ALMIAR

Margen Cero

 
 


 



De plumas malditas
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Rubis M. Camacho Velásquez

 

Todo el cosmos copula.
Ernesto Cardenal


 

La espera. Siempre, siempre goza con ella.

El sol de mediodía se clava de frente en el cuerpo desnudo del gigante. La carne quemada casi hiede. La piel se abre en surcos de pus y de sangre. Un par de buitres espera por el banquete. Prometeo no puede abrir los párpados hinchados. Tiene las pestañas pegadas de inmundicia. Predice la forma de las nubes. Está encadenado a la piedra de la cumbre más alta. Hace rato que experimenta calambres. El dolor le hiende la cabeza. En las tardes recibe un poco de alivio cuando la subida de la marea provoca que baje la temperatura. En la noche el cuerpo se pierde en la oscuridad como una veta sombría. Siente refrescar las llagas de la espalda con el frío que brota de las laderas. A mediodía, como hoy, se consuela imaginando riachuelos que escarban dentro de las rocas para buscar minas nuevas. Sueña que las corrientes bajan por su cabeza, lo bautizan y lo perdonan.

Hace exactamente veinte días que no lo visita la lluvia. El rocío es escaso en la vastedad del farallón. La arenilla de los terrones se lo chupa. En la última lluvia tuvo miedo. Los truenos reventaron a la altura de los oídos. Uno de los rayos le quemó las pestañas, pero liberó en el cielo un látigo de un azul cobalto indescriptible. ¡Cómo deseó que el rayo cayera entre sus manos y rompiera las cadenas, o cayera sobre el peñón rocoso y lo precipitara al mar como una isla aérea. Lo mejor de todo fue el ángulo de su cuerpo. Recibió las ráfagas de frente como una pila bendita derramada sobre su piel podrida.

El torrencial no impidió que el ave llegara. La vio partir el horizonte en un despliegue absoluto, dueña de los acantilados, un punto oscurísimo amenazando aletear la boca de los volcanes. Los goterones de sus pestañas platearon la figura.

Cerró los ojos con dolor, también con rabia. El pájaro se anunció con un graznido violento. Descendió en lentos giros redondos. Cuando el pájaro estuvo cerca de la cabeza se aterrorizó con el pico ganchudo y las garras ásperas.

«El designio de un dios es implacable. Nunca pensé que mi castigo pudiera ser tan severo. Sólo quise ayudar a los hombres. La humanidad necesitaba el fuego. ¿De qué otro modo hubieran sobrevivido después que Epimeteo les dejó sin facultades para resistir». Volvió a llorar.

Ya, frente a frente, gigante y bestia se encontraron. Maldijo la mirada absurda del ave, el gesto servil, como si no hubiera estado allí el día anterior, y el anterior, y todos los otros hasta perder la cuenta. Sobre las plumas oscuras y mojadas pugnaba un negror violáceo. El animal alzó una garra para acercarse. Prometeo sintió su olor a nido, a huevo pecoso y empollado, a rastros putrefactos de carroña.

¿Estaremos en marzo o mayo? ¿Quién quiere ya saberlo? Se preguntó.

El ave volvió la garra a su lugar y se puso de espalda. El gigante notó cómo las plumas nuevas brillaban bajo el agua.

Debe ser su cuarta muda, razonó.

El ave rozó, sensualota, el filo de la cola en la punta del pie.

Ni el viento nocturno del verano podría serme tan plácido. La odió.

Subió en vuelo lento a la rodilla picoteando ligero, tan ligero que arrullaba, y en lugar de águila, a él se le antojó que era paloma, y en lugar de paloma, Dulceluz, la mujer negra y alborotadora como la cerveza de trigo, que lo esperaba en las noches sin vestido, con los pezones untados en miel.

El ala inmensa en su muslo le recordó la largura de su pierna de gigante. La bestia sondeaba sutilmente con sus plumas infernales, pero Prometeo pensaba en Dulceluz, con su cabellera crespa salpicada de musgo y de raíces, enrollada en su pierna para lamer golosa.

—¡Cuántos dioses estas piernas han vencido! ¡Cuántos caminos y atajos! —acostumbraba viborear la mujer, enternecida.

Entonces él trababa los pelos de alambre entre sus dedos, y alzaba aquella cabeza de medusa enamorada para mirar sus ojos. Dulceluz temblaba como una niña y bajando los ojos se refugiaba en su vientre. Él le miraba el lomo negro de hueso perfecto, mientras ella hurgaba con su lengua caminitos sudados hacia su pelvis.

 

El ave anidó todo su follaje entre las piernas del gigante; metió las alas, y en otras, el penacho áureo. Se estrujó con lisura sobre aquella bolsa arrugada que se hinchaba en ramazones morados. Con la punta del pico dibujó en el pene asustado las rutas deliciosas del deseo, hasta lograr el nacimiento de un semidiós de palo, abundante, arrogante, invicto a la condena.

Las manos encadenadas de prometeo anhelaron acariciar aquellas plumas, dirigirlas en retozo, mirar los ojos chicos, y que fueran sólo eso, los ojos de un águila horrenda embellecida por el deseo. Quiso mordisquearle el pico, atrapar su lengüezuela esquiva, llamarla ¡Amada! ¡No me dejes nunca! y que el ave se abriera en alas, como hembra que se entrega. Le gritó:

—¡Abrázame, abrázame, maldita! Posa en mí tu sombra viajera. ¡No te vayas nunca, por los dioses, no te vayas! Liba con tu pico el agua blanca de mis adentros, y deja caer mis hijos en gotas sobre el océano. ¿No ves que no es el sol maldito el que me quema? Esta soledad eterna no es mi mayor desamparo. No es este cielo brumoso mi más grande anhelo. Eres tú y tu suavidad maldita. Son tus ojos de hierro. Es tu pico de acero el que ablanda mi carne. Son tus plumas de fuego las que arrancan mi lava. ¿No te das cuenta que sólo existimos tú y yo en el mundo, en este mundo sórdido de juicios y venganzas? Quiero que poseas cada uno de mis pelos, porque yo muero por cada una de tus plumas… Cuando me acaricias se revuelca la sangre y se abulta en las venas. Quiero que se suelten las cadenas para amarte de rodillas, y luego perseguirte, ilusionado, por todas las praderas…

El águila, como cada tarde, de un picotazo descuajó el pene alzado. Lo acomodó en el pico y levantó el vuelo, victoriosa, hacia unas cumbres lejanas.

Ya era nuevamente un punto solitario en el espacio mojado, y todavía la voz gigante le gritaba:

—Y cuando vuelvas mañana, más pavorosa que el Hades, me encontrarás aquí, en esta cima de horror, crecido, entero, esperando.

 

 

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RUBIS MARILIA CAMACHO VELÁSQUEZ. Nació en Bayamón, Puerto Rico, en el 1959. Posee un bachillerato en Bienestar Social (magna cum laude) de la Universidad de Puerto Rico, una maestría en Teología del Seminario Evangélico de Puerto Rico, un jurisdoctor de la Facultad de Derecho de la Universidad Interamericana de Puerto Rico, una maestría en Creación Literaria de la Universidad del Sagrado Corazón de Puerto Rico, Doctorado en Literatura Puertorriqueña del Centro de Estudios Avanzados de Puerto Rico y el Caribe (en curso). 

Premios

Tercer premio (Gloria Fuertes) Certamen de Cuentos no Sexistas para niños de 8 a 12 años, de la Dirección General de la Mujer en Madrid. Cuento: Yo no tuve una abuela ejemplar.

Publicaciones:

Periódico Claridad
Cuentos: La mujer maravilla, Ojos azules, pelo negro (reseña), Balada de oficina,
La negra Nesta

Libro Antología Fuera del quicio (cuento: La mujer maravilla)

Libros inéditos:

Piel de Bestezuela - Cuentos
Rosario de Besos
- Cuentos
Medrash o el oficio de la guerra
- Novela histórica.

@ sustituida rubis59[at]hotmail.com
 

ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
 

 

 

Relatos y enlaces en esta publicación:

- Eduardo Jauralde: Cuento Cruel

- Juan C. Garrido del Pozo - Cómo erigir un altar en una nevera vacía

- Cecilia Facal - Los dioses

- José L. Suelves Naya - Nunca se olvida

- José J. Luque González - Llueve

- Rubis M. Camacho Velásquez - De plumas malditas

- Entrevista a los autores premiados

- Página de inicio del Certamen




Revista Almiar - n.º 46 - mayo/junio de 2009 - ISSN 1695-4807
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