
El armario
Adriana
Serlik
Tuvimos
que salir de Madrid porque la situación económica era imposible.
Teníamos un alquiler demasiado alto y mi marido
esperaba el subsidio para mayores de 52 años, con una tramitación
que ya llevaba seis meses en la Oficina de Empleo.
Decían que saldría muy pronto, la respuesta se
repetía al mes siguiente, supimos luego que faltaba un papel pero
como no revisaban el expediente, la situación se alargaba.
Cuando mi contrato de trabajo terminó supe que
no teníamos otra solución.
Con amigos hicimos la mudanza, ollas, platos,
ropa, la perra y los dos gatos viajaron, con nosotros, hacia Rascafría.
Los que nos rodeaban decían que nos íbamos a
buscar un ambiente menos contaminado.
—Ganaréis en calidad de vida —exclamaban. Esta
frase la escuché dos mil setecientas once veces...
Contábamos sólo con nuestros deseos de sobrevivir,
mi subsidio de desempleo y el de mi marido, si algún día llegaba,
hasta que encontráramos trabajo.
Del piso con calefacción central, armarios empotrados
y agua caliente nos fuimos a una casita baja, con una chimenea rota
que apenas daba calor, y sabíamos que en los primeros meses no tendríamos
dinero para leña.
La poca que recogíamos, tirada por el campo,
apenas nos calentaba. La sopa que salía caliente de la olla, al pasar
del cucharón al plato, se transformaba en una especie de gazpacho
sin tener que buscar cubitos de hielo.
Era un invierno cruel.
Había caído nieve y su manto no era demasiado
grueso pero duro, gracias a las posteriores heladas.
Nos abrigábamos bien y salíamos a caminar por
la mañana recogiendo las ramas tiradas por el camino, rodeados por
la Morcuera y Peñalara, los arroyuelos vertían lentamente su agua
al Lozoya y las cigüeñas, definitivamente empadronadas en el valle,
pescaban lo que podían en los ríos.
Esas caminatas subiendo por Las Suertes o acercándonos
a las Presillas, nos producían una sensación de enorme paz interior
que nos hacían creer que nuestras angustias materiales pronto se resolverían.
Por las tardes paseaba con mi radio y mi perra
bajando por los Cascajales, cruzaba el puentecito sobre el Artiñuelo
o me paraba a charlar con Lucrecia, rodeada de gatos. Era la hora
en que el marqués, al verme, hacía pitar su camión.
Al levantarnos oíamos, con el canto de los pájaros,
las voces de las vecinas que salían a charlar a las puertas bajo la
tibieza de un pálido sol.
Nuestra ropa fue ordenada sobre unos tablones
separados con ladrillos pues no teníamos armarios.
Todas las noches, sentada en la cama, pedía sin
ningún rito dos cosas a Dios: leña y un armario donde colocar nuestra
ropa.
Los tablones me producían una sensación más terrible
de pobreza que la confección de la comida consistente generalmente
en lentejas: lentejas guisadas, lentejas con fideos, lentejas en ensalada,
crema de lentejas y otra serie de platos parecidos.
Y todo eso gracias a nuestra querida vecina Inma;
al despedirse nos había regalado una bolsa con siete kilos de lentejas
de su pueblo.
Volveré a hablar en otro momento de las lentejas,
pero ahora subrayo esa sensación de desazón casi torpe de movimientos,
ese lagrimeo lento, esa impresión pordiosera que sentía ante los tablones
forrados de papel pero tablones al fin.
Una mañana tocó nuestro timbre el amigo Paco,
traía una estufa redonda de leña y nos pidió que lo acompañáramos
a la furgoneta.
Descargamos un tubo de metal, una gran cantidad
de leña, tres jaulas con gallinas negras y una bolsa de 25 kilos de
pienso.
Nacidos ambos en una ciudad, nos enfrentábamos
a la delicada tarea de cuidar unos animales que en mi caso, habían
sido tratados siempre corpore insepulto, para transformarlos
en comidas apetitosas.
Nuestra vida cobró una nueva dimensión, con esa
necesidad perentoria diaria de abrirles, darles de comer y limpiar
sus jaulas transformadas en un gallinero.
Nuestra formación intelectual no cubría los conocimientos
avícolas.
¡Tan preparados nos habíamos sentido para la
vida y ahora no sabíamos nada de nada!
Solicitamos varios libros en la biblioteca de
Rascafría y visitamos al hermano Javier en el Monasterio de El Paular.
Sabíamos que con su maestría nos prepararía en la dificultosa tarea
de empresarios avícolas y no faltaban las mil preguntas a nuestro
amigo Juanito, el del bar, que nos regalaba inmensas bolsas de pan
duro.
Ahora comíamos huevos con lentejas calientes,
cerca de la estufa.
Los huevos restantes los vendíamos a los turistas
que pasaban.
Pronto comprendí que el futuro de mi armario
estaba en las gallinas.
El frío se fue, la primavera y el verano nos
encontró con nuestras gallinas negras, un gallo muy ágil debido a
las maratones que le obligaba a realizar nuestra perra y el subsidio
de mayores de 52 que todavía no llegaba, tampoco aparecieron otras
alternativas de trabajo.
Los paseos fueron más largos, subíamos por el
camino hacia la carretera de la Morcuera y nos acercábamos hasta el
puesto de vigilancia de El Espartal donde un lugareño portando una
emisora nos saludaba alegremente.
Allí fue, recordando la sonrisa cariñosa de Lucrecia,
la solidaridad de Paco y Teresa, Maricarmen y Jesús, Mercedes y Vicenta,
la cordialidad de Álvaro, Eva, Óscar y Cristina, el apoyo de Kirsten
y Juan Antonio, que entre las lagartijas, los buitres y las cabras,
entre el perfume del romero y las rosas caninas, entre las fresas
silvestres y las moras, mi armario quedó relegado a unos tablones
de madera forrados de papel y entendí que sólo debía pedirle a Dios
que no me alejara de este paraíso.
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Adriana Serlik
nació en Avellaneda, provincia
de Buenos Aires, República Argentina. Bibliotecóloga y maestra ha
publicado las obras Improntus 6 (Buenos Aires - 1968); Los
espejos (Buenos Aires - 1972); Desde nosotros los niños
(Madrid - 1978); La Silla de paja (Madrid - 1984) y Poemas
del amor y la soledad (Madrid - 1996).
Vive en un «bellísimo
valle con salida al mar», desde donde mantiene una completísima web
titulada
LA LECTORA IMPACIENTE.
Otros relatos de esta autora en Margen Cero:
El Colorao,
Emilce
y
Homenaje a Rosa Chacel.
ILUSTRACIÓN RELATO: Fotografía
por
Pedro M. Martínez ©

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