫ Superman Returns (Alicia Albares) ▫ Lost in Translation (Guillermo Ortiz)

Artículo publicado en Revista Almiar (junio de 2006). Página reeditada en septiembre de 2022.

Sugerencias

Triana

Triana, rock andaluz (artículos y letras de canciones)

enlace aleatorio

Enlace aleatorio