Sin City
: Los matones
y sus chicas

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Guillermo Ortiz López


Sin City es una película de género. De dos géneros, si se quiere: por un lado tenemos la estética del cine negro de los 40, con su blanco y negro, sus cigarrillos humeantes, sus rubias de mirada penetrante, sus garitos llenos de alcohol y peleas... por otro lado, están los elementos que marcan la violencia propia del cómic y de determinados autores enamorados del cómic, como el propio Robert Rodríguez, Quentin Tarantino, etc: el bueno nunca muere, los cuerpos vuelan, rebotan, explotan... todo lo que el ordenador sea capaz de hacer.

Por cierto, no deja de ser curioso que el ordenador sea el mejor aliado para el que pretenda adaptar un cómic.

Queda dicho todo esto lo primero para que usted lo tenga claro: si no le gustan esos dos géneros, la película no le va a gustar. Ahórrese dinero, tiempo y saliva criticando al director. Pero si le gustan los matones, le gustan las rubias explosivas y las infinitas combinaciones que se pueden dar entre ambos gremios, entonces Sin City es su película.

No se trata sin más de una adaptación de un cómic. La película se asemeja más bien a un libro de relatos, algo parecido a lo que Robert Altman pretendió hacer con la obra de Carver en Short Cuts. Robert Rodríguez ha elegido una serie de historias que le gustan, las ha cotejado con el propio Frank Miller y las ha ambientado en un universo común. Las tramas corren a cargo de Miller, las pistolas incrustadas en cabezas cortadas pertenece más a la idea que Rodríguez y Tarantino tienen de lo que es una buena broma.

La narración se divide en cuatro historias —o tres, si consideramos la última una mera continuación de la primera— con un escenario común: la sórdida ciudad de Basin City, con su viejo barrio —el Old Town—, en una época indeterminada, podría ser el pasado o podría ser un futuro apocalíptico, pero en cualquier caso parecen los años 30 ó 40. Todas ellas presentan un reparto espectacular: Clive Owen, Bruce Willis y Mickey Rourke, los protagonistas, están acompañados de Elijah Wood y bellezas como Jessica Alba, Brittany Murphy o las «debutantes» Rosario Dawson y Carla Gugino.

Estas cuatro historias se podían presentar de varias maneras: contando historia por historia como si fueran películas independientes o intercalándolas, mezclándolas entre sí de manera que al final todo adquiera sentido. Eso se llamó Pulp Fiction y para ello hay que tener un talento descomunal como el de Quentin Tarantino. Robert Rodríguez es muy amigo suyo, lo intenta, pero, señores, no es lo mismo, así que eligió la manera más fácil: las tres historias seguidas y luego una cuarta que completa la primera y en la que se limitan a aparecer algunos personajes de las anteriores, más como un «cameo» que otra cosa.

Esa manera de narración tiene un problema: Sin city juega, evidentemente, con la inmediatez de la acción, un ritmo trepidante, una narración ágil, diálogos ingeniosos a lo Humphrey Bogart, giros insospechados, presuntos muertos que resucitan y siguen dando guerra... Eso es difícil de conseguir durante 35 minutos seguidos de historia y, en ocasiones, Rodríguez no logra mantener el nivel. Las historias se prolongan demasiado en una sucesión de muertes y sangre y a ver cómo lo hago para matar al más malo y vengar a la chica.

Es una marca de esta nueva generación el deleite en determinados detalles. Me refiero a la necesidad de mostrar de cuántas maneras distintas puede morir alguien. Las películas se acaban convirtiendo en coreografías en las que los buenos —un sólo bueno, generalmente— acaban con 40, 50, 60 malos y tenemos que ver cómo va matando uno a uno a todos y de manera distinta. Eso, que funciona bastante bien, en La Iliada por poner un ejemplo, en pantalla corta el ritmo, no deja progresar la narración y dificulta la atención del espectador medio.

En el fondo, lo que realmente fascina de Sin City es lo que ya estaba: el cine negro, los gángsteres, los bajos fondos, la ciudad sin ley... Es complicado revisitar un género 50 o 60 años después. Y Rodríguez lo hace bien. Fascinan los códigos de conducta. En las cuatro historias hay un denominador común: a las chicas hay que protegerlas. Y más que a nadie a la chica de uno mismo. No son exactamente historias de amor, sino más bien de ciervos juntando sus cornamentas, sólo que la lucha acaba siendo siempre la del ciervo más valiente contra el más poderoso.

Y está bien que no siempre gane el mismo.

Lo curioso es que para defender el honor, la virginidad, la memoria o el trabajo de la chica —repito, no necesariamente la «amada»— no hay ningún problema en matar, torturar, disparar o golpear a cualquiera. Pero los matones son así, y por eso tienen esas chicas. Lo que nos sirve para avisar: el desprecio de Robert Rodríguez hacia los personajes femeninos es total. No porque no los haya, que los hay en abundancia, sino porque, salvo algunas excepciones (lesbianas y ninjas), su papel consiste en dar motivos a los machotes para meterse en problemas y matarse entre sí.

En resumen, película un pelín larga, entretenida la mayor parte del tiempo, pero en la que hay que tener muy claro qué se va a ver: matones, pibones y conversaciones a lo Dashiell Hammett. Yo creo que es un buen intento, pero si cree que no está dispuesto a aceptar las convenciones del género, lo dicho: no pierda el tiempo.



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